La Inmaculada Concepción de Santa María Virgen
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Gn 3, 9-15.20
Salmo 97, 1-4
Ef 1, 3-6.11-12
Lc 1, 26-38
1. Tres aspectos de nuestra fe católica han sido subrayados de modo singular con la proclamación del
dogma de la Inmaculada: La estrecha relación que existe entre la Virgen María y el misterio de Cristo y de la
Iglesia; la plenitud de la obra redentora cumplida en María; y la absoluta enemistad entre María y el pecado.
Elegida para ser la Madre del Salvador, la Santísima Virgen ha sido dotada por Dios con dones a la medida
de la misión importante que tiene que realizar. En el momento de la Anunciación, el ángel Gabriel la saluda
como la “llena de gracia” y Ella responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que María estuviese
totalmente conducida por la gracia de Dios. Preservada inmune de toda mancha de pecado original en el
primer instante de su concepción, María es la “digna morada” escogida por el Señor para ser la Madre de su
Hijo.
2. Abrazando la voluntad salvadora de Dios con toda su vida, María colaboró de manera totalmente singular
a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los
hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia.
Madre de Dios y Madre nuestra, María ha sido asociada para siempre a la obra de la redención, de modo que
ella continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna. En Virgen, la
Iglesia ha llegado ya a la perfección, sin mancha ni arruga; por eso acudimos a Ella como “modelo perenne”,
en quien se realiza ya la esperanza final y plena.
¿De dónde le viene a María su santidad del todo singular con que ha sido enriquecida? De Cristo, pues ha
sido “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo”. Por eso ha sido bendecida
por el Padre de los cielos más que ninguna otra persona creada y ha sido elegida «antes de la creación del
mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor».
Confesar que María, nuestra Madre, es la “toda santa” —como la proclama la tradición oriental— significa
acoger con todas sus consecuencias el compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: “Todos los
cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección
del amor”.
3. María Inmaculada está situada en el centro mismo de aquella enemistad que acompaña la historia de la
humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. “Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre,
perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los
seres humanos”.
Sabemos por la Revelación que el pecado personal de nuestros primeros padres ha afectado a toda la
naturaleza humana: todo ser humano, en efecto, está afectado en su naturaleza humana por el pecado
original.
Pero la Purísima Concepción —tal como llamamos con fe sencilla y certera a la bienaventurada Virgen
María—, al haber sido preservada inmune de toda mancha de pecado original, permanece ante Dios, y
también ante la humanidad entera, como signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios. Por
eso esta elección, en la que también entramos nosotros, es más fuerte que toda la fuerza del mal y del
pecado que ha marcado la historia del hombre.
En María contemplamos la belleza de una vida sin mancha entregada al Señor. En Ella resplandece la
santidad de la Iglesia que Dios quiere para todos sus hijos. En Ella recuperamos el ánimo cuando la fealdad
del pecado nos introduce en la tristeza de una vida que se proyecta al margen de Dios. En Ella
reconocemos que es Dios quien nos salva, inspirando, sosteniendo y acompañando nuestras buenas obras.
En ella encuentra todo cristiano y toda persona de buena voluntad el signo luminoso de la esperanza. En
particular, desde que Dios la mirara con amor, María se ha vuelto signo de esperanza para la muchedumbre
de los pobres, de los últimos de la tierra que han de ser los primeros en el Reino de Dios.
4. Al inicio del año litúrgico, en el tiempo del Adviento, la celebración de la Inmaculada nos permite entrar
con María en la celebración de los misterios de la vida de Cristo, recordándonos la poderosa intercesión de
nuestra Madre para obtener del Espíritu Santo la capacidad de engendrar a Cristo en nuestra propia alma,
como pidiera ya en el siglo VII san Ildefonso de Toledo en una oración de gran hondura interior: “Te pido,
oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús.
Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne ha concebido al mismo Jesús (…). Que yo
ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo”.