“La muerte es chica”
En la Beatificación del mártir cristero José Luis Sánchez del Río.

Autor: Padre Juan Pablo Ledesma, L.C.

 

 

Parece que la historia de México siempre se ha escrito con sangre. En 1913 había estallado la Revolución mexicana. Ya desde 1911 se fraguaba, cuando Francisco Madero sucedió al legendario Porfirio Díaz- quien se había mantenido en le Gobierno durante 30 años- y ensayó un intento de democracia. Madero moriría poco después, asesinado, en 1913. Es entonces cuando comienza la turbulenta Revolución Mexicana con sus legendarias figuras que han llenado novelas, canciones y pantallas de cine: Pancho Villa en Chihuahua; Obregón en Sonora y Emiliano Zapata en el estado de Morelos.

México se convirtió, entonces, en un volcán, en un escenario sangriento. Años difíciles para la Iglesia y para el pueblo. Se vivía en continua inseguridad en medio de un fuego cruzado. El general Carranza, entonces en el poder, promulgó en 1917 una constitución con encendidos acentos anticatólicos. Una constitución contra el sentir del pueblo. Aunque Pancho Villa y Zapata ya habían sido apartados de la escena, el ambiente reinante era de inseguridad. 

Corrían entonces los Años Veinte. Entramos de lleno en el México revolucionario. El escenario ahora son los cristeros: padres de familia, jóvenes que abandonaban sus casas y sus tierras para defender la libertad de la Iglesia católica y que morirían al grito de ¡Viva Cristo Rey! El grito de la sangre de los mártires cristeros. El Gobierno responde con el cierre de las iglesias. Muchos de los sacerdotes serán procesados. En alguno de los estados, el gobernador amenaza con fusilar a toda persona que presente sus hijos a bautizar, busque contraer matrimonio religioso o simplemente escuche una predicación. Los obispos insistirán en la vía del diálogo, pero al pueblo, mientras tanto, se le agota la paciencia y toma las armas. Cristeros, les llamarán los federales, que los oirán morir al grito de ¡Viva Cristo Rey! La guerra durará tres años

José o José Luis Sánchez del Río era oriundo de Sahuayo, Michoacán. (José era su nombre de bautismo. José Luis le decían sus amigos y así será conocido en las tropas cristeras). Desde niño y, queriendo imitar a sus dos hermanos mayores, también él quería ser cristero: «Acépteme con los cristeros, tengo trece años, no sé manejar el rifle, pero puedo quitar las espuelas a los soldados, puedo quitar las monturas a los caballos, puedo freír frijoles, yo quiero estar ahí» . 

José ardía en deseos de defender su fe, de ganarse el cielo, de demostrar a Jesucristo y a la Iglesia su amor. Sabía que su vida estaba en juego, que se encaminaba al martirio. Libremente, por amor. ¿Por qué? ¿De dónde le había nacido este ideal? Quizás por el recuerdo y el testimonio de Anacleto González Flores (1888-1927), -que ahora será beatificado junto con él- enotnces líder de la llamada “Unión Popular” que había derramado su sangre por defender su fe católica. A José le impactó fuertemente este ejemplo. Quería, soñaba ser como él. Por eso hizo una peregrinación a la tumba del mártir Anacleto.Ante sus restos, rezó y se atrevió a pedirle la gracia de ser cristero y mártir, de morir por Cristo como él. 

De regreso a Sahuayo, José quería convercar a su mamá, temerosa de perderlo, y le repetía: «Nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora» . Finalmente y por la insistencia le permitieron partir. 

Se arroló en las tropas cristeras en el verano de 1927. Hasta que un día… cerca de Quitupan (Michoacán), en la montaña, se había entablado una batalla entre el ejército federal y los cristeros. Hubo muchas bajas. Se escucharon gritos de júbilo y el toque de retirada. Una bala hirió la montura del general cristero. José, al verlo, corrió para ofrecerle su propio caballo. Le insistió: «Mi general, aquí está mi caballo. Sálvese usted, aunque a mí me maten. Yo no hago falta y usted sí» . El general, confiando en que respetarían la vida del muchacho, montó y así logró escapar. El adolescente fue hecho prisionero. En una carta a su familia, escribió aquel día: 
«Cotija, lunes 6 de febrero de 1928.

Mi querida Mamá: 

Fui hecho prisionero en combate este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir, pero nada importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios, yo muero muy contento, porque muero en la raya al lado de Nuestro Señor.
No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica; antes, diles a mis otros hermanos que sigan el ejemplo del más chico y tú haz la voluntad de Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre.
Salúdame a todos por última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de morir deseaba. 
José Sánchez del Río » . 

Al día siguiente, martes 7 de febrero, los dos prisioneros fueron conducidos de Cotija a Sahuayo. Los pusieron a disposición del diputado federal Rafael Picazo Sánchez, anteriormente amigo y vecino de la familia Sánchez del Río y también padrino de José. Ahora, sin embargo, corrían otros aires.

Al lado de José un joven compañero de prisión temía la muerte. José lo consoló, le dio ánimos: «No te hagas para atrás; duran nuestras penas mientras cerramos el ojo» . Y por aquellos días se escuchaba su voz que cantaba desde el lugar de su encierro, el baptisterio de la Iglesia principal de Sahuayo: «Al cielo, al cielo, al cielo quiero ir...» . 

