Jericó

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: Tierra Santa

 

 

                Es esta una población muy singular. Tiene el privilegio de ser la ciudad mas baja de la tierra y poseer las ruinas más antiguas que se han encontrado. La famosa torre descubierta por los equipos de K.Kenyon, se data en el siglo VIII a. de C. El peregrino acostumbra a visitar Jericó cuando lo cruza en su viaje camino a Galilea, o viniendo de ella para subir a Jerusalén. A Jesús le ocurriría lo mismo. Se la llama Ciudad de las Palmeras por la gran cantidad de estas que uno ve a su alrededor. Hoy en día crecen junto a ellas diferentes plantas tropicales: papayas, mangos y aguacates y diversos cítricos que se han adaptado muy bien al clima peculiar y al terreno. Es una ciudad alegre, pese a estar rodeada de ruinas, de valor arqueológico algunas ya mencionadas, de triste recuerdo otras, consecuencia de las guerras palestino-israelíes. No se sabe cómo influirá en el clima humano, en la convivencia ciudadana, la reciente implantación de un casino, el único que existe en Israel y Palestina..

 

            Domina el paisaje un "tell" o colina formada artificialmente por diferentes estratos de sucesivas edificaciones. Fue en este yacimiento arqueológico donde se encontró la famosa torre de la que se ha hablado al principio. El peregrino busca algún indicio de las murallas que se derrumbaron a la llegada del pueblo escogido, después del largo éxodo por el desierto, pero no lo encuentra. Como en otras ocasiones deberá acudir a su imaginación, ya que ni los mismos historiadores podrían darle detalles fidedignos del suceso que tan minuciosa y gráficamente describe la Biblia.

 

            La fuente que purifico Eliseo, aquella que daba aguas malas, y el profeta echando sal en ellas logró que fueran potables, la puede observar todavía manando y utilizándose para el riego, pero sin ninguna distinción, sin ningún monumento que la diferencie y dando señales de abandono.

 

            El peregrino también busca un sicómoro para recordar al buen Zaqueo, aquel hombre de pequeña talla que no se avergonzó de subirse a un árbol, como lo pudiera hacer cualquier chiquillo travieso, y que gozó del privilegio de que el Señor acudiera a su casa. En el centro de la villa, en un cruce de gran visibilidad, encuentra un ejemplar grandioso, piensa al verlo en cómo se las arreglaría para subirse, si tal era la conformación de sus ramajes. Tampoco ve en él frutos, aquellos que picaba el profeta Amós, para que madurasen mejor y ayudarse con ello al poco jornal que recibiría de su condición de pastor. Si le interesa saber algo más, si quiere ver un ejemplar más típico, debe buscar en la iglesia ortodoxa, allí encontrará un hermoso sicómoro, con sus curiosos higos, semejantes a verrugas pegadas a sus ramas, de sabor más basto que el de los frutos de la higuera. Encontrará junto a él, encerrado en una especie de jaula, un árbol seco, que le dirán que es el del tiempo de Jesús, y hasta le venderán trocitos de su corteza. La iglesia que hay a su vera está dedicada a San Eliseo, el santo protector de Jericó por lo que se explicó de la fuente.

 

            Mirando hacia el oeste se ve la agreste pared y montaña que da comienzo al desierto de Judá. A medio flanco, cual si fuera un enorme gusano que la cruzara horizontalmente pegado a ella, divisa el peregrino el conjunto de edificaciones que forman el monasterio de la Cuarentena. El mismo día que se acude al lugar del bautismo de Jesús en el Jordán, es costumbre visitar también por la tarde este lugar. La tradición quiere que fuera precisamente aquí donde durante cuarenta días ayunó y oró el Señor.

 

            Por estos parajes, por la zona desértica que se extiende hacia el río, los antiguos peregrinos recogían una extraña plantita, la llamaban "Rosa de Jericó", los botánicos la llaman "Anastatica hierochuntica", y no es ninguna rosa, pero sí una fanerógama. Se trata de una especie de cogollito leñoso de no más de 6 o 7 cm, de donde pende una larga raíz. Aparentemente es una planta muerta. En su hábitat propio permanece así esperando la lluvia, que en el desierto se presenta de repente. Cuando cae el chaparrón, inmediatamente se abre esta especie de corola que forma la planta y deja caer las semillas que en un momento germinan y se anclan al terreno, creciendo rápidamente, para volver a cerrarse cuando tienen semillas, repitiéndose el ciclo sucesivamente. El peregrino la recogía y al llegar a su casa la introducía en un recipiente con agua en su interior, la planta engañada se abría rápidamente ante el asombro general, la llamaban la planta de la resurrección.

 

            Las grandes extensiones hacia el este le recuerdan al viajero que por aquí estuvo el Guilgal donde Josué planto las doce piedras, como testimonio de su entrada en la Tierra Prometida, ocurrieron por estos sitios muchos acontecimientos narrados en el Texto Sagrado. De Guilgal se habla 36 veces en la Biblia; de Jericó, 64 por lo menos. Pero el calor sofocante y la presión atmosférica agobian y el peregrino no pretende entretenerse, nadie se acuerda de preguntar dónde Jesús encontraría al ciego, o a los ciegos, que curó y querían seguirle, tampoco se interesan por la pequeña comunidad cristiana que vive en la ciudad. Jericó es lugar de paso, como lo fue siempre para Jesús.

 

            La última mirada la dirige el peregrino hacia el monte Nebo, que se divisa al Este, a unos 30 km. allí le parece distinguir todavía al viejo Moisés, aceptando fielmente la voluntad del Señor: poder ver desde la cima la Tierra Prometida, la tierra de sus sueños, sin poder pisarla. Nosotros, de muy inferior talla espiritual, somos más privilegiados que él.