La voz emancipadora de Dios

Autora: Noris Capín

Sitio Web:  ¡Mujer, levántate!,

Autora del libro: ¡Mujer, levántate!  

 

 

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Estar unidos en comunión con Dios resulta una extraordinaria experiencia espiritual. El Señor, por medio de Su amor que se desborda por sí mismo, absorbe nuestra vida y nos demuestra la necesidad de estar vinculados a Su Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La venida del Espíritu Santo ocurre después y en virtud de la partida de Jesús, redención obrada por Cristo para dar paso a la misión salvífica del Espíritu de verdad: “Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn. 14: 16). “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14: 26).

Y es por eso que, en medio de la volátil tormenta que azota nuestra vida, la luz del Señor trae una visión deslumbradora y sabia, despertando nuestros sentidos a la complacencia y a la fidelidad del alma. Unción que anida en nuestro ser para darnos vida y para sanar a nuestros corazones maltratados por la tristeza y la desesperación. Esa luz es el resplandor del Espíritu Santo, que reside en nuestro interior y nos orienta a vivir una vida enraizada en la Divinidad de Dios y en la perfección de Jesucristo.

Por medio del Espíritu que “todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1Co. 2-10), nos acoge para que proclamemos Su mensaje de Salvación y seamos herederos de Su eterna misericordia.

De manera que el Espíritu Santo es el que nos guía y nos lleva a la verdad plena; nos dirige para que seamos fieles portadores de Su Palabra, para que seamos realidades espirituales y lámparas encendidas dentro de un mundo falso e incomprensible.

La efusión del Espíritu Santo es un don concedido a los pobres, a los ricos, a los pequeños y a los humildes. Todos somos abrazados y bienvenidos por el poder transformador del Espíritu de Dios, el cual se revela a cada uno de nosotros de una forma abarcadora, capacitando a Sus elegidos con el don del entendimiento y sabiduría; acogiendo al necesitado con el fuego inigualable de Su Espíritu.

El designio divino se sintoniza con la armonía natural del hombre, cuando éste usa su libertad para vencer las presiones del mundo y los pecados que suelen interceptar su paso. Esta doble empresa de armonía y obediencia trae consigo una especie de afiliación con el Espíritu Santo, el cual intercede –cuando se falta a ese compromiso inicial con Dios– para salvarnos de todo mal.

En el Nuevo Testamento, la palabra “espíritu” es la expresión del Espíritu de Dios, que a la vez significa “alma o el hombre mismo”, de modo que al ser nosotros influidos por Dios, el Espíritu Santo se manifiesta para que actuemos no desde el punto de vista humano, sino desde el Espíritu de Dios, el cual está actuando en nosotros de una manera indescriptible.

 

Sin embargo, no siempre vivimos en el Espíritu de Dios; no siempre mantenemos esa llama encendida. Si fuese así, seríamos perfectos, pero sólo Dios es perfecto; sólo Él es un mismo Dios en ellos tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por lo tanto, la excelencia, la gracia y la majestuosidad de Dios sólo se hacen fecundas en nosotros cuando mantenemos la fe y la confianza, que es la unción santificadora del Espíritu.

Es por eso que siempre debemos  pedir los dones del Espíritu Santo, pues son regalos que transforman por completo la visión mundana, y nos guían hacia una mejor vida, no sólo espiritualmente, sino que nos llevan a reconciliarnos con nosotros mismos, y a estar atentos a la voz emancipadora del Espíritu de Dios: para que seamos portadores del bien, como el mismo Espíritu desearía que fuéramos.

De acuerdo a las Sagradas Escrituras, el Espíritu Santo es una Persona divina, diversa del Padre y del Hijo. Sin embargo, las tres Personas son un solo Dios, dotadas del mismo amor y de la misma misericordia. Aunque cada una de ellas actúe y se manifieste de manera diferente, no por ello dejan de ser el mismo y único Dios, y en Su propia jerarquía, reinan.

Las propias Escrituras nos enseñan las numerosas gratificaciones que el Espíritu Santo otorga libremente a aquellos fieles que puedan llevar a cabo la misión apostólica, siendo estos sencillos talentos como dones excepcionales.

“Una persona puede recibir diferentes dones, pero el que se los concede es un mismo Espíritu” (1Co. 12: 4). En efecto, el carisma que se advierte en ciertas personas es la obra magnificente del Espíritu Santo, el cual obedece las instrucciones de Dios Todopoderoso para distribuir la gracia, las virtudes y los talentos, que tienen que ser infundidos por Él, pues el alma del creyente no podría adquirirlos ni asimilarlos por sí misma sin la intervención del Espíritu Santo.

 

En completa renovación diaria

Cada uno de nosotros debe estar en completa renovación diaria, porque, al igual que el alma es indispensable para la vida de nuestro propio espíritu, también el Espíritu de Dios es indispensable para el alma. El cuerpo del hombre y el espíritu de Dios se entrelazan para alcanzar la plenitud eterna, que es la Santa Comunión y la Gloria de los cielos.

El Espíritu Santo reside en el alma del creyente y la consagra, la ennoblece, enriqueciéndola con la Gracia santificante que sella, con la efusión magnificente de Sus dones, a quienes se inclinen con devoción ante Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

 Artículo editado para La Voz Católica, Periódico de la Arquidiócesis de Miami.

May 2007.   www.Vozcatolica.org

Autora del libro ¡Mujer, levántate! *www.brisauniversal.com* noris@brisauniversal.com