El martillo, la vidriera y la escalera en el desierto

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: Si el Señor volviera tal vez...

 

 

Le preocupaba al Señor un tipo de personas que aparecían a su vera de cuando en cuando. Eran gentes de calidad humana, profesionales que trabajaban, aficionados a temas o proyectos de una cierta categoría. Todo en ellos era positivo, pero les faltaban unas motivaciones trascendentes. Si uno hubiera hecho caso únicamente de su lenguaje, hubiera podido decir que profesaban la religión ecologista, que practicaban los ritos del reciclaje, que su sola moral surgía de la observación de la naturaleza. Sufría el Señor al verlos, no porque fueran malos, sino porque a tantos valores les faltaban anclajes seguros. Y les decía:

- Afirmó aquel que con una palanca y un punto de apoyo podría mover el mundo. Pero yo os aseguro que podría hacerse muy poca cosa si el punto de apoyo no estuviera él mismo bien apoyado. 

Al que no tiene fundamentos sólidos le pasa como a aquel escalador que empezada la ascensión: constató que llevaba cuerda, clavijas, mosquetón, pero que le faltaba el martillo para poder clavar las fijaciones a la pared y ascender seguro.

O como a aquel que, habiendo comprado finos vidrios de colores teñidos en su masa y tiras de plomo adecuadas, se metió en un sótano y montó una gran vidriera; tan grande la hizo que cuando estuvo acabado el magnífico emplomado se dio cuenta que no era capaz de sacarlo a la superficie pues no pasaba por puerta alguna. Se dio cuenta de que nadie, ni él mismo, podría ver aquella maravilla, pues les faltaba para apreciar su belleza aquello que es primordial para esta creación artística: la luz.

O como aquel otro que iba por el desierto arrastrando una maravillosa escalera de muchos peldaños pero que no tenía donde apoyarse y así, a la hora de otear el horizonte, extendida a lo largo del suelo, aquellos diez metros de longitud, solo permitían  elevarse diez centímetros de la superficie y el caminante continuaba sin divisar ningún punto seguro  de referencia, en su travesía solitaria.

Ni despreciaba ni minusvaloraba el Señor las cualidades humanas, pero deseaba que perdurasen, que fueran útiles del todo, que enriqueciesen plenamente al que las ponía en práctica, y esto, Él bien lo sabía, sólo era posible si los cimientos eran profundos y sólidos. De otra manera se podría decir: lo que Él quería es que al poner en práctica los buenos conocimientos y las habilidades, estos surgieran de la fe, los proyectos siempre tuvieran extensión eterna, estuvieran empapados de esperanza, y teñidos de una caridad que no fuera pura simpatía y activismo pasajero.