Experiencias de un misionero

Autor: Padre Juan Pablo Ledesma, L.C.

 

 

            Hace ya muchos años, allá por 1646, Arizpe era la capital de un inmenso territorio en el norte de México, tan grande en extensión como Italia. La corona española embarcó soldados y misioneros. Las armas de los primeros sirvieron para aplacar a los Apaches, la raza más agresiva y hostil de las cuarenta tribus que poblaba esta zona norteña. Al grupo de misioneros jesuítas, se sumaron algunos italianos. Entre ellos, todavía hoy se conoce la fama del infatigable padre Kino, famoso e intrépido misionero que era capaz de recorrer a caballo más de 100 kilómetros para auxiliar a un moribundo. Su recuerdo sigue prestando nombre a playas y calles, y da vida a historias y leyendas. Otro memorable misionero siciliano fue el Padre Juan Bautista de la Saeta. De boca en boca se cuenta la historia del Cristo de la saeta... Cierto día los Apaches saquearon una guarnición española y fueron castigados. En represalia, los pieles rojas atacaron sin piedad todos los poblados que encontraban a su paso, matando y destruyendo. Llegaron a una misión. Allí el P. Juan Bautista, amigo de todos los indios, los recibió con los brazos abiertos. Los temibles Apaches respondieron con sus arcos y flechas. Una a una, le clavaron más de veinte saetas. Agonizando y desangrado, el misionero se arrastró hasta  el crucifijo de la misión. Era una talla de gran tamaño, esculpida por los indios órapas. Se abrazó a él. Y murió así, mezclando su sangre con la del Cristo. Este Cristo se conserva hoy en Arizpe. Con los años, la misión de Sonora continuó aportando numeros hijos a la Iglesia, hasta la expulsión de los jesuítas. Hoy día esta región es famosa por el elevado consumo de cerveza, por el contrabando de droga y por las minas de La Cananea.

 

            Tengo que confesar que ser misionero ha sido siempre la ilusión de toda mi vida. De niño fue el sueño que me cautivó y que encendió en mí la llama de la vocación. Yo quería ser sacerdote para ayudar a los demás, para hacer algo que valiera la pena. Alguna vez me imaginé convertido en otro San Francisco Javier en las Indias: con el brazo dolorido por tanto bautizar, agotado de confesar, de predicar, de enseñar el catecismo, sin tiempo de comer, sin poder descansar porque todos acudían a mí en busca de consuelo, de consejo o de ayuda. He meditado mucho la última voluntad de Cristo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio” y también el ejemplo y testimonio de tantos hombres y muejres de  bien me han arrastrado. Estimo sobremanera a Madre Teresa. Ella hablaba de su vocación como un: “Salir. Ir. Partir”. Un dejarse y dejarlo todo para seguir a Cristo en bien de los hermanos, porque eso llena el alma y hace feliz.

 

            Con estos deseos dejamos atrás Roma. En Madrid fui a una capilla del aeropuerto. Allí encontré una imagen gigantesca de la Virgen de Guadalupe. A Ella le encomendé estas misiones, porque Ella es la emperatriz de América y había asistido a los misioneros en la primera evangelización del continente. Me parecía escuchar, cinco siglos después, las mismas palabras que le dirigió a San Juan Diego: “¿Qué tienes que temer? ¿No estoy yo aquí que soy tu madre?

 

            En el avión, los periódicos nos servían noticias de ataques y de guerra. Los hombres se quitaban la vida unos a otros. Mi misión –pensaba yo- durante esta Semana Santa es la de dar la Vida. Se trata de dar sentido a muchas vidas. Iba con la conciencia de ser instrumento en las manos de Dios. Iba a un lugar desconocido, pero lleno de confianza, sabiendo que Otro iba a actuar. No sería yo, sino Él por medio de mí. Yo, un títere, un juguete, un hilo en las manos de Dios.

 

            Atrás quedaban Europa, el Océano Atlántico y la ciudad de México. Otro avión nos trasladó a Hermosillo. El cambio de horario, de comidas, de presión atmosférica, de aire se hacían notar. Son las primeras tentaciones del misionero: el pensar más en uno mismo que en los demás; el quedarse en esas cosas secundarias para distraerse de lo importante y esencial.

