El amor de Pentecostés y el Amor de las Madres

Autor: Teresa Rosero     

 

 

                En este año de 2008 la fiesta de Pentecostés y el día de las madres caen en  el mismo domingo.  Quise escribir sólo sobre Pentecostés y no pude.  Quise escribir sólo sobre las madres y tampoco pude.  Decidí reflexionar en lo que tienen en común estas dos fiestas.        

    

                Leyendo una reflexión del Padre Raniero Cantalamessa me inspiré y me dije a mí misma: “Aquí está la respuesta”. Él dice que la experiencia de Pentecostés fue un evento de orden subjetivo, es decir, una experiencia  del amor de Dios de tal intensidad que los apóstoles se sintieron bautizados, inundados por el gran amor de Dios por ellos.  La experiencia fue tan grande y tan profunda  que la  paz y la alegría se apoderó de ellos, a tal punto que la gente creía que estaban borrachos (Hechos 2: 13).  No sólo experimentaron el amor intenso de Dios, sino que este mismo amor movió a los apóstoles a un cambio radical de vida.  Todo esto, dice el Padre Cantalamessa, sólo se puede explicar a través de la intervención del fuego divino del Espíritu Santo.

            En la Renovación Carismática experimenté y miles hemos experimentados esta experiencia de ser amados intensamente por el Padre de los Cielos a través de la efusión o bautismo del Espíritu Santo.  Hermanos nuestros han impuesto sus manos, en un acto fraternal, sobre nosotros, y han orado para que el Espíritu Santo, que vive dentro de nosotros, nos haga experimentar el amor intenso de Dios; amor que nos ha llevado también a un cambio de vida radical.

            Como madre y como hija, la experiencia de Pentecostés en mi vida personal, me ha transformado en mejor madre y en mejor hija.  Recuerdo la primera vez que sentí este amor intenso de Dios por mí.  Mi autoestima subió porque me sentí amada por el Padre Celestial.  Todo mi ser se inundó de amor, y las amarguras se terminaron.  Día a día la relación de amor con papá Dios ha ido creciendo, y al crecer, también ha ido creciendo mi amor de madre; y como hija he podido entender el gran amor que mi padre y mi madre han tenido por mí.   Dar y recibir amor se me ha hecho mucho más fácil.

Por otra parte, el sentirme amada por Dios me ha llevado a concientizarme de mis pecados y de mis faltas.  Me he responsabilizado de mis errores, sin culpar a nadie, y sin tratar de cambiar a nadie.  Me he convencido que el cambio es muy personal y se da sin presiones y sin exigencias.  Es la fuerza del amor de Dios experimentado en el corazón a través del Espíritu Santo que lleva a una decisión de querer cambiar.  Y es la fuerza del amor nuestro, bañado por el amor de Dios, que lleva a los demás a notar el cambio nuestro, y a buscar ellos mismos un cambio en sus vidas.

Por eso, es que he pensado que el amor de las madres y el amor de Pentecostés son amores redentores.  Como dice San Pablo en 1 Corintios 13, 7: “El amor todo lo perdona, todo lo justifica, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.

Las madres seremos mejores madres y mejores hijas si dejamos que el Espíritu Santo tome control de nosotras.    El Señor nos dotó desde la eternidad con un don natural, el don del amor.  ¡Reflexionemos en cómo este amor puede llegar a ser amor transformador en el mundo, si se deja tocar por el dedo de Dios que es el Espíritu Santo!

Finalmente, lo que es cierto para las madres, es cierto para cada ser humano, hombre o mujer, que abra el corazón y experimente el amor de Dios, como le pasó a los apóstoles. 

Como todos venimos de una madre, en este día especial del Día de las Madres, pidámosle al Señor que cada madre experimente el gran amor de Dios para que ayude a promover una cultura de Pentecostés en sus hogares y en el mundo de hoy.

Oremos: “¡Señor, bendice cada madre, derrama tu Espíritu sobre cada una de ellas, y allí junto con ellas y con nuestra madre María, derrama tu Espíritu Santo sobre cada uno de tus hijos.  Gracias Señor. Amén!”