Una frágil libertad

Autor:  Susanna Tamaro
Fuente: Catholic.net



(Traducción del italiano por el P. Rodrigo Ramírez, LC)

Siempre me ha gustado la parábola del hijo pródigo, tanto que la he citado más de una vez en mis libros. Es una de las parábolas más conocidas del Evangelio y precisamente por ello –como muchas veces ocurre con las cosas muy conocidas– se expone a pasar por nuestros oídos sin que cojamos su gran dosis de provocación.

La historia es conocida por todos. Hay un hijo desvergonzado, como tantos en cada sitio y en cada tiempo, que de repente pretende tener su parte en la heredad del padre y se va lejos para buscar su destino. Sin embargo, las cosas no le salen bien y en poco tiempo se ve obligado a volver a casa, ofreciéndose como esclavo.

El padre, en vez de darle con la puerta en la cara como muchos harían, lo acoge con los brazos abiertos e inmediatamente, no obstante la hostilidad del hijo mayor –que fue el que se quedó en casa, respetando la tradición de obediencia filial– hace celebrar una fiesta por su retorno.

Esta historia, aparentemente tan simple, es, creo, una poderosa metáfora de nuestro tiempo.

Jamás como en estos últimos dos siglos, en una carrera cada vez más loca, el hombre ha separado la inteligencia del amor y, con el orgullo de su saber, ha creído que puede ser el único artífice de su propio destino.

La libertad se ha transformado en uno de los valores fundamentales, pero en esta libertad –que de por sí es justa– se ha terminado por perder el sentido de orientación.

Liberarse de algo siempre quiere decir ser prisionero de otra cosa.

Y así nosotros, en vez de hacernos íntima y profundamente libres, hemos llegado a ser esclavos de la libertad.

Poco a poco nos hemos liberado de todo. Nos hemos liberado de los tabúes y de los límites, de las dudas y de las turbaciones, de las reglas morales. Sobre todo nos hemos liberado de la idea anticuada y oprimente de la existencia de Dios, con la certeza de ser ya los únicos propietarios de nuestro destino.

Sin embargo, la historia de este tiempo nos dice que no ha sido así. Nos dice que el cielo vacío no fue llenado con la grandeza del hombre, sino con su locura, con su orgullo, con su sed sanguinaria.

Esta libertad conquistada liberándose de quienes eran considerados cargas, demuestra ahora toda su fragilidad, su arbitrariedad. No ha conducido a ninguna parte, si no a un lugar en el que las personas han perdido el respeto por sí mismas, por los demás seres humanos y por todo lo que les rodea.

El hombre que tenemos ante nosotros ahora es un hombre pobre y profundamente perdido, un hombre frágil que vive suspendido entre la incapacidad de afrontar el presente y el ansia por el futuro.

Un hombre afligido por una forma grave de infantilismo, donde la dimensión infantil no es la de la plenitud, sino la de la vanidad y del egoísmo.

Como el hijo menor de la parábola, el hombre ha tomado sus bienes del padre –en este caso la inteligencia– y se ha ido lejos a construir su destino. Pero un hijo, por cuanto lo niegue o no le guste, está unido indisolublemente a sus raíces.

El tema del retorno me resulta muy querido. El camino del retorno, por ejemplo, es la vía que buscan emprender también Walter y Andrés, los protagonistas de Anima mundi.

Y es precisamente Andrés –quien no será capaz de cumplir el camino hasta el final– quien afronta, con sor Irene, la parábola del hijo pródigo. Sor Irene lo narra a Walter así:

–«Por la tarde, después de cena, quiso que le indicase el pasaje de los evangelios donde se narra la parábola del hijo pródigo. La leyó varias veces ante mí y luego me dijo:
“Pero no es justo”.
“¿Qué no es justo?”
“Que los hijos que se han comportado bien sean tratados con indiferencia y que en cambio, para el regreso del delincuente se haga una gran fiesta. ¿Por qué no se rebelan? ¿Por qué no lo expulsa a patadas al lugar de donde vino? ¿Qué quiere decir? ¿Que lo mejor es portarse mal?”»

El pensamiento de Andrés es también el pensamiento del hijo que se queda fiel en casa. Es el pensamiento de todos los que no se sienten suficientemente amados y que envidian la luz que imaginan ver brillar en otro.

