El grito de la manada del Seeonne

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: Si el Señor volviera tal vez...

 

 

Se encontraron con un grupo compuesto de toda clase de personas, jóvenes y otros que no lo eran tanto, hombres y mujeres, charlatanes unos y prudentes y reservados otros. La conversación que tuvieron no podía ser intranscendente por el lugar donde ocurría el encuentro y por las circunstancias que lo habían provocado, eso sí se respiraba en el ambiente una especie de recelo.

La mirada del Maestro penetraba en el interior de las personas, más que los rayos X y lo sabía todo, pero en esta ocasión no le fue necesario acudir a tales dotes, una sucinta visión superficial ya lo delataba. Era la manera de vestirse y una cierta cadencia al hablar, que evidenciaba que algunos de los que hablaban eran clérigos o religiosas. No cabía la menor duda. Al Señor esta reserva, este retraimiento, le molestaba, le parecía bien que hubiera un cuerpo de policía que operase con discreción y  la llamasen “secreta”, encontraba correcto que en tiempos de persecución política se actuase con prudencia, pero en las circunstancias actuales, le molestaba, vuelvo a repetirlo, que sus discípulos actuasen como a  escondidas.

Con toda picardía, si no os gusta que aplique este calificativo al Señor, diré con astucia, consiguió que a cada uno le tocase decir que hacía en la vida, a que se dedicaba y aquella gente no pudo esconder su identidad. Hubo más de una sorpresa.

Algunos compañeros decían despues : si eran de los tuyos ¿por qué no lo habían dicho desde el principio? El Señor los miraba y sonreía, finalmente les dijo:

-No os enojéis ahora. Por la noche lo hablaremos.

Sí, aquella noche lo hablaron o más bien lo comentó Él.

No quiero ser como la policía, que debe investigarlo todo, respeto la interioridad de la persona, pero no me gusta que se oculte la propia singularidad. Que uno esconda que es portador de anticuerpos del sida, lo admito; que casi nadie sepa que uno de los compañeros es inspector de Hacienda, lo entiendo. Pero que uno sea reservado en el testimonio de su fe o de su vocación, lo repruebo totalmente. Yo lo dije un día: no se esconde una linterna bajo la cama. Lc 11,33

Hay que reconocer que en estos tiempos, entre nosotros no gustan los uniformes, ni las insignias, ni los privilegios sociales, la realidad íntima de los servidores del Reino no ha de ser algo que discrimine públicamente. Pero, para el bien de la humanidad, para que los hombres vivan en esperanza, han de tener noticia, han de saber con certeza, que aún hoy, hay gente ilusionada y que se entrega totalmente. Esta necesidad de testimonios espontáneos e ilusionados, es más necesaria hoy que nunca; observo con tristeza que se dice de estos, que son personas aburridas. Y pienso aburrida mi Iglesia, ¡qué horror! ¡Que se lo digan a los grandes aventureros del Reino, que han sido todos los Santos!

Recuerdo que leyendo un día “El libro de las Tierras vírgenes”  se decía en él que los miembros de la manada del Seeonee, en cuanto divisaban a alguien que podía ser de los suyos le gritaban: “tú y yo somos de la misma sangre”. Y a partir de aquí se establecía una buena relación de amistad. Mowgli la tenía tanto con Kaa, la boa, que vivía en lugares escondidos, como con chil, el milano, de suaves vuelos silenciosos por lo alto. Este saludo se lo decían los de la manda del Seeonee, pero no se lo decían ni a Shere-Kan, el malvado tigre, ni a la pérfida jauría de los perros jaros, feroces y crueles.

Muchas veces he pensado que saludar, que es entre otras cosas, una forma de identificarse, es un verbo que aparece en la Escritura 89 veces, y me he dicho: ¿cuántas veces esta gente saludará? Les tendré que decir que además de la Escritura, deben leer a Kipling, para vivir mejor en esta jungla, que es nuestro mundo? Tal vez a los de la Iglesia les tenga que decir que imiten a la manada del Seeonee. ¡Qué vergüenza deberían sentir!

Todos los que habían leído se rieron y se alegraron recordando las aventuras de Mowgli y también se regocijaron aprendiendo la lección. Y se juramentaron que siempre se presentarían y saludarían, que no esconderían a nadie quiénes eran y como pensaban, y, muy al contrario, se propusieron decir a todo el mundo alegremente, felizmente, que eran amigos del Señor y que invitarían a serlo a todos con los que se topasen en sus andaduras.