Es la primera noche de prisión en la parroquia de Santiago, José vio en el altar gallos de pelea. Habían profanado el templo parroquial. Se le ocurre una idea: acabar con esos gallos. Pensando en las consecuencias de tanto atrevimiento, decía: ¿Qué importa? La muerte es chica. 

Ni los ruegos ni el oro, ni las amistades lograron convencer a Don Rafael Picazo. Sólo si José apostata y reniega de su fe en Cristo, se le perdonará la vida. Pero José no dudó. Tuvo tiempo para escribir unas últimas líneas: 

«Sahuayo, 10 de febrero de 1928.

Sra. María Sánchez de Olmedo.

Muy querida tía:
Estoy sentenciado a muerte. A las 8 y media se llegará el momento que tanto, que tanto he deseado. Te doy las gracias por todos los favores que me hiciste, tú y Magdalena.
No me encuentro capaz de escribir a mi mamacita, si me haces el favor de escribirle a mi mamá y a María S. 
Dile a Magdalena que conseguí con el teniente que me permitiera verla por último. Yo creo que no se me negará a venir.
Salúdame a todos y tú recibe, como siempre y por último, el corazón de tu sobrino que mucho te quiere y verte desea.
¡Cristo vive, Cristo, reina, Cristo impera! ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!
José Sánchez del Río que murió en defensa de su fe.
No dejen de venir. Adiós » .

Un piquete de soldados lo sacó fuera de la prisión. Le tallaron las plantas de los pies con un cuchillo y, con las plantas sangrando, se lo llevaron caminando al cementerio. El cortejo de muerte dejó la calle Constitución y se adentraron en el cementerio municipal. Era muy noche. A las afueras del cementerio, fuera del cancel había varias personas siguiendo a distancia la ejecución. 

Llegado el momento, el jefe de los asesinos dio la orden de apuñalar a José, para evitar que se escucharan los disparos en Sahuayo. Los clavaron sus puñales en el pecho, en la espalda, en el cuello... A cada puñalada, José gritaba con más fuerza: -¡Viva Cristo Rey! 
Luego el jefe de la escolta gritó un: -¡Basta! Se acercó a José y le preguntó con crueldad: -¿Quieres que le digamos algo a tu papá? José respondió: -¡Que nos veremos en el cielo! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe! En ese momento “el Zamorano” enfurecido y rabioso, fuera de sí, sacó su pistola y le disparó a quemarropa detrás de la oreja derecha. José cayó bañado en sangre diciendo su última profesión de fe. Eran las once y media de la noche del viernes 10 de febrero de 1928. 

En 1954 lo exhumaron y lo depositaron en la cripta de los Sagrados Corazones. En 1996 nuevamente fueron trasladados los restos mortales de José Sánchez del Río a la Parroquia de Santiago Apóstol. Actualmente allí se encuentra, a un costado del baptisterio, en una urna de madera sostenida por dos columnas de madera. Hay muchas flores sobre su tumba.

Un jovencito que lo conoció de niño, el P. Marcial Maciel, no puede olvidar la huella que dejó en su corazón tan grande testimonio de fe y de amor: «Desde luego que esto no se explica por el hecho de que el niño era valiente; se explica porque Dios le dio la gracia del martirio, le dio la fortaleza. Un niño de 14 años ante las bayonetas, ante los rifles, se pone a temblar y dice lo que quieras antes de que le peguen un tiro. Pero este no. ¡Viva Cristo Rey! fue su último grito y cayó acribillado.Yo le decía a nuestro Señor: ¿Por qué a él lo escogiste para mártir y a mí me has dejado? Yo tenía mucha envidia de este amigo porque él había podido dar su vida por Cristo. Ese es uno de mis recuerdos en los que algunas veces pienso, porque es un testimonio de lo que es el verdadero amor a Cristo, hasta dar su vida por El... verlo morir por Él, es algo que realmente no se puede borrar» .

Ahora la Iglesia lo beatifacará como mártir. Es verdad que el martirio es una gracia: un don. Pero también hay que reconocer que todo bautizado está también llamado al martirio de las virtudes: «El martirio es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor. Y, si es don concedido a pocos, sin embargo, todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» .

Martirio que es pasión. Y en nuestras vidas de cristianos significa pasión de amor por Cristo; desprendimiento radical y total de nosotros mismos. Pasión de amor por el prójimo, en la donación total y permanente a los demás, viviendo la caridad heroica, a ejemplo de Cristo y de los primeros cristianos. Pasión de amor por la Iglesia, en la lucha diaria por extender su reino con el testimonio audaz y heroico de nuestra fe. 

Así murió José Luis, derramando su sangre por Cristo, por defender su fe, por ser fiel a su Amigo. Prefirió morir antes que traicionar a su mejor Amigo, a Jesucristo. Él murió por la fe y otros viven hoy por esa fe. En Roma, el 22 de junio de 2004, su Santidad Juan Pablo II aprobó y mandó firmar el decreto por el que José Sánchez del Río, Anacleto González y otros 12 compañeros mártires serían reconocidos como “venerables”. Y así, por deseo del Papa Benedicto XVI, el 20 de noviembre de 2005, en Guadalajara, la Iglesia lo elevará a la gloria de los altares en una solemne ceremonia de beatificación.