Solemnidad: Natividad del Señor

Misa de la aurora.

San Juan 1, 1-18: Hoy celebramos el Nacimiento del Señor

Autor: José Portillo Pérez    

 

 

Hoy celebramos el Nacimiento del Señor. 

   Desde la media noche estamos celebrando un acontecimiento que hemos estado preparando durante el tiempo de Adviento, el cuál es la Encarnación del Hijo de Dios y su extraordinario Nacimiento. Dado que Jesús es nuestro Salvador personal, entendemos que, el hecho de celebrar su Natividad es muy importante, dado que ello nos ayuda a valorar el significado de la redención de la humanidad que fue llevada a cabo por el Mesías a su debido tiempo, pues, al valorar la realización del designio salvífico de Dios por medio de Jesús, nos hacemos más conscientes de que, a pesar de que no podemos ver a nuestro Padre común, Él ha llegado a amarnos con tanta intensidad, que ha permitido que su Hijo muera como si fuera un malhechor, con el fin de que comprendamos que Él, a pesar de que es Dios, comprende nuestra debilidad.

   Aunque Jesús vivió como un Hombre perfecto en el sentido de que no sucumbió bajo el efecto del pecado, nuestro Señor nació, creció, adquirió conocimientos vitales, y vivió como cualquiera de sus hermanos de raza. Sin embargo, aunque nuestro Señor no desobedeció a Dios, murió como cualquier descendiente de Adán, con el fin de exterminar a la muerte desde la entraña de la misma, así pues, de la misma forma que el Mesías resucitó  triunfante de entre los muertos, y aún no gozamos de la vida eterna, a su debido tiempo, Él concluirá el cumplimiento del designio salvífico de nuestro Padre común, así pues, cuando hayamos superado nuestras miserias actuales, sabremos que el Reino de Dios ha sido instaurado plenamente en nuestro suelo.

   Jesús se diferenció de cualquier hombre de todos los tiempos en que se abstuvo de pecar, y en que se dejó inspirar por el Espíritu Santo, de quien San Pablo escribió en su Carta a los Romanos: "Pues no recibísteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibísteis un espíritu de hijos  adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (ROM. 8, 15-16).

   El siguiente texto de Isaías nos recuerda la grandiosa obra que nuestro Señor llevó a cabo bajo la inspiración del Espíritu Santo:

"El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí,

por cuanto que me ha ungido Yahveh.

A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado,

a vendar los corazones rotos;

a pregonar a los cautivos la liberación,

y a los reclusos la libertad;

a pregonar año de gracia de Yahveh,

día de venganza de nuestro Dios;

para consolar a todos los que lloran" (IS. 62, 1-2).

   El hecho de vivir bajo la inspiración del Espíritu Santo llenó de gozo el corazón de Jesús, pero ello supuso para nuestro Señor la aceptación de la gran responsabilidad de cumplir cabalmente el designio salvador de Dios. A quienes sois padres no os es fácil el hecho de criar y educar a vuestros hijos, pero, cuando estos crecen, y se independizan, y con gran satisfacción comprobáis que han sabido labrarse un buen porvenir, no existe comparación alguna, entre el sufrimiento que os ha costado curarlos cuando han estado enfermos y consolarlos cuando han estado tristes, y el gozo que os embarga al comprobar que han sabido constituir familias cristianas, o que se han hecho religiosos, porque nuestro Padre común los ha destinado a servirlo fielmente. Igualmente, Jesús sufrió mucho durante su infancia cuando tuvo que afrontar la pobreza, y cuando vivió episodios históricos trágicos de su país tales como la rebelión de Judas el Galileo contra Roma. Jesús también sufrió como sólo el Dios perfecto puede hacerlo el rechazo que sus prójimos le manifestaron, y, finalmente, cuando fue ejecutado por deseo de la alta sociedad de su país, más allá de la tragedia que le supuso la pérdida de su vida, Jesús vislumbró en ello la conclusión de la realización del designio salvífico de nuestro Padre común.

