Descubramos el don de Dios

Autor: Benjamín Dueñas, L.C.

 

 

La mejor promoción vocacional ha dicho el Santo Padre consiste en el testimonio de la propia vida sacerdotal o consagrada. Testimonio que desafortunadamente se ha visto comprometido por los tristes y lamentables hechos que ya todos conocemos, pero sobre todo por la campaña mediática que pretende hacernos pensar que el problema es único y exclusivo de los sacerdotes católicos.

Lamentablemente muchos han caído en la trampa. Una visión miope del problema les está llevando a tomar decisiones según “criterios de una mentalidad secular” (que es la que está detrás del bombardeo mediático).

Limitar la acción pastoral del sacerdote con los niños y con los jóvenes, cancelar los grupos de acólitos, poner a su lado “ángeles custodios”, por no decir policías u observadores permanentes... no va a solucionar nada. Tampoco lograremos gran qué, si boicoteamos cualquier actividad del sacerdote o negamos la presencia de nuestros hijos. No solucionaremos nada, al contrario, vamos a enfatizar una mentalidad negativa y de rechazo hacia el sacerdocio, creando desconfianza y aversión a lo que son y representan los sacerdotes. Algo que no sólo es injusto, sino anti cristiano.

Toda elección de vida, y en especial la vocación sacerdotal, nace de la admiración. Los jóvenes necesitan modelos de entrega, de alegría de generosidad, de fe y de oración. No les privemos de este derecho en nombre de una falsa prudencia. No colaboremos con esa mentalidad secular sembrando desconfianza. Resaltemos lo bueno y maravilloso del sacerdocio y de la vida consagrada. No abortemos las vocaciones.

Pagan justos por pecadores, sí, es verdad. Y creo que los sacerdotes fieles (la gran mayoría) estarían dispuestos a hacerlo si no estuviera en juego algo más que la simple imagen personal. Se está poniendo en riesgo la fe en el sacerdocio de Cristo, las futuras vocaciones y con ellas el futuro de la Iglesia. No hagamos de las medidas preventivas el aborto de las vocaciones. Esto sería un daño todavía más grande que el que han producido estos pocos sacerdotes.

El sacerdote no es un funcionario que trabaja por unas horas y se retira a una vida cómoda para comenzar al día siguiente su rutina nuevamente. Ha recibido un llamado de Dios respondiendo con generosidad y no con pocos sacrificios. Lo ha dejado todo, familia, amigos, su persona..., para colaborar con Dios, entregándose a sus hermanos. Muchos de ellos desgastan su vida a lado de los pobres, enfermos y abandonados, sufriendo acompañando y consolando. Otros tantos en las escuelas y universidades, investigando y enseñando no sólo la fe, si no un humanismo cristiano que defiende la dignidad de toda persona y que no calla ante las injusticias; Algunos más, incluso han derramando y todavía hoy derraman su sangre por el evangelio. Pero esto, el mundo no lo entiende y nosotros, que nos decimos cristianos, estamos perdiendo nuestra fe, cuando reducimos el sacerdocio en un mero decir misa.

El sacerdote es Padre, hermano, amigo. Y así lo hemos experimentado muchas veces. El sacerdote siempre está ahí cuando uno los necesita, y si no lo está, nos quejamos. Exigimos de él lo mejor, toda su persona, todo su tiempo, toda su atención, y con justa razón; Pero qué poco pensamos en ellos cuando hemos cubierto nuestras necesidades o cuando nada nos hace falta. En el mejor de los casos nos retiramos con un simple ¡gracias!

El sacerdote no es un héroe, es un hombre. Un hombre que ríe y que llora, que sufre y que goza. Un hombre que, como todo hombre, puede fallar y pecar; Por eso es grande el sacerdote, porque dejándolo todo se esfuerza por darse a los demás, sin esperar más recompensa que la satisfacción de vernos felices, caminando hacia el cielo. Feliz por colaborar con Dios como ministro de su palabra y de su gracia.

La mejor “prevención” es ayudarles a vivir su vocación en plenitud. Viviendo y compartiendo con ellos su misión desde la fe. Descubramos y vivamos también nosotros la belleza del sacerdocio. La belleza de su misión y de todo el bien que pueden hacer a nuestras almas. Descubramos con ellos la alegría que se encuentra en el dar y no en el recibir. Ayudémoslos a ser verdaderos pastores y amigos. Seamos nosotros sus familias. Compartamos con ellos nuestro tiempo. No seamos indiferentes, exijamos de ellos lo mejor. Descubramos el don de Dios.


¡Vence el mal con el bien!