Siervo de Dios Manuel Lozano Garrido

Autor: Rafael Higueras Álamo

 

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MISA EN CASA DE MANOLO

(José Luis Martín Descalzo)

Trascripción de la grabación original del sacerdote y periodista J.L.M. Descalzo. (Disco “palabras que sufren”, grabado con la propia voz del autor. 1971 en Ediciones San Pablo)

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Esta carta no es como las demás.

No ha llegado por correo ni ha precisado de franqueo ninguno.

Es una carta tan especial que hasta voy a daros el nombre y apellidos de quien la firma.

Porque es alguien que nos dejó hace unos meses y hasta puedo decir que su carta me llega desde el “otro mundo”.

Es una simple cartulina.

En una de sus caras cuenta que MANUEL LOZANO GARRIDO después de años y años de enfermedad reposa ya definitivamente.

En la otra cara hay una carta brevísima: sólo seis líneas que contienen el último mensaje de Manolo a todos sus amigos:

“Amigos:

Por un tiempo no nos veremos;

me adelanto al encuentro del Padre;

Os agradezco que hayáis estado junto a mi muerte,

como estuvisteis junto a mi sillón de ruedas.

Sigo vuestro y os renuevo mi cita en la Alegría.

Cuidad de Lucy.

Y recordad que todo es gracia.”

Estas palabras han sonado en mi alma como un latigazo; como un latigazo de luz.

Y he sentido vértigo.

Porque no hay nada más profundo que un alma que ha tomado la fe en serio.

Sólo con mucha fe se puede hablar de la muerte con esa asombrosa serenidad: sin ninguna retórica, despojado ya de toda literatura, como sólo puede escribirse en el borde de la vida.

Porque Manolo lleva muriendo muchos años.

Allá por el año cuarenta un reumatismo articular fue arrinconando progresivamente retazos de su vida, hasta una parálisis y ceguera totales.

Pero desde su sillón de ruedas escribió y publicó nueve libros, centenares de artículos y cuentos; y hasta organizó y dirigió una revista para los enfermos.

Yo le conocí cuando ya estaba completamente paralítico.

Miento. Aún le quedaba un movimiento.

Un movimiento diminuto: con el dedo pulgar podía accionar el mando de un magnetofón en el que dictaba sus libros y pensamientos, que luego Lucy, su hermana, su secretaria, su segunda alma, trasladaba al papel para la publicación.

Recuerdo que al entrar en su cuatro y decir: “¡Hola Manolo!”, me respondió: “Esta voz la conozco yo”. Efectivamente; me había oído un sermón mío radiado tres años antes.

Pero Manolo era un archivo viviente de todo: de voces, de ideas, de pensamientos... Su memoria prodigiosa lo clasificaba todo. Me recitó fragmentos de un artículo mío publicado ocho años antes y del que yo no recordaba ya ni la existencia. Y, ciego como estaba, tenía fotografiado en su interior cuanto en los años de luz había visto.

“Busca, le decía a su hermana, en la carpeta azul número cuatro y hacia la mitad hay un artículo del “YA” a tres columnas en el que se habla de la muerte de Juan XXIII”.

¡Era admirable! Pero lo era sobre todo por su escalofriante alegría.

Dios no era para él un cuento, ciertamente. Creer y ser cristiano no eran para él un adjetivo secundario. Eran como una profesión: Se dedicaba a ser cristiano. Se dedicaba a creer. Y lógicamente estaba alegre.

La parálisis no había encarcelado su alma. Al contrario. ¡Cómo le interesaba el mundo! ¡Con qué pasión seguía la marcha y la vida de la Iglesia! ¡Cómo entendía sus crisis y qué poco se angustiaba con ellas! ¡Era un profesional de la esperanza!

Aquella mañana de domingo yo había ido a su pueblo, Linares, a dar una conferencia. Dije misa en su casa. En la diminuta habitación en que pasaba toda su existencia. Apenas cabía la mesa de altar entre su cama y su sillón de ruedas.

Él estaba ante mí convertido ya en un esqueleto; (poner la mano en su hombro era tocar sus huesos).

Y respondía a mis palabras litúrgicas con el júbilo de un joven seminarista. Y sentí casi vergüenza de ser yo quien celebraba cuando Manolo parecía mucho más sacerdote que yo, mucho más víctima sobre todo.

Pensé que en aquella misa había dos altares y dos víctimas. Cristo estaba en el pan que yo acababa de consagrar. Estaba también en aquel cuerpo degollado por treinta años de sufrimiento feliz.

Y ahora, he recibido esta tarjeta que me habla de su muerte.

“Por un tiempo no nos veremos;

me adelanto al encuentro del Padre;

... os renuevo mi cita en la Alegría.

... recordad que todo es gracia.”

Sí, Manolo. Para ti morir no era otra cosa que adelantarte al encuentro del Padre. Alejarte un poco, como un tiro de piedra de tus amigos a quienes volverás a ver a la vuelta de la esquina de la muerte. Tu cita en la ALEGRÍA (tú escribías “Alegría” con mayúscula), no es una cita en la diversión.

Para ti la Alegría era una PERSONA, era CRISTO. Habías asimilado tan hasta el fondo la serena certeza de que “todo es gracia”, que para ti era como un regalo eso de vivir sin cuerpo y ver sin ojos.

Esta tu muerte alegre ha sido para mí muy importante: porque ha llegado en un momento en que quienes creemos que estamos construyendo la Iglesia, vivimos llenos de polémicas y de tensiones.

Mientras nosotros discutíamos, tú ahondabas.

Mientras nosotros nos avinagrábamos, tú seguías citándonos en la ALEGRÍ A.

Mientras muchos vacilan e incluso temen por el futuro de la fe y de la Iglesia, tú sabías y repetías que “todo es gracia”.

Efectivamente, Manolo, “TODO ES GRACIA”.

Tu vida fue para mí una gracia el día en que celebré misa en tu casa. Tu muerte ha sido para mí otra gracia luminosa en estos años en que nos obstinamos en ver oscuro lo que Cristo nos entrega cada día tan claro.

Asociación de amigos de Manuel Lozano Garrido “Lolo”