   Quienes creen que la felicidad sólo se puede lograr alcanzando riquezas materiales, al leer la Pasión y muerte de nuestro Señor, sólo pueden ver en ello un suicidio inútil, sobre todo en los momentos en los que, a pesar de la humildad que lo caracterizaba, Jesús llegó a decir de Sí mismo que es Rey, no para vanagloriarse, sino para acelerar su ejecución. Son muchos los lectores que me preguntan por qué causa no se crucificó Dios Padre en vez de enviarnos a su Hijo para que muriera para demostrarnos la grandeza del amor de nuestro Padre común para con nosotros, así pues, yo les respondo a los mismos que, al saber más de amor nuestro Creador que nosotros, con tal de demostrarnos que nos ama mucho, vio más conveniente sacrificar a su Hijo, y contemplar el asesinato del mismo sin defenderlo, con tal que aprendamos que, más allá del odio que ha marcado a la humanidad, es posible amar incondicionalmente, para quienes desean alcanzar la plenitud de la felicidad.

   Los cristianos católicos no celebramos el Nacimiento de Jesús como si el mismo fuera un aniversario, pues la Navidad, -preludio de la Pascua de Resurrección-, es el tiempo de gracia y salvación para que demos testimonio de la grandeza que significa para los hijos del Dios Altísimo el hecho de saber que, aunque actualmente en el mundo existen muchas causas por las que los hombres sufren inmensamente, la humanidad ha sido redimida por Jesucristo, y predestinada por nuestro Criador a vivir en su presencia al final de los tiempos actuales, y al principio de una eternidad de dicha que hemos aprendido a esperar durante el tiempo de Adviento.

   En este día debemos aprender que Dios y su Palabra no están lejos de nosotros, pues San Juan escribió con respecto a Jesús: "Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, la que le corresponde como Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (JN. 1, 14).

   Aunque algunos de nuestros hermanos piensan que el Reino de Dios se hizo presente en el mundo cuando aconteció el Nacimiento de nuestro Señor, ello no puede ser considerado cierto, así pues, aún no se han cumplido todas las promesas bíblicas relativas al hecho de la superación de las razones por las que el mundo es víctima del dolor y del pecado. Jesús inauguró su Reino cuando fue ascendido al cielo después de su Resurrección y sus Apóstoles recibieron al Espíritu Santo en Pentecostés, así pues, aunque la creación de la Iglesia no supuso el hecho de que las citadas promesas se cumplieran, sabemos que la fundación de Cristo en la tierra aún no se ha perfeccionado totalmente. Al final de los tiempos, además de comprender mejor lo que ha sucedido hasta los días en los que nos ha tocado vivir, seremos perfeccionados sorprendentemente, hasta el punto de que se cumplirán las palabras bíblicas: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (CF. 1 COR. 2, 9).

   La Iglesia desea que durante el Adviento y la Navidad aumentemos nuestro conocimiento de Dios, pero debemos tener cuidado de no caer en el error de pensar que ese conocimiento, aunque puede mejorar la calidad de nuestra vida, nos hace conscientes de que Dios ha concluido su obra, de manera que ya no hará jamás nada más por nosotros, pues aún la Historia de la salvación sigue su curso, lo cuál nos insta a seguir creyendo que Jesucristo aún no ha concluido la plena instauración del Reino de Dios entre nosotros.

   Cual ejemplar esposo, padre, pastor o amigo Santo, en la trama de la Historia de la salvación, a través de la cual nuestro Santo Creador se ha aliado con los hombres para conducirlos a vivir en su presencia, Él ha cumplido puntualmente sus compromisos, aunque nosotros no siempre hemos sabido corresponder a su generoso amor. ¿Nos comprometeremos a partir de este instante en el que estamos leyendo esta meditación a ser buenos hijos de Dios?