El hombre que huía del mar

Autor: Padre Pedro Miguel Lamet, S.J

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Nadie conseguía que sus ojos miraran al mar. Tendría unos cuarenta y ocho años cuando los vecinos de Pirgos lo llevaron a la fuerza al acantilado para que contemplara al menos una vez el azul impecable del Egeo, mientra el viento impetuoso que allí soplaba azotaba sus negras guedejas y barbas. Pero Nikólaos tampoco abrió los ojos en aquella ocasión. "No me obliguéis a mirar al mar", gritaba, "¿Acaso obligaríais a un hombre a suicidarse? Pues eso sería para mí mirar al mar".

La blanca Pirgos, que domina el recoleto puerto de Pánormos, al noroeste de la isla de Tinos, la isla sagrada de las Cicladas, le vio nacer. Su padre era cantero del mármol verde que se da en la zona y que ha hecho florecer en la isla el arte de la escultura. Su madre había sido una mujer tímida a la que nunca se le vio sonreír. A los seis años el viejo pope del lugar intentó llevárselo de excursión a la playa con otros muchachos. Pero no hubo manera. Nikólaos se quedaba inmóvil como un bloque de piedra. El miedo al mar era más fuerte que él. Y lo curioso es que iban creciendo más y más con el paso del tiempo.

"¿Cómo se puede vivir en una isla del mar Egeo y no mirar al mar?" se preguntaban una y otra vez los vecinos. Andando el tiempo, Nikólaos se convirtió en un buen mozo, se dejó barba y las muchachas del pueblo comenzaron a interesarse por él. "Mira a Nikólaos", se decían, "siempre tan callado. ¡Pero qué derecho va por la vida!".

Por entonces siguió el oficio de cantero, como su padre. Se iba el monte a arrancarle a la tierra el preciado mármol verde. Y allí se pasaba horas y horas sin hablar con nadie, trabajando solo. "¿No has ido a ver el mar?", le decían por chanza los compañeros al verle volver sudoroso por la empinada y empedrada calle blanca que serpeaba hacia a su casa. Él fruncía el ceño y volvía a otro lado huraño la cabeza.

Elena, que era la joven más bella del pueblo, se enamoró de él. Comenzaron a pasear juntos en medio de la alegría de todos. Nikólaos parecía distinto. Incluso pronunciaba algunas palabras en el bar y se le había visto acudir al baile un domingo. Se veía a ambos enamorados pasear contentos de la mano por el camino sombreado de olivos que lleva a Isternia.

Todo parecía ir bien para la pareja, que ya estaba pintando de azul añil la puerta de su futuro hogar , una isleña casa encalada con patio, pozo y parra bajo la que cobijarse en verano de ese sol con el que jugaban los dioses desde que Esparta Atenas y Tebas se disputaban el Egeo. Hasta que llegó la fiesta más importante de calendario ortodoxo griego, la Kímisis tis Theotókon, el día de la Anunciación, que en Tinos es especialmente señalada por conservar el icono de Panagía Evangelístra, al que le atribuyen poderes milagrosos. Ese día peregrina a la ciudad de Tinos medio país y muchas personas suben de rodillas las escaleras del templo situado en lo alto de la calle Megalóchari.

"Nosotros también iremos, ¿no? Nikólaos", sugirió Elena. Aquel día, la víspera de la fiesta., el joven no se atrevió a decir nada. Se le vio mohíno, andar de aquí para allá, cavilando qué podría hacer para no decepcionar a su bella novia, que planchaba su mejor vestido para el día siguiente atravesar en autobús hasta el otro extremo de la isla y alcanzar la capital al borde del puerto.

Nikólaos no pensó más. El día de la Anunciación se levantó muy temprano, cuando el sol apenas ruborizaba la cal de su casa, y se fue al monte. Sabía que arriesgaba mucho. "Sé que me quedaré para siempre sin mi dulce Elena. Pero de otra manera, si voy a Tinos, será imposible no ver el mar; y, si veo el mar, sé que moriré.". Así que cogió su atillo y se adentró en la montaña. Desde entonces vivía solo en una cueva, lejos del pueblo, del mar y de los hombres.

Pasaron los días, los meses y los años. Elena contrajo matrimonio con otro joven del lugar, que había estudiado informática en Atenas y vivía prósperamente con tres hijos. La isla de Tinos había cambiado mucho. Incluso ya tenía dos hoteles importantes, aunque seguía siendo escasamente turística. Los alemanes e italianos seguían prefiriendo Mykonos, Creta, Rodas o Santorini. Pero ninguna isla del Egeo se libraba en realidad de visitantes extranjeros. Algunos de ellos llegaban a Pirgos, a admirar el pequeño museo de Giannoúli Chelepá, instalado en la recoleta casa del célebre escultor isleño muerto en 1938. Y cuando los visitantes se sentaban en la plaza a ver pasar el espeso tiempo del verano, un viejo de lugar que chapurreaba inglés les contaba la historia de Nikólaos, el hombre que huía del mar.

"¿Nunca realmente llegó a ver el mar?", le preguntó en una ocasión un enrojecido turista normando. "Bueno, verá", contestó el viejo; "un día nos inquietamos por Nikólaos. Nadie sabía de él hacía semanas. Así que subimos un amigo y yo a echar un vistazo. Entramos en la cueva y estaba envuelto en una manta y tiritando de frío. De modo que fuimos por el asno y lo bajamos al pueblo. El médico dijo que había que llevarlo inmediatamente a Siros, que, como capital de la Cícladas, tiene un buen hospital, porque estaba grave del corazón".

El viejo no olvidaría nunca aquel día. El mar estaba tranquilo y turquesamente azul como un espejo. Todos iban en silencio y sólo se oía el motor de la motonave y el chapoteo del agua en las amoradas. Nikólaos yacía sobre una camilla que habían dispuesto en el camarote y gemía medio dormido. No sabía dónde estaba. De pronto, volvió la cabeza y sus penetrantes ojos azules que surgían como ventanales de su cetrina tez, miraron al mar. Y, como un loco enamorado, que se abrazara de pronto felizmente con su otra mitad, su otro yo más yo que él mismo, exclamó gritando. ¡Thálasa! "¡Mar!". Luego inclinando la cabeza, expiró. El viejo comentó: "Comprendí entonces que nada se puede temer tanto como lo que más se ama".