 

            El Señor Obispo de Hermosillo, Monseñor José Ulises, celebró la misa de envío. Instituyó entre los jóvenes algunos ministros extraordinarios de la Eucaristía y nos bendijo. Emocionado, nos invitaba a todos, a sacerdotes y familias misioneras, a secundar el deseo del Papa de llevar el Evangelio, de testimoniar a Cristo con nuestra vida. Al final de la misa preguntó el número total de misioneros, impresionado por la gran cantidad de familias, chicos y chicas que veía alrededor.

 

            Al día siguiente emprendimos la marcha. Me acompañaban dos fieles colaboradores: Nacho de Vivar, un joven consagrado del Regnum Christi, y Toño Martínez, un estudiante que además de haberle dado a Cristo dos años de su vida, había participado ya en otras misiones y conocía el lugar como la palma de su mano. Nuestro destino inicial era la ciudad de Arizpe.

 

            La todoterreno avanzaba. La primera impresión fue la de toparme con una tierra casi virgen, inhóspita, en medio de una sierra desértica. Un paisaje casi lunar. Grandes montañas en la lejanía y desierto a ambos lados de un camino rural, asfaltado como carretera, donde algunas cruces mostraban el lugar en que tantas personas habían perdido sus vidas. Sobre el color arenoso de la tierra se asoman algunos paisajes verdes. Allí, entre esas solitarias arboledas, en el cauce del río –me decía Toño- viven las personas. No son pueblos. Se les denomina “ejidos”. Se trata de terrenos donde se cultiva la agricultura y el ganado. Sus pobladores son gente sencilla, trabajadora, acostumbrada al calor, de corazón abierto y muy hospitalarios. Son familias numerosas, para quienes Dios y la fe lo son todo.

 

            La primera experiencia misionera la tuvimos en una aldea llamada Buenavista. Era domingo de  Ramos. El poblado parecía desértico, hasta que el sonido de la campaña llenó la pequeña iglesia. Todos quisieron confesarse antes de la misa. Tenían sed de Dios: niños, jóvenes, hombres y mujeres esperaron pacientemente su turno. Confesiones profundas, serenas, llenas de fe, de arrepentimiento, algunas de lágrimas.

 

            Nuestra jornada misionera comenzaba muy temprano y acababa en la madrugada del día siguiente. Al levantarme, después de rezar y de un suculento desayuno mexicano, recorríamos varias veces el cauce del río Sonora. De esta forma visitaba casi todos los ejidos que me habían asignado. Al llegar, saludaba cortésmente a las personas del lugar. Luego hacía sonar la campana y las gentes acudían a la capilla. Mientras tanto los misioneros visitaban a las familias, daban catequesis o preparaban a las gentes para acercarse a los sacramentos. Yo escuchaba confesiones y luego celebraba la Misa. Si había enfermos, los visitaba y les administraba los sacramentos. Reservaba también un tiempo, aunque breve, para animar a los jóvenes misioneros de cada lugar. Y de nuevo, a la camioneta que ya se había acostumbrado a los tramos por brecha y por monte.

 

            Uno de los misioneros me pidió llevarle la comunión a una señora muy anciana. Era noche y el camino en camioneta difícil y tortuoso. Nos perdimos. Para poder atender a otras personas, tuvimos que volver. Pero se me quedó la espina dentro. Tengo que visitar a esta señora. Una familia pobre me invitó a cenar. Se habían reunido todos, porque para ellos hospedar a un sacerdote era un gran privilegio. Les conté mi desilusión del día y un señor sordomudo, que seguía la conversación leyendo los labios de su esposa, me ofreció su caballo. Al día siguiente, a la una del mediodía tenía ensillado el caballo. Me colgué al cuello el Santísimo Sacramento y salimos por el cauce del Sonora. Después de veinte minutos de ligero trote llegamos a la casita. Era una señora de 83 años, enferma, que no podía caminar. Agradeció mucho la visita, la comunión y la unción de los enfermos. Nos contaba, emocionada, cómo su mamá había tenido 23 hijos y que en sólo 3 años había perdido a 13 de sus hijos por enfermedades y accidentes. Nos sirvió una taza de café y nos despedimos. De regreso, sobre el caballo, no dejába de darle gracias a Dios. Sería quizás la última vez que vería a esta persona en mi vida. Y si no la hubiera visitado, cómo le hubiera dado Dios esa paz y serenidad con que la dejamos. Pensaba que otras personas en el mundo viven físicamente muy lejos de cualquier senda o camino y que quizás nunca tendrán un sacerdote a la mano que las asista y consuele.

