Cada uno en su orilla

Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Corola nueva

 

 

Así vive la humanidad.  Cada uno en su orilla.  Así viven la generalidad de los matrimonios después de ciertos años.  Nadie se decide a dar el primer salto, el primer desafío a las olas amenazantes, la primera brazada para encontrarse.  Todo va siendo distancia, lejanía, silencio, incomunicación.  No es el amor lo que muere, sino la voluntad para verlo vivir. 

Actúa, antes de que el silencio se vuelva total desamor.  No contribuyas a que el hermetismo sea el compañero de tus días y de tus pasos.  No te encierres en ti misma como esmerándote en defender la tristeza y anular todo intento de compañía.  De ahí nace un rencor sordo y secreto que sólo hace posible el desencuentro. 

Deja que baje tu marea y que llegue la ola de su orilla a borrarlo todo.  Que no deje una huella con sus besos calientes de espuma. 

Todo lo que quieres dar lo haces con temor.  Todo lo que desearías recibir lo has hecho cenizas. 

El amor se da todo y entero.  Sin que las palabras recuerden hacia dentro.  Sin tapiar los sentimientos y cerrar con dureza las emociones. 

Vives haciendo fisuras por donde se va todo lo que quisieras expresar, y después te espanta la soledad. 

Penetra las simples frases de todos los días, y verás cuánto se puede llegar a decir con ese lenguaje familiar y simple que está rodeando nuestra vida.  Esas pequeñas e inútiles palabras cotidianas pueden ser puentecitos.  Te pueden servir también para llegar a la otra orilla. 

Hay muchos sentimientos que revivir, aunque te parezca que todos cayeron sepultados en el silencio.  Esperabas un gesto, una reacción que no llegó.  Con eso justificas la escasez de sonrisas y la poca voluntad para tantearle el corazón.  Y vas engrosando esa muralla impenetrable que los mantiene alejados, cada uno en su orilla.  Primero, un hilo de agua imperceptible.  Después, una nube densa y cerrada. Y al final, un muro de sombras dolorido, impenetrable. 

Desanima retroceder en un camino andado, con tantos años juntos.  Y empezar de nuevo.  Todo por huir de las palabras, como si fueran un fardo que pesara mucho.  Por ir deshilachando el amor, para después llorarlo muerto. 

Vacíate, entrégate.  Ofrece tu mano cálida, abierta, llena de ternura, y no calles nunca cuando quieras decirle que lo quieres.  A lo mejor unas palabras que llegaran como pájaro en vuelo, un gesto, una delicadeza, algo con dulzura y con alma, bastarían. 

En ves de pétalos pones piedras, sin darte cuenta de que por ellas ruedan las lágrimas y las soledades de los dos. 

Necesitan felicidad, y cuando chocan con ella se desencuentran, se lastiman, se pisan las alas para impedir que se levanten y los milagros del amor los transformen.  No llevas agua al desierto y mueres en ese ardiente arenal de incomunicación que te devora. 

El amor no se busca fuera, se saca de uno mismo.  Del propio cántaro.  Se entresaca del fuego propio, que cuando arde, los demás vienen solos a servir de combustible. 

Con esa armadura de aburrida indiferencia todo es oscuro, remendado, secreto, y muy honda la soledad.  Esas horas juntos son hastíos, son un lastre interminable entre dos almas cerradas.  Esas horas juntos son una falsa sumisión, detrás de la cual se está expresando inercia, frialdad, indiferencia.  Como si hubieran perdido la capacidad de iluminarse y emocionarse. 

Entre las orillas cada uno puso su distancia.  Pero hay surcos que conoces para llegar… ¿qué estás esperando? 

Ignoras su soledad pensando en la tuya.  Conoces tu vacío, pero no mides la profundidad de su abandono.  Revuelves tu herida como si él estuviera salvo de todo dolor. 

Te sientes mal en todos los rincones de tu casa.  Mujer sin lugar. 

Te sientes opaca ante toda luz.  Mujer sin reflejos. 

Te sientes sola, con ese manto de irritantes pequeñeces.  Mujer sin estrellas. 

También él puede sentirse golpeado muchas veces con tu actitud, con ganas de escapar sin rumbo, con peligro para ambos. 

Ahonda en tu desierto.  Al hueco ponle agua.  Al agua, sales. Ya con sales y tierra, pon las semillas.  Y tendrás rosas. 

Métele palomas en el alma.  Del crecimiento de alas sale arrullo contra el silencio y fuerza para remontarse. 

Cuélgate de su rama y sacúdelo, para que caiga como una fruta y escudriñes la pulpa de su reserva,  y saborees lo que de verdad es el fondo de su dolor, de su aislamiento y de su vida. 

Sólo con el alma vacía y los secretos desnudos volverán a encontrarse y sentirse acompañados. 

¡Abre los brazos, mujer, y cruza a la otra orilla!