Los petardos

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: Si el Señor volviera tal vez...

 

 

Se les notaba que no se sentían muy a gusto allí. Pasaban por aquella población y alguien les habia hablado del Maestro. No sintieron al principio ninguna curiosidad. Tenían sus planes y programas. Habían recibido lecciones magistrales y sabían a qué atenerse. Lo único que les preocupaba era la incapacidad que tenían para ponerlos en práctica. Esta incapacidad no les venía de ellos mismos, eran las perversas estructuras las que se lo impedían. Tan convencidos estaban de ello que ocupaban sus jornadas en analizar las características de estos poderes fácticos que les ahogaban. La gente del pueblo se los había quedado mirando. El vehículo que tenían y los aparatos que llevaban hacían patente que no eran unos cualquiera. De aquí que se empeñaran en que conocieran al Maestro. Lograron convencerles.

El Señor estaba en aquellos momentos del mejor buen humor; ellos, en cambio, llegaron muy serios. Saludaron correctamente y fueron acogidos con alegría, presentándose todos los amigos espontáneamente. No les hicieron el menor caso, se veía a la legua que eran gente que intimaba con pocos y aun así eran estos escogidos meticulosamente.

El Maestro, eufórico, comentaba la buena jornada; ellos le dijeron que lamentaban no estar de acuerdo. Pensó el Señor que no había que perder el tiempo y les espetó con cierta sorna la siguiente historieta:

-A mi pueblo venían unos chavales de la capital. Tenían sus juegos, sus casas y sus amistades. Sin pretenderlo, pero sin hacer nada por evitarlo, llevaban una vida separada de los demás vecinos. Se hicieron un poco mayores y no pudieron ignorar el atractivo de algunas chicas lugareñas, el bullicio de las fiestas, el encanto de sus fogatas en la noche. No sabían, empero, cómo acercarse. Se sentían superiores, pero no podían ignorar aquellos actos que se organizaban. La ocasión que escogieron para el encuentro fue una verbena. Se trajeron  cohetes y petardos. Al anochecer, con aires de bizarros conquistadores, bajaron al pueblo, esperando que las mozas se les rindieran a la menor insinuación.

Volvieron a su casa al cabo de poco rato mohínos y de mal humor. Nadie les había hecho caso. La gente se había limitado a observar las etiquetas de la pirotecnia que llevaban, pero nada más.

No querían aceptar su fracaso personal. No querían reconocer que les había faltado simpatía y afabilidad desde mucho antes de aquel día. Uno, finalmente, sentenció: llevábamos pocos petardos, mañana compraremos muchos más.

¡Pobres chicos! Nadie necesitaba petardos aquella noche, les sobraba en el pueblo ruido y fuegos. Tenían metida la alegría hasta en las entretelas.

Lo malo es que en su cubil, enfadados, no hacían más que repetir que a los del pueblo les faltaba de todo, que sus fiestas eran pura hipocresía, alegría de gente ruin. Repetían, repetían y se carcomían, mientras en el pueblo la juventud cantaba y bailaba y preparaba nuevas fiestas.  

Mirad amigos, les dijo el Señor, vuestro encasillamiento no os deja tener esperanza. Lo importante no es estar convencido sino estar vivo y tener abiertos los ojos y mirar en derredor. Cuánto progreso, cuanto valor, cuánta ilusión existen, sin que queráis reconocerlo. Y cuando digo alrededor me estoy refiriendo a cualquier parte del mundo. Que de un espectáculo via satélite gozan millones de personas y un mensaje via internet llega en un instante hasta las antípodas y con un billete interraíl se puede recorrer un continente. No juzguéis la realidad por la pelusa que habéis sembrado detrás vuestro. Quisiera que todos los que tenéis fe fuerais conscientes de que una red de banda más ancha que la que puede circular por la mejor fibra óptica os une, que una alegría más participativa que la de un macrofestival os puede empapar hasta la médula, que yo me encuentro a gusto entre los que no ahogan ningún ensueño para el futuro.

Abandonaron silenciosos al Señor, no podía ser como Él afirmaba y, además, era impensable, repetían una y otra vez. Se acordaba uno de aquello: lo que no es, no es y además es imposible.

El Maestro, al verlos alejarse, decía a los otros: nunca me hace gracia una Iglesia de malhumorados, no soporto que mi Iglesia sea una comunidad de aburridos, por muchas razones que se tengan para arrastrar su hastío, por muy convencidos que estén de sus convencimientos, tales actitudes negarían la excelencia de su origen y de quien la sustentaba.