Volver a la fuente de las primeras comunidades cristianas

Autor: Padre Prudencio López Arróniz C.Ss.R.

Correo: ARRONIZ-PRUDEN@terra.es

 

 

La noticia saltó a la calle y dejó a todos sin aliento. Lo que anunciaban no era el relevo en el cargo del Sumo Sacerdote: ni la última acción represiva de las siempre temibles fuerzas de ocupación: las Legiones Romanas.

El anuncio increíble que en la Ciudad Santa se propaga esta mañana, como fuego en cañaveral reseco, y que va saltando imparable de boca en boca, es que el Crucificado Jesús, el joven Rabí que la Víspera de la Pascua, a la vista de todo el pueblo moría crucificado entre dos ladrones, ¡HA RESUCITADO...Y VIVE¡

Empujados por una fuerza irresistible, los discípulos del Maestro de Galilea, hace unos días acobardados y huidizos por el peligro de muerte que les pisaba de cerca los talones, proclaman esta mañana con coraje y audacia en plazas y calles.

“¡EL QUE VOSOTROS CRUCIFICASTEIS, HA RESUCITADO¡..!Y ESTA VIV0¡”.

Ellos mismos han sido sorprendidos por su Presencia cercana y tangible.

Lo que relatan es su propia experiencia personal: la Presencia de Jesús Glorificado en sus vidas, sacudidas como por la fuerza telúrica de un movimiento sísmico incontrolable, que los ha transformado, imprimiendo en ellos un giro Copernicano.

Son los mismos de antes, pero el encuentro con el Resucitado les ha podido. Su cercanía luminosa y salvadora ha dado un “giro decisivo” a sus horas negras. No saben explicar lo que les ha sucedido, pero viven lo que dicen y dicen lo que viven. Son conscientes de que lo que anuncian es una noticia escandalosa y revolucionaria para el ambiente socio religioso en que se mueven, porque anuncian un modo nuevo de ser judíos. Y esto es gravísimo, porque atenta contra el orden establecido, y porque pone en peligro sus propias vidas.

El encuentro con el Crucificado – Resucitado fue para ellos un encuentro profundamente “afectante”. No fue un toque más o menos superficial que roza apenas, como mariposa volandera, la piel del ser humano. Los encuentros “afectantes”, causan un impacto tal, que llegan hasta lo medular de la persona y allí la sacuden, la renuevan e imprimen en ella un dinamismo desconocido.

Por eso les pudo el encuentro con el Crucificado-Resucitado.

Hay tres cosas en la vida que no se pueden ocultar: el amor, el humo y el aroma de los perfumes.

Aquellos que hace unos días intentaban diluirse en la lobreguez densa de la noche, al ser ahora arrestados y conducidos al mismísimo Tribunal que hace apenas unas semanas condenó a su Maestro, responden con un aplomo y seguridad desconcertantes.

“ ¿Os parece justo delante de Dios, que os obedezcamos a vosotros antes que a El?. Por nuestra parte no podemos dejar de proclamar “lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 19-20).

Ni predican doctrinas novedosas, ni teorías exóticas. Ni siquiera recuerdan la doctrina, ni los milagros y signos que Jesús obró durante su corta vida apostólica. Sólo anuncian a Jesús y a Jesús Crucificado y Resucitado. Su Vida Nueva y nada más; pero lo hacen con una tal audacia y arrojo que contagian vida. Una vida iluminada por un encuentro “afectante”, necesariamente es contagiosa.

En el fondo, lo que proclaman es su misma experiencia personal. El milagro no está en sus palabras quemantes: el milagro son ellos mismos que sorpresivamente se sienten pecadores perdonados, apasionadamente amados, y enviados luego a anunciar al mundo entero “lo que ellos mismos han visto y oído” .

Pero la experiencia de Dios no puede acabar en el paladeo complacido de un subjetivismo egocéntrico: acaba siempre compartido. Y nace la comunidad.

Desde aquella mañana asombrosa, seducidos por el Señor Resucitado, sintieron todos un irreprimible impulso interior de ir en busca de sus hermanos y contarles dónde habían sido sorprendidos por el Resucitado, y cómo se habían sentido perdonados y apasionadamente amados por el Señor.