 

            El párroco de la zona me había advertido de la difícil situación en la que viven las familias de esta zona noroccidental de México. El pecado tiene aquí numerosos rostros: hay muchas bandas de narcotraficantes. La familia sufre, ya que el 90 % de los matrimonios son irregulares y existe una gran adición al alcohol, con todos los vicios y problemas que origina. Todos los días, en mi experiencia pastoral, probé lo mismo: donde abundó el pecado sobreabundaba la gracia. Me topé con mucha miseria humana, vidas destrozadas, pero también con mayor misericordia. Es hermoso ser sacerdote para curar las heridas del alma, para rehacer vidas, para devolver la esperanza. Dios perdona todo. Todo se puede remediar mientras dure la vida. Allí, como en cualquier lugar del mundo, hay grandes santos y grandes pecadores. Pero es admirable cómo Dios y su gracia no abandonan al hombre. Le siguen la pista y aparece, sugiere, se hace presente en el momento más inesperado. La conciencia nunca traiciona. Admiro la sinceridad, la delicadeza de conciencia de aquellas personas, aparentemente sin formación, humildes, pero sinceras, abiertas, sin dobleces, sedientas de Dios y de eternidad.

 

            Una vez escuché a un misionero un relato que me parecía imposible. Le habían pedido que fuera a visitar a un moribundo. Esto implicaba no comer, cambiar todo su programa, baches, brecha, 40 grados de temperatura a la sombra... Llegó. Consoló a la esposa y atendió al enfermo. Hablaron. Era su primera confesión en 42 años; la segunda de toda su vida. Luego le administró la Unción. Media hora después de la partida del misionero, murió. En esta Semana Santa me topado con situaciones similares: personas alejadas de Dios desde la infancia que han vuelto a encontrarlo. Hombres y mujeres que quizás -¡y uno no deja de dar gracias a Dios al recordarlo!- se han encontrado con el perdón de Dios por primera vez en su vida, después de 60 ó 70 años... Son las maravillas que Dios obra con las almas que le buscan con sincero corazón.

 

            El Viernes Santo los chicos de Juventud Misionera organizaron un Via Crucis viviente. Uno de ellos hacía de Cristo, cargando una pesada cruz y los otros se vistieron de ladrones, de soldados romanos. Algunas chiquillas hacían de santas mujeres. El resto del ejido acompañaba cada una de las estaciones, rezando y meditando. Los látigos de los “soldados” golpeaban sin compasión las espaldas de los ladrones. Los misioneros no estaban actuando. Tan es así que algunas señoras, al ver las heridas, la corona de espinas y las caídas del Cristo comenzaron a llorar. Entre ellas, salieron algunas amenazantes, diciendo a los que empuñaban los látigos: -Dejen de golpearles o nosotras tomaremos las fustas y les daremos a ustedes. Ya está bien. Esa es la piedad popular, sencilla y conmovente. De aquí tomé pie para catequizar a las personas y enseñarles que un pecado es una ofensa a Dios. Cada pecado es como tomar ese látigo entre las manos y, sin piedad ni misericordia, herir el rostro, los ojos, los labios, el cuerpo de Cristo. O más aún, crucificarlo de pies y manos. Ninguno se atrevería.

           

            Viernes Santo por la tarde. Hacia las tres de la tarde un joven matrimonio se dirigía en coche desde Tahuichopa a Arizpe. Volvían a su casa. Una curva mal tomada. De frente un camión. El choque fue inevitable. Al instante murió el señor. La esposa y el bebé se salvaron. Yo estaba confesando y después de la celebración, me avisaron. Decidí trasladarme a Arizpe para consolar a la viuda y a la familia. Era una familia pobre. El año anterior habían perdido a un hijo de 8 años. La señora tenía rota la pierna por el accidente. Yo llevaba al cuello la comunión y le pedía a Dios fuerzas; que Él pusiera palabras de consolación en mis labios. Creo que hablamos una media hora. Tres horas antes había perdido a su esposo. En las paredes de la habitación colgaban numerosas imágenes de la Virgen de Guadalupe y algunos sombreros de su esposo. Vivía estos momentos con resignación cristiana, con fe, con serenidad. Son las pruebas más difíciles de afrontar en la vida, pero también las que más maduran. Le animé a la esperanza, por ella, por su hijita. Dios estaba con ella y no le abandonaría. Al despedirme le regalé un Rosario que el Papa me había dado en Roma. Lo besó y rezamos un Avemaría. 

