El silencioso grito de los santos

Autor: Padre Pedro Miguel Lamet, S.J.

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A los santos nunca les han gustado las multitudes, ni ser protagonistas de nada, ni “chupar cámara” como diríamos ahora. Por eso resultaba una extraña paradoja verlos ayer, presidiendo, desde gigantescos posters, la madrileña plaza de Colón, ante el increíble espectáculo del papa y toda España, sus reyes, su gobierno y una muchedumbre pendientes de sus rostros.

Madrid era una fiesta por ellos, cuando ellos, los cinco nuevos santo, siempre fueron gente olvidada, amiga del barro donde viven los pobres, del olor de los hospitales, de los bohíos de los marginados, de la gente solitaria y del silencio de la meditación. Parecía un contrasentido que nuestra secularizada, consumista España del bienestar, la que detiene en el Estrecho a los subsaharianos, la que apoya a una guerra unilateral y se apunta al capitalismo salvaje del neoliberalismo, latiera ayer en el corazón del país con estos cinco pobres de Jesucristo.

Pero Juan Pablo II ya había apuntado hacia esas dianas en su encuentro con los jóvenes del sábado. Era de esperar que, tratándose de una homilía y por tanto dentro de una misa, en Colón su mensaje fuera más religioso, más centrado en el tema que le convocaba: la santidad.

El núcleo de su pensamiento responde a una clara directriz de su pontificado: el de la identidad cristiana. Cuando vino por primera vez a España, que acababa de votar socialista y apenas estábamos estrenado libertad y flamante aconfesionalidad del Estado, sus relaciones con el cardenal Tarancón, autor del “desenganche” de la Iglesia, fueron tensas. Desde sus tiempos de Polonia veía a España como un referente católico comparable al de su país. Pero nuestro país ya era distinto, como por cierto lo es también ahora el suyo. Como los niños que salen del colegio, estrenábamos libertad y laicidad, quizás con el exceso que acarrea todo rechazo. Estaba muy cerca aún el nacionalcatolicismo.

Aunque en la homilía de ayer, ante el mismo Rouco hoy arzobispo de Madrid, el papa ha vuelto a repetir sus palabras de Compostela –“¡La fe cristiana y católica constituye la identidad del pueblo español!”-, su mensaje no es ya de reconquista, de vuelta a una nueva cristiandad. Ayer puso el acento en la fuerza del testimonio, porque como dijo el sábado “las ideas no se imponen, se ofrecen”.

Como a los discípulos encerrados y amedrentados en Pascua, que “aún no se atreven a mostrarse en público”, pide a los españoles valentía para evangelizar, interpelados por los ejemplos de esas cinco figuras que se movieron en el submundo del dolor, la soledad, la desesperanza y el miedo. Los cinco vivieron a esa franja histórica de unos convulsos comienzos de siglo, zarandeados por la alternancia política y la injusticia, desastres que desembocarían en el horror de la fratricida guerra civil. En aquel caos sus armas fueron sencillas. Poveda esgrimió la cultura y la pedagogía. Rubio su ignaciana búsqueda de la voluntad de Dios, que le comprometió sobre todo con los más pobres. Genoveva, repartiendo amor y compañía a pequeños y solitarios. Ángela, bajando hasta las cuevas más recónditas de los que sufren, y Maravillas, hundiéndose en el misterio del silencio contemplativo.

Mientras comenzaban a vomitar fuego los fusiles y en este país comenzaba a sangrar la herida que nos dividía en dos, ellos se limitaron a dar el revolucionario testimonio que llevó a Jesús a la cruz: amar gratuitamente. Esa España “evangelizada y evangelizadora”, que más que bautizar instituciones, da ejemplo desde abajo es la que el anciano papa añoraba ayer en la ceremonia de Colón.

Interpreto que, cuando el papa nos pide que seamos fieles a nuestras raíces cristianas, no quiere una repetición del pasado, que por otra parte, dado el carácter evolutivo de la historia, es imposible. Ni los tiempos de la Reconquista, ni los de Santiago matamoros, ni Isabel la católica y mucho menos la confesionalidad del Estado pueden estar hoy en la mente del pontífice. Lo que pide es testigos, gente con “una adhesión inquebrantable a Cristo crucificado y resucitado y el propósito de imitarlo”. En una palabra, España necesita santos. No santos de peana ni aureola, podríamos añadir, glosando la homilía de ayer, sino gente que en este laberinto de la globalización y en la gélida soledad de una era tan intercomunicada, sepa no sólo poner la mano en el hombro, sino dar trigo y sobre todo curar las heridas provocada por una nueva injusticia y marginación.

En sus palabras improvisadas Juan Pablo II dio carácter global a esta misión de los católicos españoles, al referirse a una “vocación de construir Europa y de solidaridad con el resto del mundo”. ¿No hay aquí una llamada de atención a un país que, centrado en la sociedad del bienestar, se mira demasiado al ombligo? ¿No es un reto en la plaza misma del Descubrimiento? Al concluir diciendo que se iba contento a Roma, me pareció creer en un sueño casi imposible: que aquella ululante multitud callaba y comenzaba a mirar hacia dentro, allí donde se escucha el silencioso grito de los santos.

 


Publicado en Abc, 5 de mayo, 2003