Estrella o estrellitas

Autor: Juan Antonio Ruiz

 

 

Cualquiera, al observar los anuncios de la calle o la televisión, sabe que nos encontramos a unos pasos de celebrar la Navidad: luces, regalos (“Compre el juguete del siglo para su hijo, verá lo feliz que se pone”; “El mejor regalo para mamá: un par de aretes de oro puro”) fiestas organizadas, los viajes planeados (“Aproveche las grandes ofertas navideñas de nuestra tienda”; “Vale la pena romper la alcancía: hazlo por ellos”). Todo en el ambiente deja ese sabor a la anhelada fecha.

Mucha gente me ha dado la enhorabuena: ¡Que tenga felices fiestas! Y, tengo que reconocerlo, me he entristecido un poco. ¿Por qué? Porque la Navidad (el verdadero sentido de la fiesta) parece haber desaparecido. Nuestra sociedad se ha quedado con el gozo sin saber la razón por la cual nos alegramos. ¿Por qué tanta manifestación de cariño con los regalos y dulces? A mí me parece que en nuestra “navidad” los comerciantes han sustituido a los devotos; la compra y venta ha dejado de lado a la oración. Lo que antes era una fiesta es ahora un festival.

Me sorprendió mucho leer un día de la pluma de Virgilio esta frase: “Alégrate en tu hijo, casta mujer, pues la Edad del Hierro se acabará con su llegada”. Es verdad que el poeta latino hablaba del emperador Augusto, pero no dejaba de inquietarme ver con qué claridad se asemejaba a la alegría que la Virgen sentiría al tener en sus brazos a su Hijo-Dios. “Será llamado profeta del Altísimo y su reino no tendrá fin” – le había dicho el Ángel. Y ahí le tenía bostezando y llorando en el pesebre, consolado sólo por el beso cariñoso de su joven Madre. Y ése era Dios, encarnado para salvarnos del pecado.

¡Qué gran diferencia entre ese paisaje y el de nuestra sociedad hodierna! Mientras en Belén el frío de la noche se cortaba con el amor recíproco entre Dios y María, hoy el calor que debería reinar entre nosotros se enfría por una ambiente de continuo olvido sistemático de Dios, llegando incluso a querer deshacerse de los belenes en Navidad. Con tanto regalo nos hemos olvidado del gran Regalo que Dios nos hizo en la cueva de Belén.
No obstante, el Nacimiento de Cristo no fue algo que pasó hace dos mil años, sino que hoy sigue habiendo numerosos “nacimientos”; debería haberlos. ¿De qué le serviría a Cristo haber nacido en Belén si no pudiese hacerlo hoy en el establo de mi alma? Ya lo había dicho San Agustín: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera como Dios». Pero, como hicieron los Reyes, Dios necesita de un sí, de alguien que sea capaz de seguir la estrella de la fe para encontrarle a Él. Sólo de esta manera podrá Cristo nacer de nuevo en nosotros y, en consecuencia, daremos luego el Regalo por excelencia, que es Cristo y su felicidad. Los demás regalos embellecen y acompañan, sin sustituir, la alegría de tener a Dios entre nosotros. El amor que manifestemos será el reflejo fiel del Amor de Dios.

La estrella hoy parece haber desaparecido. Muchas “estrellitas” quieren obnubilarla. Pero confiemos. Ahí sigue, aunque no alcancemos a verla. La sana tenacidad en la fe nos hará, como a los Reyes Magos, encontrarnos un día con la sonrisa tierna pero segura de Cristo Niño que nos invita a regalarle algo para luego poder llevarle a Él a todos los hombres.