 

            Recuerdo el que el Sábado Santo tuve que comer dos veces. Me habían invitado en la casa más pobre de un pueblito. Allí acudí con otros cinco misioneros. No tenían vasos ni cubiertos suficientes para nosotros. No dejamos de elogiar lo suculento de la comida: una sopa de verduras con una hueso de carne flotando. Pero la familia nos había ofrecido todo lo que tenían. Yo les dije que si el Señor había prometido no dejar sin recompensa un vaso de agua dado en su nombre, qué no daría por la horchata que nos habían servido. A la media hora me llevaron con otro grupo de misioneros. Era un rancho bien situado. Allí me sirvieron costillas y carne. Pensé en Jesús. El sacerdote es el hombre de los demás, el que sabe convivir con todos, con ricos y pobres, con sabios y analfabetos, que pasa por encima de las diferencias humanas y busca la salvación del hombre, de todos los hombres.

           

            Los momentos más emocionantes de cada día eran los testimonios de cada uno de los misioneros. Cada noche, antes de retirarse a descansar solían comentar las experiencias de la jornada. El Sábado Santo, después de la Vigilia Pascual, varios jóvenes de Juventud misionera me dieron su propio testimonio. Uno de los responsables contó cómo había acercado a la Iglesia y al sacramento de la confesión a una señora que había abandonado la fe: -Al entrar en su casa y viendo que nada lograba, le reté. Tomé una baraja que vi sobre un armario y de dije que quien sacara la carta más alta accedería al deseo del otro. Le dejé el turno a ella y levantó un 10. Yo me extremecí. Con emoción y cierto miedo barajé y tomé una carta: era una Reina. ¡Había ganado la apuesta! Nos encaminamos a la iglesia. La señora fue la última en confesarse y aguardó su turno hasta muy tarde. Al salir, con los ojos bañados en lágrimas nos agradecía a los misioneros, porque había sido uno de los días más felices de su vida.  

            Al finalizar las misiones uno se encariña con las personas y las personas con los misioneros. Nada proporciona mayor felicidad que hacer el bien. Por eso en cada lugar se levanta la cruz de las misiones, como firma, como recuerdo, como testigo de la labor realizada esos días. Algunas cruces alcanzaron dimensiones sorprendentes: los cinco metros de altura. En esto colaboraron los señores, proporcionando barniz y cemento           

            El domingo de Resurrección emprendimos el regreso. Uno a uno fui recorriendo –con una cierta melancolía- mis ejidos, despidiéndome de mis almas, de mis misioneros. Desde la carretera se divisaban las grandes cruces levantadas el día anterior a la entrada de los ejidos. Eran cruces altas, sin Cristo, porque había resucitado. La camioneta les decía adiós, mientras mis recuerdos se transformaban en oración. Allí quedaron enhiestas, clavadas, fuertes a los embates del clima, de la lluvia y del sol, como guardinas de nuestra misión. Allí quedaron como centinelas de la fe, testigos de un Amor que ha pasado por tantas familias en esta Semana Santa. Ese es el sentido de la Pascua, el paso del Señor por la vida de las personas.  

            Hemos estado misionando y predicando a Cristo. Creo que he pasado en el confesionario más horas que durante la Jornada Mundial de la Juventud en Roma, donde llegué a estar 13 horas seguidas. He administrado los sacramentos. He predicado, he consolado, he ayudado. Algunas veces, simplemente he escuchado y eso ha sido suficiente. Muchos chicos y chicas de Juventud y de Familia Misionera nos han acompañado, sacrificando sus vacaciones. Tengo la certeza absoluta del inmenso bien que hemos sembrado en miles y miles de almas, pero es poco, muy poco comparado con las exigencias y las necesidades de la Iglesia. La mies sigue siendo mucha y los operarios pocos. Lo he palpado de primera mano. Soy testigo de ello. Pero quizás los más enriquecidos hemos sido nosotros, al ser “misionados” por el fervor de tantas almas, por la pureza y fidelidad de su fe, el amor experimental de Dios y la caridad que conservan estas personas como tesoro.  

