Religion parlamentaria, Comercio cultural y sepelio de Dios (I) 

Autor: Padre Pere Montagut Piquet



 

A la vista de la inauguración y contenidos del Forum universal de las culturas se abre ante nosotros una nueva ocasión para poner en evidencia la relación intrínseca que existe entre vida cultural y fenómeno religioso. Esta relación —que ha merecido la atención doctrinal, teológica y pastoral de la Iglesia a lo largo de siglos— sigue sin encontrar otra expresión que la que puede ofrecer el parlamento de las religiones reunido en ocasión del Forum también en Barcelona. Más allá de los detractores o mecenas del evento, se impone una seria reflexión tanto sobre las grietas que, desde nuestra perspectiva, presenta el concepto de lo “cultural” empleado en el Forum como sobre la oportunidad de una institución con capacidad de reunir a “líderes” religiosos de todo el mundo desde una defendida paridad. Si el goce del encuentro entre las gentes se basta a sí mismo y la comunión de los creyentes se basa simplemente en la superación de conflictos humanos, el comercio cultural y el sepelio de Dios están servidos.

 

Las dimensiones del problema

 

Toda cultura, en cualquiera de sus formas, conserva una raíz inextricable de carácter religioso. Es esta una tesis recurrente en diversos autores: en el nacimiento, desarrollo y ocaso de las culturas existe una calidad de vida, tanto de la persona como del grupo humano, en relación directa con el alma secreta que es la religión. Calidad de vida o civilización que avanza o decae cuando progresa o declina la forma religiosa que la animaba.

 

Mientras caducan las formas, tanto religiosas como de civilización, la religión, en cambio, es el único movimiento hacia el absoluto, un dato permanente en la historia del hombre. En realidad, si la cultura se refiere a unos valores y si éstos exigen un valor que los valore, un absoluto, entonces se produce una forma de actuar, de pensar, de ser más humano, en definitiva, una cultura más elevada. En esta línea, el factor de la espiritualidad —superando su sentido vago— es radicación en el valor absoluto como base de todos los demás y se traduce en identidad antropológica, potenciación de una ética personal, familiar y social. Es la expresión del hombre en su ser pluridimensional confirmada por el patrimonio artístico o literario de inspiración religiosa y por las más variadas temáticas de carácter explícitamente sacro.

 

Una civilización como intercultural humano se pregunta por los significados radicales de la existencia. Sobre esta pista Paul Tillich afirma que “la religión, como preocupación última, es la sustancia que confiere significado a la cultura y la cultura, como totalidad de las formas, expresa el interés fundamental de la religión”. Sustancia pues, que en todo tiempo y en cualquier estadio social, es la fuerza central capaz de unificar la cultura. Para comprender las estructuras íntimas de una sociedad, para asimilar sus conquistas culturales hay que conocer bien sus creencias, su religión. Y entonces vemos como ésta es garante de la tradición, protección de la ley moral, educadora y maestra, llave de la historia.

 

Si todo diálogo ha de ser fiel a la estructura constitutiva del lenguaje humano, el punto de partida no puede ser otro que la situación del hombre con sus intereses penúltimos y últimos, valores y significados marcados por su tendencia hacia el absoluto. Así, la pasión por el hombre coincide con lo divino presente en toda su realidad. Esta puede ser la auténtica base sobre la que presentar el diálogo entre religiones y culturas incluso en aquellas marcadas por el ateismo contemporáneo.

 

Pero he aquí un salto cualitativo: mientras las religiones animan las culturas particulares, el acontecimiento cristiano es el único verdaderamente universal capaz de hacerse en y con toda cultura. Colocando al hombre de todas las culturas por encima de todo, más allá de fronteras y barreras culturales, el privilegio cristiano sucede marcado por su antropocentrismo y su universalidad como mensaje y compromiso.

 

Óptica espiritual de la cultura

 

El Concilio Vaticano II, en su declaración sobre la libertad religiosa, da un paso más: “Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas (…) se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa”. La verdad debe buscarse a través de la ayuda mutua del diálogo mediante el cual unos exponen a otros la verdad que han encontrado o piensan haber encontrado y una vez conocida la verdad “hay que adherirse a ella firmemente con el asentimiento personal” (Dignitatis humanae nn.2 y 3). Una verdad que se ha manifestado y que la constitución dogmática sobre la Iglesia presenta de modo que “todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios” pues Aquel que creó una única naturaleza humana envió a su Hijo “como Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios”. Un Pueblo que no quita nada a ningún pueblo sino que “favorece y asume las cualidades, las riquezas y las costumbres de los pueblos en la medida que son buenas, y al asumirlas, las purifica, las desarrolla y las enaltece” (Lumen gentium n.13).

