VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 6, 17. 20-26:
La paradoja de las bienaventuranzas.

Autor: José Portillo Pérez    

 

 

  La paradoja de las bienaventuranzas.= 

   1. Los cristianos debemos vincularnos a la Iglesia para que se nos facilite el hecho de alcanzar la santidad. 

   Antes de escribir las meditaciones de Padre nuestro, me dirijo a nuestro Padre común en oración, para que el Espíritu Santo me ilumine, con el fin de que pueda transmitiros alguna idea que os pueda ser útil. Yo le digo a nuestro Padre común al comenzar a orar antes de redactar dichas meditaciones:

"Sean gratas las palabras de mi boca,

y el susurro de mi corazón,

sin tregua ante ti, Yahveh,

roca mía, mi redentor" (SAL. 19, 15).

   Uno de mis lectores se ha entretenido en bajar de alguna red de archivos p2p una colección de libros que no están firmados por ningún autor los cuales contienen interminables listas de acusaciones contra Dios, los autores de la Biblia y la Iglesia. Después de enviarme esa colección de libros y de folletos para mí tan poco fiable porque los mismos no están firmados por nadie que se atenga a las consecuencias de responder a dichas acusaciones, me ha escrito: "Por todo esto no creo ni en Dios ni en la Iglesia". Este hecho me ha hecho reflexionar mucho sobre la meditación que os presento en esta ocasión.

   Dado que quienes aceptamos una determinada religión mantenemos la creencia de que estamos poseídos por la verdad, necesitamos respetar a quienes no comparten nuestras creencias -esto no significa que vamos a actuar contra nuestra conciencia-, con el fin de no incurrir en el pecado de ser despóticos. Si muchos católicos vivimos vinculados a la Iglesia, ello sucede porque queremos vivir cumpliendo la voluntad de Dios en nuestra vida y en el ambiente en que vivimos. Buscar a Dios fuera de la Iglesia puede significar concebir una religiosidad muy débil incapaz de afrontar y confrontar las contradicciones a las que los cristianos practicantes sobrevivimos día a día. No debemos imaginarnos que Dios se adapta a nuestras necesidades ni confundir la fe que profesamos con una especie de humanitarismo generalizado, pues es necesario que dejemos que Dios sea Dios, y que conozcamos profundamente a nuestro Padre común, con el fin de que podamos responder las preguntas que nos planteamos muchas veces relativas al dolor, la muerte y el más allá, pues, de la respuesta a esos interrogantes, depende el hecho de que creamos en Dios o de que decidamos vivir sin fe en nuestro Padre común.

   Hace algún tiempo, me escribió uno de mis lectores: "Desde que leo tus meditaciones no asisto a ninguna Iglesia. El templo donde yo iba a Misa es frecuentado por gente muy rica que predica la pobreza y nada en la abundancia... Ya no voy a la Iglesia porque en la red tengo lo que necesito leer y porque así no tengo que darle explicaciones a nadie de lo que creo, cosa que no le importa tampoco a nadie".

   Si no queremos tener una religiosidad subjetiva, -es decir, si no queremos ser creyentes cuando necesitamos a Dios y renegar de nuestro Padre común cuando tengamos que defender nuestras creencias ante quienes las rechazan-, una de las cosas que tenemos que hacer, es rodearnos de fieles cristianos en la Iglesia, pues, el siguiente texto bíblico, aunque fue escrito para quienes estamos casados, explica la necesidad que tenemos de no separarnos de la fundación de Cristo:

   "Más valen dos que uno solo, pues obtienen mayor ganancia de su esfuerzo. Pues si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo que cae!, que no tiene quien lo levante. Si dos se acuestan, tienen calor; pero el solo ¿cómo se calentará?" (ECL. 4, 9-11).

   Si no nos rodeamos de hermanos en la fe que nos animen cuando tengamos la sensación de que creer en Dios no tiene sentido, ¿quién nos devolverá la fe perdida? Es necesario que tengamos en cuenta que los miembros de la Iglesia deberíamos estar tan unidos como si viviéramos bajo un mismo techo.

   Como lamentablemente no estamos vinculados como deberíamos estarlo, en muchas ocasiones se cumple en nosotros el siguiente texto del libro de los Proverbios:

"Los hermanos del pobre le odian todos,

¡cuánto más se alejarán de él los amigos!" (CF. PR. 19, 7).