Se necesitaban para celebrar todos unidos la Salvación y compartir su propio relato original, los rasgos de su Misterio que más les había impactado. Se quitaban la palabra de la boca: se sentían todos como embriagados por un vino espirituoso.

Unos evocaban el momento en que estando en el Cenáculo con los corazones atrancados por el miedo, se presentó y se colocó en medio de ellos, saludándoles con el saludo de siempre, pero que ahora adquiría cadencias nuevas: la salutación Pascual.

“- La paz esté con vosotros” (Jn 20, 29).

Cómo ellos reaccionaron empalideciendo de susto y pánico, creyendo en su imaginación ver un fantasma, el Resucitado los tranquilizó, como una madre serena a su hijo pequeño, espantando sus sueños fantasmagóricos nocturnos.

“- ¿De qué os asustáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior? Ved mis manos y mis pies. Soy Yo en persona” (Lc 24, 36-39).

Los “Dos de Emaús” narraban con todo lujo de detalles, los avatares de aquella extraña jornada desde Jerusalén hasta su lejana aldea. Y lo que es más importante: su trayectoria interior que iba desde la desesperanza hasta el deslumbramiento de su Presencia, la tarde ya en declive, cuando “lo reconocieron al partir el pan”.

María Magdalena enumeraba, uno tras otro, los desengaños de su amor, aquella mañana insólita, en su búsqueda apasionada y frustrante del cadáver del Crucificado. Hasta que sintió la sacudida de un escalofrío que estremeció todo su ser, al escuchar la voz, la voz entrañada, la voz misma del Resucitado, que la llamaba por su propio nombre.(Jn 20, 16).

Presentes todos los discípulos, Tomás vio cumplidas sus exigencias para creer: comprobar por si mismo la identidad entre el Crucificado y el Resucitado. Jesús aceptó el desafío del discípulo que “buscaba”, respondiendo al ultimátum de sus duras exigencias de mensurabilidad e identidad.

“- Acerca tu dedo y comprueba mis manos: acerca tu mano y métela en mi costado” (Jn 20, 27).

Y el discípulo exigente, derrotado, no pudo menos de gritar ante los demás lo que en su corazón ardía: la más perfecta y concisa confesión de fe del Evangelio.

“- Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 29).

Pablo no se cansará de contarnos, una y otra vez, el acontecimiento que lo transformó al sentirse impotente para resistirse a ser “cautivado” por Cristo, que le atajaba y descabalgaba su pasado en el camino de Damasco. (Hch 9, 1: 22, 3-17: 26, 9-18).

Todos han sido sorprendidos por el Resucitado y desde él interpretan ahora sus vidas y cuanto acaece en ellas. Sólo El los identifica y dinamiza. Todos sienten que el ventarrón del Espíritu sopla vigoroso en las velas de sus vidas, empujándolos a un modo nuevo de existir.. Se presentan como Testigos del Resucitado. Y las pruebas más irrebatibles son el cambio, la transformación sufrida en su existencia individuada, nacidas de una experiencia sorpresiva e inefable.

Testigos. Pero ¿ qué es un testigo?

Testigo es la persona, que más allá de su fragilidad, testimonia, de modo categórico y contagioso, lo que él mismo está viviendo o ha vivido personalmente.

Un testigo cristiano, sin la experiencia salvadora de Jesús, no es un testigo cristiano: podrá ser una torrentera de palabras tan brillantes como vacías.

El testigo auténtico de Jesús Resucitado contagia lo que vive, porque resplandece en él la fuerza de Dios y la ofrece como garantía de su fidelidad a la Persona del Resucitado, de la que da testimonio. Sólo lo vivido es contagioso. Arde en su interior “la llama incombustible” que nada, ni nadie podrá ya apagar. Vivir es arder.

Interiormente se sabe una persona quebradiza, pero está seguro de la fuerza que le viene del Espíritu del Resucitado. Se siente anclado en Dios que lo ha comprometido y él responde con la libertad que nace del amor.. Esta es su garantía: la fidelidad total de su persona al Dios que anuncia.