            Estoy convencido de que para ser misionero no basta colgarse una cruz al pecho, desplazarse a otro país y tocar de puerta en puerta. Se es misionero primero en el corazón. Nadie puede dar lo que no tiene. Por eso estoy convencido de que el ser misionero no se puede improvisar. No es cuestión de buena voluntad. No puedo ser misionero de la noche a la mañana. Ser misionero exige fe, amor y una preparación. Hay que estar llenos de Dios. La formación de un misionero cuesta tiempo y dinero. Son años dedicados a la oración, al estudio, a una seria formación de toda la personalidad. Se trata no de esculpir una estatua, sino de lograr la imagen de Cristo para llevarla a los demás.  

            Vuelvo a Roma con una certeza: donde uno se encuentre es territorio de misiones, porque siempre se podrá hacer el bien y en cualquier lugar y circunstancia habrá almas que salvar. Yo creo en la Iglesia y en el Cuerpo místico, y estoy convencido de que las oraciones, sacrificios y acciones ofrecidas a Dios con amor tienen un valor infinito ante sus ojos. Así se pueden ganar méritos infinitos para las almas, aunque nos separen miles y miles de kilómetros y haya un Océano de por medio. En este sentido siempre me ha impresionado y me sigue alentando el ejemplo de una monjita. Jamás salió de su convento y hoy es la copatrona de las misiones junto a San Francisco Javier. ¿Qué me enseña esto? Que tanto puede y vale el brazo y la boca del misionero más celoso como el corazón del alma que vive, escondida, cumpliendo la voluntad de Dios. A fin de cuentas lo que salva no es la acción, sino el amor y Dios bendice la obediencia. El ejemplo es Jesucristo.  

            Juan Pablo II, en su primera carta a los sacerdotes del Jueves Santo de 1979, reflexionaba en esta realidad: “Pensad en los lugares donde esperan con ansia al sacerdote y donde desde hace años, sintiendo su ausencia, no cesan de desear su presencia. Y sucede que alguna vez se reúnen en un santuario abandonado y ponen sobre el altar la estola aún conservada y recitan todas las oraciones de la liturgia eucarística; y he aquí que en el momento que corresponde a la transubstancianción desciende en medio de ellos un profundo silencio, alguna vez interrumpido por el sollozo... ¡Con cuánto ardor desean escuchar las palabras que sólo los labios de un sacerdote pueden pronunciar eficazmente! ¡Tan vivamente desean la comunión eucarística, de la que únicamente en virtud del ministerio sacerdotal pueden participar, como esperan también ansiosamente oír las palabras divinas del perdón: Yo te absuelvo de tus pecados! ¡Tan profundamente sienten la ausencia de un sacerdote en medio de ellos! Estos lugares no faltan en el mundo”.  

            ¡Qué razón tenía el Papa! Estos lugares tienen nombre. Se llaman Buenavista, Tahuichopa, Bamori, Bacoachi, Unámichi... Ante experiencias como ést as, siento la obligación de decir: ¡Merece la pena ser sacerdote! ¡Vale la pena ser misionero o misionera! Pues todo lo que hagamos, con la oración o con medios materiales para formar y sostener a sacerdotes y misioneros, no puede quedar sin recompensa. Dios lo ve y le interesa, porque está en juego la salvación de un alma. Vuelvo consolado, pero no satisfecho, porque todavía se puede hacer mucho bien. Hicimos mucho, pero es muy poco. Varios jóvenes misioneros se compromentieron públicamente a darle a Cristo el siguiente año de su vida. Otros me dijeron que les gustaría repetir la experiencia y no sólo por una semana, sino por toda la vida.  

            Hay lugares en el mundo, personas, niños, jóvenes, adultos y ancianos que quizás se encontrarán con una sacerdote  por primera vez en sus vidas. Y quizás sea la primera, la última, la única vez en su vida, como a mí me ha sucedido.