   Muchos de nuestros hermanos, aunque se preparan convenientemente para trabajar y constituir familias, no alimentan su espíritu, de manera que, el vago recuerdo que les queda de su instrucción catequética de la infancia, no les es suficiente para responder las cuestiones mencionadas anteriormente desde la óptica de nuestra fe, por lo cual, en vez de instruirse en el conocimiento de nuestras creencias, prefieren conformarse con una fe débil que, según se enfrentan a sus experiencias vitales, al no ser debidamente fortalecida, se debilita hasta extinguirse.

   Al invitar a los cristianos que no son practicantes a vincularse a la vida de la Iglesia, no pretendo decir que los que nos consideramos practicantes somos perfectos, pues sabemos que debemos mejorar en algunos aspectos de nuestra vida, y tenemos la costumbre de dejar que la Palabra de Dios contenida en la Biblia lea lo que hay en nuestros corazones, para que, al descubrir ante Dios las preocupaciones y alegrías de nuestra vida ordinaria, podamos adaptarnos al fiel cumplimiento de la voluntad de nuestro Padre común. Lejos esté de nosotros, -a pesar del deber que tenemos de predicar la Palabra de Dios con el fin de aumentar el número de los hijos de la Iglesia-, el deseo de darle lecciones a nadie para presumir de que el mundo tiene que arrodillarse ante nosotros, porque somos propietarios de la verdad. La gran mayoría de los cristianos practicantes no somos grandes ejemplos de perfección absoluta, pero, a pesar de ello, intentamos dar testimonio de la profesión pública y privada de nuestra fe, con el fin de que quienes nos rodean vean que es posible creer en Dios en un mundo en el que muchas veces tenemos la impresión de que nuestros valores están predestinados a desaparecer. 

   2. ¿En qué sentido son bienaventurados los pobres? 

   Jesús nos dice en el Evangelio de hoy:

   "«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios"" (CF. LC. 6, 20).

   En uno de los libros que no están firmados por nadie que me ha enviado uno de mis lectores, he leído que la religión predicada por Jesús no es más que una mera ilusión para hacer que los pobres, al pensar en la conclusión del establecimiento del Reino de Dios entre nosotros que acontecerá al final de los tiempos, eviten el hecho de pensar en sus dificultades. Esta acusación carece totalmente de sentido, así pues, quienes realmente necesitan comer, ropa para vestirse y un techo bajo el que cobijarse, saben perfectamente que nadie les va a solucionar sus problemas por más que lean la Biblia. Nadie ignora que en el libro de los Proverbios se afirman con respecto a los pobres verdades como las siguientes:

"La fortuna del rico es su plaza fuerte,

la ruina de los débiles es su pobreza.

El salario del justo es para vivir,

la renta del malo es para pecar" (PR. 10, 15-16).

"Incluso a su vecino es odioso el pobre,

pero son muchos los amigos del rico.

Quien desprecia a su vecino comete pecado;

dichoso el que tiene piedad de los pobres" (PR. 14, 20-21).

"Todos los días del pobre son malos,

para el corazón dichoso, banquetes sin fin.

Mejor es poco con temor de Yahveh,

que gran tesoro con inquietud.

Más vale un plato de legumbres, con cariño,

que un buey cebado, con odio" (PR. 15, 15-17).

   Los cristianos deberíamos aplicarnos el siguiente relato, con el fin de aprender que, si viviéramos unidos como verdaderos hermanos, podríamos vencer todos los tipos de pobrezas existentes:

 

"Hubo una vez, hace muchos años, un país que acababa de pasar una guerra muy dura. Como ya es sabido las guerras traen consigo rencores, envidias, muchos problemas, muchos muertos y mucha hambre. La gente no puede sembrar, ni segar, no hay harina ni pan.

Cuando este país acabó la guerra y estaba destrozado, llegó a un pueblecito un soldado agotado, harapiento y muerto de hambre. Era muy alto y delgado.

Hambriento llegó a una casa, llamó a la puerta y cuando vio a la dueña le dijo:

-Señora, ¿No tenéis un pedazo de pan para un soldado que viene muerto de hambre de la guerra?

Y la mujer le mira de arriba a bajo y responde:

-Pero, ¿Estás loco? ¿No sabes que no hay pan, que no tenemos nada? ¡Cómo te atreves!

Y a golpes y a patadas lo sacó fuera de la casa.

Pobre soldado. Prueba fortuna en una y otra casa, haciendo la misma petición y recibiendo a cambio peor respuesta y peor trato.