“ Para ser testigos de Dios a los ojos de los hombres, hace falta llegar primero a ser testigo de Dios a los ojos de Dios” (Loew).

Pero la experiencia de Dios en la fe, como el amor, no se declara: se prueba. Y se transmite con el testimonio.

Después de todo, el testigo no hace más que vivir transparentando, pero su existencia ahora es un gran interrogante y una llamada.


“ Ser testigo de lo invisible es crear misterio en torno, es hacer que la vida resulte absurda si Dios no existe” (Card. Suhard).

Antes de la experiencia de Dios en la fe, todo hombre busca algo que alivie su inseguridad y finitud. Nadie quiere sentirse limitado. Pero después de haber sido encontrado por El, su Luz barre la oscuridad, el miedo, la inoperancia en que vivía. El encuentro impulsa a dar lo mejor de si, porque ahora comprende que pecado es defraudar egoístamente al amor y limitar la vida.

Sabe que Dios ha pasado por su vida, tatuándola con huellas indelebles. No basta. No se siente convertido del todo. El acontecimiento que cambió su vida es sólo el inicio de un largo proceso, de una vida en constante profundización. Esta interiorización se retroalimenta con el descubrimiento de nuevas facetas, sólo intuidas al principio, en Jesús Resucitado y vividas cada día a golpe de fidelidad al Espíritu, en una libertad que sólo el amor conoce. Sólo el amor nos hace libres, quebrando las cadenas de nuestros miedos y dependencias. Penetramos en la fe avanzando por etapas. Un mundo de semillas nuevas comienza a germinar, crecer y madurar. Quizás la vida en el Espíritu sea sólo eso: algo sencillo, menudo, pero incesante como una llovizna que nos va calando hasta que nos empapa de fe, oración y compromiso. Es como un impulso inicial retomado mil veces a lo largo de toda la existencia, hasta el último aliento.

Nadie llega a ser maestro de nada, si antes no es en la vida, buen aprendiz de todo.

“No se puede ser buen maestro sin haber sido buen discípulo” (Marco Aurelio).

Lo difícil comienza cuando alguien le pide al testigo que se explique: Cómo comenzó todo, qué sintió, por qué a él y no a otros: si existía previamente alguna predisposición opaca, subyacente que le estuviera trabajando por dentro.

Es inútil: no lo sabrá decir: no ha hecho más que vivir, pero su existencia es ahora una llamada. Y es que nada es nada hasta que no se vive, pero cuando se vive, no se sabe explicar lo vivido. Ni el sol, ni la muerte, ni la Vida pueden mirarse de frente, porque ciegan y hacen enmudecer.

El mismo S Juan de la Cruz, cuando habla de la experiencia de Dios dice que es algo “- de lo que no querría hablar, porque veo claro que no lo tengo de saber decir”.

¿Y qué es el testimonio?

La deposición oficial del testigo, que en una atestación cualificada, asevera formalmente lo que él mismo ha presenciado y vivido, y de lo que tiene conocimiento directo.

Pero, “-No se puede reducir la Revelación a sólo la experiencia que el hombre hace de ella: es un don, no un producto del sujeto que la recibe. Lo que prima es la actuación de Dios, no la del hombre” (U. W. Balthasar).

No son los pies los que dinamizan la fe; es la fe la que moviliza los pies. 

Aquí nace el sobresalto del testigo: en la intervención gratuita, libre y conmocionante de Alguien, algo que le agita, como una sacudida eléctrica, hasta las raíces últimas de su ser, que hace, desde ese momento, que se convierta en testigo y testimonio. 

Es el testimonio de Juan, arrebatado como un impromptu musical melancólico vespertino, el que nos transmite la gama de tonos e intensidades de su propia experiencia personal y el de su Comunidad.

“- Lo que existía desde el principio, los que hemos oído, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos, acerca de la Palabra de la Vida – pues la Vida se manifestó y nosotros damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó – lo que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn 1, 1-3).

No todas las cartas se escriben con tinta. La Primera de Juan está escrita con el fluido vital que destila el Testigo de Jesús Resucitado.

