Éxito y santidad

Autor:  Juan Pablo Plascencia L.C

 

 

Cuánto desearíamos ser reconocidos como hombres ilustres, ser aclamados como insignes, ser aplaudidos como lo fue un día Alejandro Magno o Aníbal.

Digamos que en cierto modo la fama es una aspiración universal; pero son pocos los que encuentran la receta, siendo esta tan fácil. 

Pensemos que los hombres conspicuos, cuyos nombres van y vienen de boca en boca por los siglos, tuvieron que comenzar desde cero a construir la gloria de su nombre. Porque ningún hombre nace con fama, y mucho menos, se ha tropezado con ella por casualidad; es como querer encontrar un trébol en el Sahara. 

Los nombres más célebres lo son, gracias a las voluntades intrépidas de quienes los llevaron. Por ejemplo, todos pensamos que la figura de Napoleón es el emblema de los militares más brillantes de todos los tiempos; y adjudicamos su fama a las tremendas hazañas bélicas con las que hizo y deshizo las fronteras de su imperio tamaño Europa.

Pero pocas personas otorgan estas glorias militares al Bonaparte, que con tanta ambición, con tanta audacia explotó sus talentos. En su juventud, el corso tuvo que poner mucha voluntad para formarse. Leía con voracidad y soñaba con prestar brillantes servicios a su tierra. Era pésimo en el estudio del Latín, pero era magnífico para la historia y la geografía, lo cual, aprovechó al máximo. Además, en sus lecturas recibió una poderosa influencia de los héroes clásicos.

Así, Napoleón Bonaparte se formó con tesón, y posteriormente, conquistó la cumbre de la fama. Y hoy es un hecho lo que su epitafio anuncia: Hic cinera. Ubique nomen. (Aquí yacen sus restos, pero su nombre está por todas partes).

Otro buen ejemplo puede ser el del mago de lo abstracto, Isaac Newton. En sus años de adolescencia, el físico inglés, fue siempre un muchacho serio, pensativo y silencioso. Ocupó los últimos lugares de la clase; pero con empuje y tenacidad, logró colocarse en el primer lugar de toda su clase y, años después, fue nombrado presidente de la Royal Society. Descubrió las leyes que rigen el universo, ganándose la admiración de todos los hombres, pues nadie, hasta el momento en que Einstein las reformuló, pudo llegar a tales especulaciones físico-matemáticas.
Como vemos, hasta los hombres genios tuvieron que trabajar duro. Soñaban, sí. Pero siempre despertaban. Mejor dicho, soñaban trabajando, luchando, quemando y arriesgando sus cualidades, sus talentos, para conquistar hazañas y adornar sus nombres con sus empresas.

La tenacidad y la intrepidez vive en todos. Solo hay que despertarla. Qué sería de los hombres, de ti o de mí, si nos pusiéramos a invertir nuestros talentos con voluntad decidida, férrea. Si nos decidiéramos a despertar la audacia que llevamos dentro, ¿Acaso no habría más hombres ilustres? 

Bien sabemos que el hombre no es un ser meramente horizontal, sino que toda su vida está dirigida a Dios, nuestro Gozo Pleno. Por ello, en la vida espiritual no bastan los buenos ánimos y los sentimientos de querer ser grandes, sino que necesitamos de la gracia de Dios. No es grande meramente quien consigue triunfos etéreos, sino quien llega a ser santo en compañía de Dios. Sólo los santos dejan la auténtica huella en el mundo. Los santos son luz en el mundo, pues están unidos al único que fulmina para el bien con el amor: Cristo.

La vida de los santos está constituida por un don y por una respuesta personal a la gracia divina. 
Quizá uno de mayores dones que podemos alcanzar con la virtud y el amor es la santidad. Esta día a día se alcanza, se conserva y se aumenta por medio de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. En la medida en que más creemos, esperamos y amamos a Dios y a los hombres, seremos más perfectos.

Lo más grande que podemos alcanzar es estar con Dios para toda la eternidad, es decir para aquello que jamás terminará, y por ello, tiene sentido ser santo.

Si luchamos por tener éxito en la vida a un nivel humano, ¿Por qué no hemos de vivir con mayor pasión en la lucha por ser santos? No pensemos que santo significa estar en los altares, con los ojitos en blanco, posturas torvas… ¡No! Santidad conlleva todas nuestras dimensiones naturales hacia lo que nos hace plenamente felices. Pues ya lo dijo san Juan de la Cruz: “Al final de la vida, me examinarán del amor”.

Cuando las cosas cuestan es cuando mayor sentido toman ante Dios y ante nuestros hermanos. Ser santo es arduo y está lleno de sacrificio por todas las partes en las que se mira y se trabaja. ¡Pero vale la pena!

Es muy significativo que el Papa Benedicto XVI en los últimos números de su encíclica hable de los santos. Lo realmente importante es ser santo: “La vida de los Santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los Santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos” (DCE 42).


¡Vence el mal con el bien!