El soldado casi desfallecido, no se dio por vencido. Cruzó el pueblo de cabo a rabo y llegó al final, donde estaba el lavadero público. Halló unas cuantas muchachas y les dijo:

-¡Muchachas! ¿No habéis probado nunca la sopa de piedras que hago?

Las muchachas se mofaron de él diciendo:

-¿Una sopa de piedras? No hay duda de que estás loco.

Pero había unos niños que estaban espiando y se acercaron al soldado cuando éste se marchaba decepcionado.

-Soldado, ¿te podemos ayudar? Le dijeron.

-¡Claro que sí! Necesito una olla muy grande, un puñado de piedras, agua y leña para hacer el fuego.

Rápidamente los chiquillos fueron a buscar lo que el soldado había pedido. Encienden el fuego, ponen la olla, la llenan de agua, lavan muy bien las piedras y las echan hasta que el agua comenzó a hervir.

-" ¿Podemos probar la sopa?" preguntan impacientes los chiquillos.

-¡Calma, calma!.

El soldado la probó y dijo:

-Mm... A ¡Qué buena, pero le falta una pizquita de sal!

-En mi casa tengo sal -dijo un niño. Y salió a por ella. La trajo y el soldado la echó en la olla.

Al poco tiempo volvió a probar la sopa y dijo:

-Mm... ¡qué rica! Pero le falta un poco de tomate.

Y un niño que se llamaba Luis fue a su casa a buscar unos tomates, y los trajo enseguida.

En un periquete los niños fueron trayendo cosillas: patatas, lechuga, arroz y hasta un trozo de pollo.

La olla se llenó, el soldado removió una y otra vez la sopa hasta que de nuevo la probó y dijo:

-Mm... es la mejor sopa de piedras que he hecho en toda mi vida. ¡Venga, venga, id a avisar a toda la gente del pueblo que venga a comer! ¡Hay para todos! ¡Que traigan platos y cucharas!

Repartió la sopa. Hubo para todos los del pueblo que avergonzados reconocieron que, si bien era verdad que no tenían pan, juntos podían tener comida para todos.

Y desde aquel día, gracias al soldado hambriento aprendieron a compartir lo que tenían"

(Desconozco el autor de este relato). 

   Dios quiere que todos seamos esos pobres de los que Jesús nos habla en sus bienaventuranzas. Independientemente de que seamos pobres o de que nademos en la abundancia, Dios quiere de nosotros que seamos sencillos. Las mejores ocasiones para demostrarnos que realmente somos los bienaventurados mencionados por Jesús, son aquellas en las que tenemos que optar por cumplir la voluntad de Dios o por pecar. Veamos algunos ejemplos de ello: 

   -Una chica o una mujer, piensa: Amo a mi novio y cada día estoy más segura de que él también me ama. Él me ha dicho que si no le demuestro mi amor manteniendo relaciones sexuales con él me dejará. Sé que mantener relaciones sexuales antes de casarnos es un pecado, pero, ¿qué hay de malo en ello? ¿No nos ha dado Dios el cuerpo para que nos manifestemos el amor que sentimos? Si nos amamos, ¿qué hay de malo en el hecho de que nos manifestemos el amor que sentimos? Mi novio es muy bueno y nunca me ha pedido nada. Siempre ha sido muy cariñoso conmigo. 

   La chica (o la mujer) que se plantea estas dudas, debería pensar: ¿Cómo puedo ser tan ingenua para creer que verdaderamente me ama un hombre que ni siquiera es capaz de esperar a casarse conmigo para que podamos mantener relaciones sexuales sin pecar? Si mi novio aún cuando no estamos casados tiene la pretensión de convertirme en un objeto causante de placer, ¿qué pensará hacer de mi vida cuando nos casemos?

   Si la chica o la mujer supuesta no obedece el mandamiento bíblico y eclesiástico de mantenerse casta, quizá tendrá la experiencia de un embarazo no deseado, la amarga vivencia de un aborto y la ruptura de su relación de noviazgo. En el caso de que no se produzca el embarazo, existe la probabilidad de que su relación no sea estable por mucho tiempo, dado que el valor de la fidelidad entre novios y cónyuges se está extinguiendo. 