Cuando los testigos se eclipsan, aparece la oscuridad, y la inquietud religiosa vuelve a añorar y buscar Testigos de Dios.

Cada uno ama lo que busca y busca lo que ama. Las heridas secretas son las que más abrasan y desasosiegan.

Después de todo, nosotros no tenemos que ser testigos, ni dar testimonio de una vida sin pecado, ni de una fe perfecta, sino de la inmensidad del amor envolvente y gratuito de Dios que nos es ofrecido a cada instante.. y nos ama siempre. ¡Tanto¡

En adelante, para creer no hará falta ver: sólo sentirse vulneradamente amado.

Tanto vivimos cuanto amamos. Es la sabiduría de la vida. El amor crea vida para el que ama y para el que es amado.

Bienaventurado el que se sabe amado por Dios hasta los tuétanos, porque este amor desatará todas las capacidades dormidas en su corazón, y aprenderá qué es eso de un amor desarmado.

Hoy buscamos testigos y preguntamos ansiosos. ¿DONDE ESTAN LOS TESTIGOS DE LA EXPERIENCIA DE DIOS?

En las FUENTES PRIMORDIALES, porque en ellas está lo virgen, lo incontaminado, la vida en toda su fuerza original primera. La aventura de la vida a punto de echar a andar. Lo que surge fecundo de la oscuridad a la luz.

Sus aguas siempre cambiantes, simbolizan la vida en perpetuo rejuvenecimiento.

La Cristiandad entera precisa con urgencia volver los ojos a las Comunidades Primeras de Cristianos, para aprender de ellos el asombro de sus vidas, su entusiasmo y contagio vital por la Persona de Jesús Crucificado Resucitado, los criterios evangélicos vividos que los empujaban a anunciar, boca a boca, lo que vivían: a Aquel que los había salvado y cambiado la existencia.

“Compartir la manera que cada uno tiene de seguirle y de comprenderle: los rasgos de su Misterio que suscitan en nosotros una simpatía más fuerte; la perplejidad a veces en su seguimiento: la radicalidad en sus palabras...Nos necesitamos y debemos buscarnos para contarnos el camino hecho y las dificultades del camino hecho....en su seguimiento” (F. Alía).

Nuestra fe no es una fe de mera autoridad que brota de la certeza contagiosa de los primeros cristianos. La fe de quienes hemos venido después se apoya en Jesús mismo experimentado como viviente, como vivo. No es una fe heredada: es una fe personalizada. 

Pero la fe no se puede vivir aisladamente. 

Cuando se celebra y comparte en Grupo, en Comunidad, en Parroquia, Cristo camina con nosotros y se deja experimentar en una comunión de fe viva; en la Palabra ardientemente proclamada y vivamente escuchada: en la Eucaristía en que primero el silencio y luego la aclamación de fe de todos los creyentes, nos hace sentir su Presencia viva, reactualizada y presente: en la atención a los más humildes y marginados (Mat 25, 31-45): en la mística de los cristianos cuando viven la alegría de la fe, o en los casos de experiencia de Dios personal extraordinaria. Todos esos momentos privilegiados son como una señal de Vida, de Gracia que atestigua y contagia la Presencia del Resucitado Jesús entre nosotros.

“La Comunidad cristiana es el espacio privilegiado de la manifestación de la Resurrección de Jesús y ella misma es fuente y manantial”, testigo y testimonio de Vida Nueva para el mundo. (Francisco Martín, porque es su Espíritu y no nosotros, el que dinamiza y salva la Iglesia.

Recuperando la juventud y la alegría de vivir. Y para eso, volver a beber en las Fuentes donde bebían las Primeras Comunidades cristianas, porque en los veneros está lo auténtico, la Vida que brota siempre con empuje incontenible, ubérrimo y juvenil: la Verdad.

Dios nos espera siempre en lo esencial; en las Fuentes, en las Raíces.

(Tomado de “ES LA HORA DE LA EXPERIENCIA DE DIOS” Pgs. 24 – 33. Edit. Monte Carmelo. Apdo 19. (Burgos - España).