Religion parlamentaria, Comercio cultural y sepelio de Dios (III) 

Autor: Padre Pere Montagut Piquet



 

Es un dato incontestable que la prehistoria del cristianismo no se encuentra en las religiones del mundo —aunque tenga con ellas conexiones claras— sino en el proceso de la razón crítica contra las religiones, en la razón progresiva donde el hombre rompe con costumbres y tradiciones encaminándose hacia la comprensión del mundo y de lo divino por la fuerza de la razón.

 

Ser cristiano: una llamativa arrogancia.

 

Para captar la singularidad cristiana, el cardenal J. Ratzinger no ha escatimado argumentos sobre este desafío en el que pocos consiguen entrar con competencia. En una época en la que el rigor científico prohíbe que Dios intervenga en el mundo, “la fe cristiana se caracteriza por relacionar de una manera completamente nueva la razón y la religión para orientar al hombre hacia la verdad”.

 

La “arrogancia” cristiana no renuncia al conocimiento de la verdad, no se ha resignado a una búsqueda sin meta que no busca realmente. Otra cosa es no querer hallar la verdad, despreciar a Dios y degradar al hombre condenándolo a caminar ciego y palpando eternamente en la oscuridad. La verdad supone aceptación humilde, es un riesgo, una responsabilidad, un servicio. Encontrar la verdad no violenta a nadie, no destruye identidades ni destroza culturas. La verdad vence desde dentro la arrogancia porque no tiene otra arma que ella misma.

 

Afirmar tranquilamente que cada cual debe vivir en la religión que le ha tocado ya que todas son, a su manera, caminos de salvación significa encasillar la religión en una mera costumbre, en la experiencia subjetiva, en lo ritual. Una religión así se aparta de la verdad, no conduce a la auténtica comunicación de las cuestiones humanas, impide la apertura del hombre que, anclado en sus tradiciones, se separa de los demás. La aparición de la fe cristiana y de la misma Iglesia de los paganos fue posible porque en Israel había buscadores insatisfechos con las costumbres corrientes, había personas que esperaban.

 

La estrella de Jesús como verdadero redentor del mundo, salvador único y universal “de ninguna manera supone un desprecio de las demás religiones, pero si se contrapone decididamente a resignarse a la incapacidad de poder percibir la verdad y a admitir la cómoda estadística del dejarlo todo igual que estaba”. La esencia de la fe cristiana, pues, no pertenece ni a la historia de las religiones ni se identifica sin más con la historia de la crítica de las religiones. La verdad purifica y une, no destruye.

 

El magisterio eclesiástico conciliar y posconciliar ya subrayó que en las diversas religiones existen elementos de verdad, aspectos buenos y verdaderos no sólo en los corazones de los hombres sino en sus ritos y costumbres aunque contengan también lagunas, insuficiencias y errores. El Concilio Vaticano II, pues, contempla la unidad del género humano, su origen común, y no rechaza nada de lo verdadero y santo que se encuentra en las religiones. Pero la existencia misma de estas son un reto para la Iglesia: la estimulan a reconocer como Dios llama a todos los pueblos para comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor en Cristo; la mueven a anunciar la plenitud de la vida religiosa y la definitiva reconciliación con Dios (Nostra aetate, n.2; Redemptoris missio, n.55).

 

Pero fue la Comisión Teológica Internacional que en un documento publicado en 1996 aportó una amplia síntesis sobre el cristianismo y las religiones. La teología de las religiones, el diálogo interreligioso y una teología cristiana de las religiones son consideradas desde el corazón de la cultura como instancia de sentido último y fuerza estructuradora fundamental. Un diálogo interreligioso, en el que la Iglesia católica está comprometida, que parte de la verdad de la fe cristiana fundamentada en el conocimiento natural de Dios y la confianza en la acción universal del Espíritu.

