El Tabor

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: Tierra Santa

 

 

               Le llamamos monte, deberíamos llamarlo montañita si nos atuviéramos a su elevación: 588 m sobre el nivel del mar, 455 sobre la llanura de Jezreel (Esdrelón) desde la que se alza el promontorio. Su ubicación es excelente; el que viaja por Galilea, lo ve aunque no quiera, lo admira, aunque desconozca su simbolismo religioso.

 

            Se trata de un cerro alargado de poco más de un kilómetro de longitud, cubierta la falda de vegetación abundante, de robles, encinas y terebintos. En la actualidad para subir se utiliza una estrecha carretera, llena de curvas, que solo permite el tránsito de pequeños vehículos. Más de una vez ve uno gente joven que hace el camino a pie y siente envidia de no tener tiempo para subirlo de esta manera que fue, sin duda como lo hizo Jesús.

 

            El lugar fue asentamiento de cultos primitivos anteriores al asentamiento del pueblo israelita y de los que todavía quedan restos. Posteriormente, en la época de la conquista, en tiempo de los jueces, es cuando el lugar adquiere mayor protagonismo. Israel defendía sus sembrados con ardor y armas de bronce. Los cananeos les arrebataban sus cosechas gracias a que tenían el hierro con el que podían fabricar ligeros y rápidos carros. Desde la cima parece oírse todavía hoy el canto de Jael o el renquear desconfiado y decidido de Gedeón. Mirando bien uno cree ver al decrépito rey Saúl adentrándose en el domicilio de la nigromante de Endor y uno no sabe si reconocer el justo castigo que recibe quien no fue fiel a Dios, o compadecerse un poco de él como lo hizo la adivina.

 

            Se ve a lo lejos la villa de Naín, donde Jesús resucitó al hijo único de una viuda, Él que también era hijo único de viuda y que pronto habría de morir quiso ahorrar a la mujer lo que no evitaría para su madre. Se ve desde lo alto Nazaret y se divisan las montañas de Samaría y las malditas de Gelboé. Se ve también la baja Galilea, la del lago Kineret, e incluso, a lo lejos, el nevado e imponente Hermón.

 

            Un lugar fantástico este para un acontecimiento no menos fantástico: la transfiguración del Señor. Los Evangelios no nos dicen que fuese aquí, pero la tradición nos lo afirma casi unánimemente. Preside la cima una imponente basílica edificada en 1924, por el arquitecto Barluzzi, cuya fachada quiere recordar las tres cabañas que pretendía hacer  Pedro para los tres grandes personajes. No por imponente deja de ser lugar piadoso y que facilita la celebración cristiana. La decoración del majestuoso ábside abunda en dorados, al atardecer la luz penetra perpendicularmente a la superficie esférica que concentra sus rayos en el altar y así, en este caso, la evocación de la Transfiguración del Señor, facilita la fe en la transubstanciación que se verifica en la celebración de la misa sobre el ara.