 

Desde esta perspectiva conciliar podemos deducir los rasgos distintivos de la Iglesia católica: reúne eficazmente a la humanidad entera con todos sus valores, de todas las naciones toma sus ciudadanos, la fuerza de su unidad reside en el compartir mutuo y la búsqueda de plenitud, de forma que no sólo reúne personas sino que integra en si misma una diversidad. De este modo, como pueblo uno y único, la Iglesia aparece como comunidad de amor que prefigura y promueve la paz universal. La presencia de esta comunidad como único rebaño de Dios, signo levantado entre las naciones que comunica el evangelio de la paz a todo el género humano, crea cultura y armoniza la sociedad fraterna entre los hombres.

 

Al designio universal de Dios le corresponde el carácter de universalidad que distingue a su pueblo. Por ello, la doctrina conciliar no olvida que la búsqueda de Dios, ya sea en el secreto de la mentalidad humana como a través de iniciativas religiosas, necesita ser iluminada y saneada, y hasta, a veces, reconocida como preparación pedagógica o evangélica hacia el verdadero Dios. Todo recibe una nueva comprensión a partir de que “Dios (…) decidió entrar en la historia de los hombres de un modo nuevo y definitivo enviando a su Hijo” (Ad gentes divinitus n.3).

 

¿Cultura cristiana?

 

La misma Iglesia, pues, crea una cultura de la comunicación universal, un fenómeno cultural que tiene su punto de partida en la verdad antropológica del hombre, ser religioso, creado a imagen de las Tres Personas divinas, es decir, del amor recíproco. Este es uno de los sugerentes planteamientos de M.I.Rupnik en sus recientes estudios sobre el tema: “La cultura nace como fruto del éxtasis del yo, es decir, del reconocimiento del otro, su valor fundante está constituido por esta apertura de amor que, incesantemente, busca al otro para comunicar con él”. Y en esta cultura del reconocimiento y de la comunicación, a través del dinamismo del amor, hay que constatar un movimiento parecido al que sucede en el interior de las religiones en relación al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y la misión de la Iglesia.

 

Una cultura goza de buena salud cuando se sostiene gracias a la comunión, a la relación viva y a la comunicación entre las personas a través de valores y significados. Pero también puede degenerar formando en su interior un tejido cultural esclerótico. Entonces, paralizado el impulso del amor, cada grupo cultural con su elaboración propia se convierte en un espacio de autoafirmación y un motivo de separación. Aunque se intente presentar como verdadero valor cultural el reconocimiento del otro, en realidad, las personas no están culturalmente vivas porque son incapaces de renunciar a la propia mentalidad y a todo lo que ya no es útil para la comunicación, el reconocimiento y la comunión.

 

El mérito del profesor Rupnik estriba en haber rescatado la aportación más genuina de la llamada “cultura cristiana”. Su característica fundamental pasa por el “martirio cultural” capaz de mantener dos dimensiones inseparables. Por una parte, “el reconocimiento de otras culturas y la capacidad de creer en la resurrección de aquello a lo que se muere”. Lejos de la tentación fundamentalista o de la satisfacción secularizadora “el amor es el único que convence al intelecto y a la voluntad del hombre de que todo aquello a lo que se renuncia a causa del amor no muere, sino que se salva”. Por  otra, la verdad misma de Dios trinidad, que es la libre adhesión y el reconocimiento del otro, supone para la persona y el bautizado la imagen fundante de la cultura de la pascua a la que pertenece. En ella, “las diferentes realidades pueden subsistir sin contraponerse, pueden dialogar sin combatirse, pueden crear sinérgicamente sin destruirse mutuamente”. Es esta una realidad espiritual pero a la vez muy visible que un Forum universal de las culturas no tendría que olvidar como oportunidad para reflexionar sobre esta evidente riqueza y claro riesgo.