   -Un hombre casado, reflexiona: Hace mucho tiempo que tengo problemas convivenciales con mi mujer. Hace algún tiempo me enamoré de mi secretaria y he tomado la decisión de convivir con ella. ¿Qué hay de malo en que yo me separe de una mujer con la que lo único que hago es sufrir? ¿No se lee en la Biblia que Dios es amor? ¿Qué hay de malo en el hecho de que yo pueda ser feliz con mi secretaria? 

   El hombre de este segundo ejemplo debería pensar que dicha separación en sí es amarga, que va a dejar deshecho su hogar, que va a tener que mantener a hijos de dos mujeres, que va a tener que vivir periodos de rencor innecesario, que van a existir rencores eternos entre los hijos de las dos mujeres, etcétera. 

   -Una señora cristiana, piensa: Tengo una necesidad de dinero muy urgente. Podría solucionar mi problema accediendo a salir con mi jefe hasta que él se canse de mí. A mi jefe le gusta cambiar mucho de pareja, así que esa situación no sería prolongada por mucho tiempo.

   La mujer de este ejemplo debería pensar que existe una gran probabilidad de que la estabilidad económica que espera conseguir  sea disfrutada por otra mujer, por lo que ella, además de continuar con sus problemas económicos -si es que no pierde el empleo-, tendrá que vérselas con su conciencia, en el caso de incumplir el mandamiento de mantenerse casta dentro de su situación actual. 

   La vida cristiana, que parece muy difícil si no la vemos con optimismo, se explica perfectamente con el siguiente ejemplo: 

   -Soy una señora de treinta años que siempre he visto frustrados los intentos que he hecho para perder todos los kilos que me sobran. Mañana empezaré nuevamente mi dieta de verduras, pero ahora mismo me voy a tomar un helado de chocolate... Estoy pensando que, los escasos minutos de placer que me proporcionarán ese helado, pueden costarme muchos días de sacrificio comiendo verduras, pues, si no adelgazo rápidamente, olvidándome de las más de 1000 calorías del helado en que estoy pensando, me desanimaré pensando que soy incapaz de perder los kilos que me sobran, por lo que probablemente dejaré mi dieta otra temporada. 

   La pobreza espiritual de la que nos habla Jesús, debe cambiar la forma de vivir que tenemos, pues vivimos en una sociedad en la que nos hemos acostumbrado a hablar de "mi casa", "mi familia", "mi trabajo", "mi coche", "mis amigos", etcétera, mientras que nuestra fe nos enseña a considerar la siguiente reflexión: 

"En una de las salas de un salón de clase en un colegio privado, había varios estudiantes, cuando uno de ellos le preguntó de improvisto a la maestra lo

siguiente:

"Maestra, ¿qué es el amor?

La maestra sintió dentro de su ser que el estudiante merecía una respuesta a la altura de la pregunta inteligente que hiciera delante de los demás estudiantes

del salón.

Como ya estaban casi en la hora del recreo, la maestra le pidió a cada estudiante que diera una vuelta por el patio de la escuela y trajese lo que más

despertara en ellos el sentimiento de amor profundo.

Los estudiantes salieron apresurados al recreo, y cuando volvieron la maestra les dijo lo siguiente: "Quiero que cada uno de ustedes muestre lo que trajo

consigo al resto del salón de clases".

El primer estudiante dijo lo siguiente: "Yo traje está magnífica y floreada flor, ¿no es linda y hermosa?

El segundo estudiante habló y dijo lo siguiente: "Yo atrapé está hermosa mariposa. Vea el colorido de sus alas, la voy a colocar en mi colección de mariposas

que tengo en mi casa.

El tercer estudiante dijo también lo siguiente: "Yo vi en un árbol un nido con este pichón de pajarito. Se cayó del nido con otro hermanito, ¿no son graciosos

y hermosos?

Y, así cada uno del resto del estudiantado, fueron colocando en la mesa lo que habían recogido en el patio de la escuela.

Terminada la exposición de cada uno de los estudiantes en el salón de clases, la maestra notó con preocupación que había una estudiante que no había traído

nada, y que se había quedado todo el tiempo callada sin decir ninguna palabra. Ella estaba avergonzada, pues nada había traído para la exposición.

La maestra entonces se dirigió apresuradamente hacia la estudiante y le preguntó lo siguiente: "Muy bien, ¿ y por qué no has traído nada? Y, la estudiante

entonces tímidamente le contestó a la maestra lo siguiente:

"Disculpe maestra. Vi la hermosa y maravillosa flor, pensé en arrancarla, mas preferí dejarla en su lugar, para que su perfume exhalase más tiempo y envolviera

el lugar de aroma. Vi también la mariposa con sus múltiples colores maravillosos, suave colorida, ella parecía tan feliz y contenta que no tuve el coraje

ni el valor de aprisionarla en mis manos. Vi también al pequeño pichoncito caído en la tierra entre las hojas, pero....al subir al árbol, noté el mirar

triste de su madre, y preferí devolverlo junto a su otro hermanito al nido.

