Libertad humana: razón para temer o para esperar

Autor: Magdalena Figiel

 

 

Cuando un ciudadano inglés ve a un joven ocioso parado en la puerta de un negocio, teme alguna agresión. Si en Madrid un vendedor ambulante te ofrece un perfume para oler, ¡atención!: a lo mejor intenta adormecerte para robar tu casa. Cuando alguien te oculta su rostro, es normal desconfiar… porque el antifaz esconde malas intenciones. Podría esconderse una buena mujer musulmana detrás de un velo, pero podría ser también un terrorista. Y, ¿quién sabe qué me hará el doctor, cuando estaré en sus manos? Y el científico, ¿no sientes un poco de miedo al imaginarse los monstruos que logrará producir gracias al progreso de la ciencia genética?

Le tenemos menos miedo a un león, aunque sabemos que nos puede devorar cuando sienta hambre. Tememos más al ser humano, porque es imprevisible, tiene grandes capacidades y hay en él algo que no puedo penetrar… en definitiva, porque es libre y puede usar mal la libertad.

Parece que cada día hay más razones para desconfiar y temer. El hombre se convierte en peligro para sí mismo. Tenemos miedo de nosotros mismos. Pero, sin confiar en el otro, la vida se hace imposible. ¿No habría también razones para confiar y abrirse al otro?

Un caso más nos puede ilustrar lo que pasa en la sociedad: cuando en Francia se discuten nuevas leyes que castigarían la violencia en las calles, a lo mejor algún adolescente piensa: “Quieren coartar mi libertad, controlarme. Si no confían en mí, van a ver que no sirven de nada sus medidas…” Desde arriba más leyes, desde abajo más rechazo de la autoridad”. Ya decía Hobbes que las normas ayudan a vender desconfianza.

Se puso de moda la libertad y ahora nos da miedo. Sin embargo, no nos equivocamos cuando nos acostumbramos a pensar que la libertad es algo bueno. ¿Qué es la libertad?

Es cierto, que a mayor libertad corresponde mayor capacidad de hacer daño al otro. Pero quizá olvidamos, que ser libres posibilita también hacer el bien, entregarse al otro, amar. La libertad es para elegir el bien y sólo por defecto para hacer el mal. Además, la libertad humana es una libertad de autoposesión y de autodeterminación. La persona no está determinada por sus genes a ser buena o mala. Puede llegar a ser un hombre honesto, aunque haya nacido en un barrio de criminales. La libertad permite hacerse mejor persona, posibilita cambiar.

Afortunadamente, nuestra libertad es limitada y, por lo mismo, el mal que causa alguien como Hitler siempre tiene sus límites. No puedo hacer todo lo que se me ocurra, porque hay unas leyes de la naturaleza que me limitan y no puedo entrar en la interioridad del otro ser humano: no tengo el poder sobre la conciencia del otro para lograr que piense y actúe siempre según mi voluntad. Como ser humano, aunque esté en medio de la masa, hay en mí algo “muy mío”, que me permite ser lo que soy, que es inaccesible e incomunicable.

Seguramente queremos una sociedad sin tanto miedo. Ser libre sin necesitar temer al otro. De hecho, por necesidad seguimos confiando: confío que la leche que compro en el supermercado no está envenenada o que el policía no es un asesino disfrazado (que no nos pase como a Gabriel Syme en “El hombre que fue Jueves” de Chesterton: este personaje pensaba que perseguía a un criminal, cuando en realidad se trataba de otro detective como él que hacía de anarquista).

Puede parecer que necesitamos una sociedad policíaca cuando las personas no viven según los principios éticos. Creamos más leyes, porque hay menos principios. Pero los candados y el mayor número de leyes externas no son ni la única ni la mejor solución a un problema que se encuentra en el interior de las personas. Las leyes pueden educar, pero no bastan. Tampoco funciona desentenderse de lo problemático: pasar por el otro lado de la calle, no involucrarse para no arriesgarse; en fin, no comprometerse, pero dentro del propio individualismo, quejarse de la insociabilidad de otros.

Lo que hace falta es creer en el hombre y buscar la transformación de lo más profundo en el ser humano. Esforzarse por el cambio de lo más personal, que posiblemente no se logra en la duración de una presidencia, pero que es duradero. Es una empresa que se parece al trabajo de la gota del aceite que puede penetrar la realidad a fondo. Se puede educar aquel núcleo de la persona dónde se encuentra la libertad y este trabajo es en realidad el único eficaz.

Se puede confiar en el ser humano. Ninguno está determinado a ser malo y, en primer lugar por la libertad, puede salir de situaciones negativas. Para transformar a la persona hay que confiar en ella. No son sólo los políticos los que llevan a cabo este cambio. Estos pueden apoyar, pero se trata ante todo de una labor de persona a persona: la labor de la madre que se entrega a su hijo, del maestro que aplica el efecto Pigmalion con su discípulo, del amigo por medio de su testimonio.

Se cuenta que un hombre cogió al joven Abraham Lincoln cuando este estaba robando. Le regañó, pero también le dio una oportunidad para trabajar en su negocio. Muchos no hubieran llegado a ser grandes hombres, si alguien no hubiese confiado en ellos. Se pueden encontrar bastantes casos positivos que corresponden al desarrollo de las capacidades humanas: el adolescente con temible aspecto de hevymetalero que le ayuda a la anciana en sus compras, o la curación de una enfermedad gracias al progreso científico, sin el cuál hace 20 años me hubiera quedado paralizada.

Hay otra posibilidad de que el tener miedo del hombre se convierte en un peligro para sí mismo. Recordemos, que sólo el ser humano puede ser héroe. Puede decidir arriesgar o sacrificar su vida para salvar la de otro. En todo el universo sólo el ser humano, por ser libre, puede buscar desinteresadamente el bien del otro. Por tanto hay razones para esperar en el ser humano, precisamente porque es él único ser en el universo capaz de buscar desinteresadamente el bien del otro.

 

Fuente: Mujer nueva