 

No es nuevo que en este diálogo se resalten tanto los aspectos que las religiones tienen en común como las diferencias igualmente fundamentales. En cambio, la creciente interrelación de las culturas en el contexto mundial y su compenetración en los medios de comunicación ha colocado la cuestión de la verdad de las religiones en el centro del diálogo: “El interés por la verdad del otro comparte con el amor el presupuesto estructural de la estima por uno mismo. La base de toda comunicación, también del diálogo entre las religiones, es el reconocimiento de la exigencia de la verdad”. El documento citado añade que mientras las religiones hablan de Dios, en su lugar o en su nombre, la novedad cristiana deja que Dios hable con su Palabra y esta forma de hablar “da al hombre la posibilidad de ser persona en sentido propio, junto con la comunión con Dios y con todos los hombres (…) sólo la fe cristiana vive del Dios uno y trino; del fondo de su cultura ha brotado la diferenciación social que caracteriza la modernidad”. Sacrificar la cuestión de la verdad es incompatible con la visión cristiana. Verdad de Jesucristo que, con sus claras exigencias, no puede nunca imponerse sin el riesgo de provocar oposición al Evangelio del Padre y a la dignidad del hombre de la que este habla.

 

Diálogo y sentido de Dios

 

El concepto general de “religión”, formado sólo a lo largo de la edad moderna, no deja de ser problemático al incluir los fenómenos más dispares como puede ser la Nueva Era, y entre otros, también el cristianismo. Por esta razón, es urgente presentar en términos culturales modernos el fruto de la herencia espiritual, intelectual y moral del catolicismo.

 

Es una convicción secular de la Iglesia que la auténtica libertad no existe sin la verdad. Si una sociedad no trata de alcanzarla se debilita el ejercicio auténtico de la libertad. El derecho a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa se basa en la dignidad ontológica de la persona humana y no en la inexistente igualdad entre religiones y sistemas culturales. El supuesto hecho de que todas las religiones y todas las doctrinas, incluso erróneas, tendrían igual valor va en detrimento de la dignidad de la persona humana que no ha de ser sometida a contradicciones externas que pueden oprimir la conciencia en la búsqueda de la verdadera religión y en la adhesión a ella (Lumen gentium, n.16; Ad gentes, n.11; Dominus Iesus, n.2/8/21).

 

A pesar de los esfuerzos por extirpar el fenómeno religioso del tejido cultural humano, persiste la importancia del hecho religioso como factor de encuentro entre personas y culturas. Es un diálogo a partir de las necesidades humanas, del sentido de la vida y de la acción común en favor de la paz y la justicia. Fomentar la violencia contradice la misma inspiración religiosa y ofende a Dios “principal antídoto contra la violencia y los conflictos” aseguró Juan Pablo II en Asís. Por ello, el diálogo interreligioso es connatural a la vocación cristiana y parte integrante de la misión de la Iglesia. Cuando la comunicación y la interdependencia entre las diversas culturas tienen hoy una mayor conciencia de la pluralidad de religiones del planeta, únicamente el diálogo, y no la ficción de una “religión parlamentaria”, supone un progreso en el verdadero sentido de Dios y del hombre.

 

El diálogo conduce al discernimiento, plantea la posibilidad de una acción divina en la historia y profundiza sobre los términos de una relación: un Dios a imagen del hombre o un hombre a imagen de Dios. Diálogo significa aportar el peso de la condición humana en relación interpersonal de cada uno con el Dios vivo. Precisamente, la común condición humana creada a imagen de Dios y la búsqueda de la salvación presente en todas las religiones, es lo que coloca a todos los implicados en el diálogo en verdadera paridad mucho más que todos los discursos religiosos puramente humanos.

 

La novedad sigue siendo, veinte siglos después, aceptar la pedagogía divina por la que Dios no puede ser mejor conocido cuando él mismo ha tomado la iniciativa de revelarse. No ignoramos que algunas tendencias culturales tratan de orientar los comportamientos de las futuras generaciones hacia el relativismo cultural decadente y falto de razón. Tendencias en las que toda identidad cultural es transitoria como si todas las concepciones de la vida fueran igualmente verdaderas y tuvieran igual valor. La pluralidad y la diversidad cultural nunca pueden justificar una legítima pluralidad de opiniones sin necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos.

 

El respeto de la conciencia individual no consiste necesariamente en abdicar del servicio desinteresado a la verdad sobre el hombre y sobre Dios. Asistir impasibles —ha alertado recientemente Juan Pablo II al cuerpo diplomático— a la marginalización del Cristianismo “no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización”. Tomen nota aquellos organizadores de encuentros interculturales e interreligiosos que insisten en prescindir de la historia y del presente de la Iglesia experta en entrar en contacto con nuevas culturas y, por tanto, experta en humanidad. En medio de la feria mundial de las propuestas culturales y religiosas, la Iglesia no sólo muestra a Cristo sino que sigue comprometida con El en transmitir el significado universal de su identidad y el deseo de conocer toda la verdad.