«He aquí», dice el hijo que se quedó con el padre, «que yo te sirvo desde tantos años y no he transgredido jamás un solo mandamiento tuyo, y tú no me has dado jamás un cabrito para hacer fiesta con mis amigos».

Se trata de un sentimiento extremadamente común, el sentimiento de quien no se arriesga y no se mete, pero que se mantiene fijamente fiel a lo que se debe hacer. Y por este mérito –dictado sobre todo por el miedo a vivir– se siente con derecho a juzgar.

Este es el punto que hay que iluminar en la parábola. ¡Cuántos hijos mayores hay entre nosotros! ¡Con qué facilidad el ánimo humano abraza la vía del deber en vez de la vía del amor!

No es una vía cómoda, la del deber, es una vía aburrida, repetitiva pero –y es esto lo que la hace apetecible– es una vía segura, sin riesgos, en la que lo que se tiene y lo que se da están regulados por cálculos precisos de contabilidad.

Pero quien no actúa y juzga –como el hijo que se queda– ciertamente no es mejor que quien, arriesgándose y errando, se aleja para buscar su camino, como el hijo menor. Aquel que reivindica, que se autocomplace en la propia diligencia, revela –antes que nada– una naturaleza no libre, incapaz de aperturas, y por tanto, de comprensión.

De hecho, la comprensión nace solo en quien ya ha caído, en quien ha probado la experiencia de la fragilidad y de la derrota, y la ha aceptado. Para resurgir, es necesario antes pasar a través de la opacidad de la muerte. Muerte a sí mismos. Muerte al propio orgullo. Muerte a la terca voluntad de construirse un destino extraño a la ley del amor.

El hermano obediente, víctima de la envidia y por tanto, del odio, está destinado a vivir en la cerrazón, en la mezquindad, en la inmovilidad. Anclado a estos sentimientos, no alcanzará jamás a comprender la absoluta libertad que dona el saber perdonar. Y así aunque siga juzgando a los demás, no será jamás un hombre de justicia.

Porque la justicia, en el curso de una vida, nace solamente de la comprensión de un recorrido, de la capacidad de liberarse del estado de esclavos obedientes para asumir el de hijos, y por tanto, de hermanos.

Lo que limita la visión de quien vive protegido de coartadas de buena conducta es la imposibilidad de comprender la dualidad del alma humana que oscila entre necesidad de certezas fuertes y el deseo de romper el orden.

Sin esta comprensión la vida está limitada a un deber ser –obedientes, respetuosos, fieles– y no es libre de adherir espontáneamente a un proyecto de amor que no contiene en sí ninguna forma de imposición.

Lo más grave es que el hermano-juez no ha entendido que la persona que hay que entender –en su dualidad no expresada– y perdonar –en su voluntad de justicia fiscal– es antes que nada él mismo.

Pero para perdonarse, es necesario conocerse, reconocer la poquedad de los propios sentimientos y el miedo a la propia libertad.

Solo así, a partir de la consciencia de los propios límites y de la propia fragilidad, puede iniciar el proceso de reconciliación. Consigo mismos y con los demás. Solo a partir de este punto puede iniciar la construcción de una verdadera justicia.

El hombre reconciliado es el hombre que ha cumplido hasta el final su camino de realización espiritual. Es paradójicamente el hombre que habiendo perdido todo, no tiene nada que perder.

Ha abandonado a lo largo del camino todo lo que fortificaba su ego, que lo hacía distinto de los demás y por tanto, en contraste.

Es el hombre que no conoce más el orgullo, ni la presunción. Y por ello está totalmente disponible para el amor.

«La lógica del amor es una especie de no-lógica», explica Sor Irene a Andrés en Anima mundi. «Muchas veces sigue vías incomprensibles para nuestro entendimiento. Existe la gratuidad en el amor, es esto lo que nos cuesta aceptar.

En la lógica normal, todo tiene un peso y un contrapeso. Hay una acción y una reacción. Entre una y otra siempre existe una relación conocida.

El amor de Dios es distinto, es un amor por exceso. La mayoría de las veces, en vez de ajustar, subvierte los planes. Es esto lo que pasma, lo que da miedo. Pero es también esto lo que permite que el hijo desenfrenado vuelva a casa, acogido no por el hastío sino por la alegría.

Se equivocó, se confundió, quizás hasta hizo mal, pero luego vuelve. No vuelve por casualidad, sino que escoge volver.Escoge volver a la casa del padre».

¡Vence el mal con el bien!