Por lo tanto maestra, traigo conmigo el perfume de la flor, la sensación de libertad de la mariposa que vuela libre por los aires, y la eterna gratitud

que sentí en los ojos de la madre de los pajaritos.....¿Cómo puedo mostrar lo que traje?

La maestra entonces entendió el gran mensaje de su alumna, y le puso la nota más alta, pues ella fue la única estudiante que percibió dentro de sí misma,

que...."Sólo podemos hallar el Amor en el corazón"!!"

(Desconozco el autor de este relato). 

   3. ¿Cómo sacia Jesús el hambre espiritual de sus pobres? 

   Jesús nos dice en el Evangelio de hoy:

   "Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados" (CF. LC. 6, 21).

   Si interpretamos literalmente las palabras de nuestro Señor, al pensar que las tales se refieren a los pobres, nos preguntamos: ¿Por qué no cumple Dios la promesa de saciar a los pobres? Para entender el texto bíblico que estamos meditando, nos es imprescindible leer el siguiente texto de San Mateo:

   "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados" (MT. 5, 6).

   Según hemos visto en los ejemplos anteriores relacionados con la obediencia a Dios y el hecho de caer en el pozo del pecado, la vida cristiana se contradice con la impaciencia que se extiende entre los habitantes de los países desarrollados, pues muchos de los tales adaptan su vida de forma que quieren alcanzar grandes metas en el mismo tiempo que pulsan una tecla del mouse de su ordenador o cambian de cadena de televisión, lo cual es totalmente imposible. Nuestra vida cristiana es muy rica en beneficios para quienes la aceptamos, pero, exceptuando el gozo de cumplir la voluntad de Dios, los citados frutos se perciben a largo plazo. Supongamos que un profesor es contratado por un matrimonio que desea que sus hijos sean buenos estudiantes y gente de provecho en el futuro. Es normal que el citado profesor se sienta recompensado por su esfuerzo a la medida que sus alumnos progresan en sus estudios y no lo haga antes de empezar a impartirles clases a los mismos.

   Afortunadamente para nosotros, los Santos no nacen, se hacen, porque, si los Santos nacieran, por causa de nuestra imperfección, no tendríamos la esperanza de vivir algún día en la presencia de Dios, sin que necesitáramos la fe para creer que nuestro Padre común existe. Fijaos en un detalle. Jesús le perdonó sus pecados a un paralítico y lo curó de su enfermedad (MC. 2, 1-12). A continuación (vs. 13-17), no sólo le perdonó sus pecados al recaudador de impuestos Mateo, sino que lo convirtió en uno de los Doce Apóstoles. Por su oficio, Mateo tenía más probabilidad de ser moralmente peor que el paralítico anteriormente mencionado, pero Jesús le dio una mejor posición que al citado enfermo, en cumplimiento de las palabras de San Pablo:

   "Cuanto más creció el pecado, tanto más abundante fue la gracia de Dios" (CF. ROM. 5, 20).

   ¿Quién le confiaría la administración de sus posesiones a un reconocido ladrón? Jesús le concedió la administración del dinero del Colegio Apostólico a Judas Iscariote, uno de los Doce que, además de ser ladrón, vendió al Mesías, para que sus enemigos pudieran tratarlo como a un esclavo, ya que los hombres libres tenían derechos de los que estaban privados los carentes de libertad.

   ¿Quién le confiaría la ejecución de su obra a un hombre que anteriormente le hubiera negado? A pesar de que el Apóstol San Pedro negó a Jesús cuando nuestro Señor fue prendido en el huerto de Getsemaní, Jesús constituyó a Simón Papa de su Iglesia.

   Si circunstancialmente somos calumniados, o si sufrimos alguna circunstancia por la que creemos que somos perfectos inútiles, o si cometemos un pecado tan grave como para después de recapacitar llegar a creer que somos imperdonables, no debemos creer que no tenemos valor para Dios, pues nuestro Padre común quiere que nos apliquemos las palabras de San Pablo:

   "Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (CF. 2 COR. 12, 9).