Quien bien te quiere…

Autor: Juan Antonio Ruiz

 

 

Hizo noticia, hace tiempo, la llamada de atención de un buen párroco italiano a las jóvenes de su parroquia, en una zona acomodada de la ciudad. Con sonriente ironía, les dijo más o menos algo así: “Dado que el Padre Eterno ya sabe cómo están hechas, eviten entrar en la iglesia con el ombligo descubierto”.

Indignadas, las madres fueron, con la espada en alto, a defender a sus frágiles hijas. “¿Cómo se permite, el moralista éste?” Pero no hace falta mucho seso para ver que, con una lógica sutil, el buen cura podía imaginar el futuro y quería prevenir otro tipo de males. Pero, como demuestra hoy en día nuestra sociedad, rige más bien la lógica del “mejor entrenadas a mostrar, que castigadas en el pudor”.

Después de todo, muchos piensan que hablar de pudor es arriesgarse a terminar en los tiempos de las bisabuelas, aquel tiempo prehistórico de las faldas hasta los tobillos. ¿Acaso no ha sido el pudor el estandarte del moralismo, la carta virtuosa del que veía pecado y tentación en todas partes?

Mucho ha hecho mella este tipo de pensamiento. Pero no todos piensan así. Para muchos, el pudor sigue siendo la salvaguarda de la propia intimidad y no una existencia meramente pública. Según esta visión, el pudor acompaña siempre a la persona y su desaparición comporta una disminución de la personalidad.

Porque, ¿qué es lo que expresa el pudor? En las dos visiones arriba expuestas puede observarse un sentir común: el pudor es una manifestación de algo íntimo, de lo propio de la persona; es, en definitiva, un modo de relacionarnos con los demás.

De hecho, creo que existe una relación entre el pudor y la vanidad. Si lo que se quiere es llamar la atención, se cae en el exhibicionismo. Entonces la persona se convierte en un mero objeto para llamar la atención; se “cosifica”. Y esto estropea toda relación, porque también los que se sienten atraídos por el exhibicionismo, se degradan. Recuerdo mucho lo que dijo una vez una modelo estadounidense en una conferencia a adolescentes sobre la castidad: “Cuando leí el pasaje evangélico sobre el escándalo a los demás, me di cuenta que nunca más debería vestirme de una manera en que pueda llegar a ser ocasión de pecado para los demás”.

En efecto, el impudor hace que los seres humanos, evitando la “comunión de la piel”, dejen fuera su inteligencia, su sentimiento y su responsabilidad, deteniéndose ante el umbral de una banal superficialidad.

Creo que es obvio que esto es un riesgo real. Da testimonio de ello una sociedad que celebra cada día el nacimiento de nuevas familias que terminan, después, en el espacio de sólo un momento. Son relaciones que unen a las personas, deteniéndolas sólo en la búsqueda del reclamo exterior, de cómo es externamente el otro, pero incapacitándolas a conocer la identidad verdadera de la pareja que uno ha escogido. Buscan amar, pero se equivocan en el camino. Sin un conocimiento real del otro, fuera del ámbito meramente fisiológico, sería imposible poder llegar, posteriormente en el matrimonio, a una compenetración de amor auténtico.

Para poder prevenir esto, es importante crear una cultura del pudor. En cierta manera, el pudor se muestra como una garantía que defiende a los individuos de las “relaciones predatorias”. Es evitar ofrecerse, para esperar a la donación completa a quien ha aprendido a estimarte y a quererte verdaderamente. Esto no coincide sólo con los cánones meramente estéticos o de conveniencia, sino que se genera de la estima, crecida en el conocimiento y en el respeto recíproco. Darse sin una gradualidad conduce a una lógica mercenaria, en donde se nos pone en venta y, en cualquier momento, en reventa; y todo esto sin tener necesariamente la garantía que la conquista esté motivada por el amor.

Además, la vida cuenta también con la realidad del sufrimiento: pobreza, enfermedad, envejecimiento, la muerte misma. Sólo aquél que ha aprendido el sentido del pudor podrá entender la dignidad de un cuerpo lacerado, poniéndolo a salvo de miradas sin respeto o de pura curiosidad.

El pudor debe ser, pues, una vigilancia innata, que nos protege de miradas sin amor; de esta manera, también tutelamos nuestras ideas y convicciones morales y religiosas, para no dar pasto a quien no nos conoce o no nos respeta. Esto es un baluarte importante, no una intimidad vendida en el altar de la exhibición, como si manifestar la propia intimidad fuese automáticamente garantía de ser amados.

Uno de los mejores resúmenes de lo dicho hasta ahora lo encuentro en la afirmación que, en una película, le dice una supuesta actriz de películas “para adultos” a su enamorado, cuando éste descubre su oficio “poco decoroso”: «No sabes el dolor que me da saber que sepas quién soy. Todo ha cambiado». Y sentencia con una de esas frases dignas de mostrarlas por todas las pasarelas del mundo: «Me gustaba cómo me mirabas antes». De ser una persona, ha pasado a ser una cosa para el otro. De esto nos guarda el pudor.

Es necesario, pues, presentarse como personas y no como cosas. Me estoy guardando para alguien que, de verdad, me va a amar. Porque en definitiva, quien bien me quiere, me mirará bien.

¡Vence el mal con el bien!