Estas enfermo ¿te gustaría morirte?

Domingo V del tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Hace pocos días celebré un funeral. Pero lo más sorprendente del caso es que se trataba de un señor al que yo conocí hace poco más de un año. Por aquellas fechas le acababan de diagnosticar un avanzado cáncer de hígado, pero él no quiso someterse a ningún tratamiento médico, en contra de la voluntad de todos sus parientes, porque decía que se sentía bien. Y cuando por fin accedió a ir al médico, fue para que lo desahuciaran. Al cabo de unos meses, nos encontramos con el desenlace. 

            Yo creo que todos nos hemos encontrado en más de una ocasión con alguna persona enferma que no acepta su enfermedad o su condición de enfermo. Y me parece a mí que éstos son los casos más difíciles de tratar, precisamente porque no se quieren tratar ni dejan que los demás se preocupen por ellos. Se consideran sanos y dicen que no necesitan de nada. Y, sin embargo, el primer requisito para que alguien se cure es que reconozca su enfermedad y, consecuentemente, que quiera curarse.

            Pero existen muchos tipos de enfermedades. Y las físicas no son precisamente las más graves. Mucho peores son las enfermedades emocionales, morales y espirituales. Y lo más grave del problema es que nos resulta más difícil aceptar estas segundas.

            En una ocasión, mientras comía a la mesa de Mateo, junto con un grupo de publicanos y pecadores, Jesús dijo que “no eran los sanos quienes tenían necesidad de médico, sino los enfermos; y que Él no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Pero lo curioso es que nosotros no queremos ser considerados como tales, ni como los primeros ni como los segundos. Pero, ¿nos damos cuenta de que la primera condición para acercarnos a Jesús es, precisamente, aceptar nuestras enfermedades y dolencias, sean éstas físicas o espirituales?

            El Evangelio de este domingo nos dice que “al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron a Jesús todos los enfermos y poseídos”, y Él los curó a todos y expulsó muchos demonios. ¡Qué maravilla! ¡Qué alegría saber que Cristo puede curar todo tipo de enfermedades y expulsar a toda clase de demonios juntos! Pero, ¿de qué nos sirve saber eso si nosotros no queremos considerarnos enfermos o poseídos? Y por eso no nos acercamos a Jesús. Pues, ¡tontos de nosotros! Teniendo la salvación tan a la mano, no nos curamos de nuestras miserias por falta de humildad. Y la verdad es que aceptarse enfermo –sobre todo del alma– requiere una gran dosis de humildad y de aceptación personal, porque exige reconocer la propia debilidad, flaqueza y su necesidad de los demás. Así, pues, la primera condición para mejorar es reconocer que estamos enfermos.

            Un escritor contemporáneo así describe su propia experiencia: “te cae encima una enfermedad y, de un día para otro, debes aceptar la inactividad –aunque sea breve–, y el sufrimiento –aunque sea limitado–, e incluso la posibilidad de la muerte –aunque parezca todavía lejana–. Te conviertes en un ‘objeto’ más que en un sujeto; en una ‘cosa’ administrada por los demás; en un ‘paciente’, aunque a veces tengas muy poco de paciente. Y entonces comienzas –si antes no lo has hecho nunca– a examinarte a fondo, tal vez incluso sin saberlo, desde la perspectiva de Dios”.

            ¿Cuáles son nuestras enfermedades personales? Si éstas son físicas, Jesús tiene el poder de curarlas definitivamente, porque Él es el Señor de la vida. Y si son espirituales, Él es el Hijo de Dios, y es capaz de expulsar cualquier tipo de demonios del alma. Y si son emocionales, Él ya ha vencido con su cruz todo dolor y sufrimiento humano, y se ha convertido en la fuente de nuestra verdadera paz. Si nuestra enfermedad se llama “depresión”, Él es el remedio seguro de nuestras tristezas y abatimientos, porque en su Getsemaní ya pagó el precio de todas nuestras angustias. Y si tenemos un demonio llamado “orgullo”, aprendamos de Él, que es manso y humilde de corazón. Y si tenemos una duda de muerte, Él ya venció todas nuestras tinieblas con su luz y su gloriosa resurrección. En una palabra, ¡Él es infinitamente poderoso, es el Dios omnipotente, y es capaz de remediar todas nuestras miserias! Lo único que hace falta es que reconozcamos nuestra enfermedad y nos acerquemos a Él con humildad y confianza. ¡Él nos curará de todas nuestras dolencias físicas o espirituales!