Un dibujo del infierno

Autor: Fco. Javier Rubio Hípola, L.C.

 

 

Rodrigo observa a sus padres. No, aún no se han enterado. Ayer la madre de su vecino Enrique los había descubierto a él y a su amigo hojeando una revista indecente. En aquel momento se sentía excitado. Ahora se siente culpable.

Mónica, en cambio, mira fijamente su plato de ensalada que aún permanece intacta. Ayer volvió a casa después de las doce, y no había ido a estudiar a casa de ninguna amiga, como creían sus padres. Su dolor de cabeza no es por la migraña –bien lo sabe- sino por beber más de la cuenta.

La madre, que también se llama Mónica, tiene sus ojos fijos en un punto invisible. Está hastiada. Su marido le hace más caso al trabajo que a ella. Ayer sus compañeros de trabajo le enumeraron todas las ventajas de un divorcio bien aliñado. Entonces le parecía un poco exagerado. Ahora ya no tanto.

Jaime, el padre, es el único que come. No se fija en nada más. Bastantes problemas tiene con su trabajo.

Si esto fuera una historia real, añadiría: “olvídense ustedes de los nombres, que son falsos. Se trata de una familia de la ciudad tal de tal país. Saquen ustedes la moraleja”. Pero no. Se trata de un artista que busca dibujar un infierno. Y aún le faltan algunas pinceladas.

Estos cuatro personajes se aman entre sí. Y se aman mucho, pero no lo saben. O mejor, no se dan por enterados. ¿Por qué? Porque nunca se lo han dicho. Ha habido palabras, por supuesto, muchas y muy bonitas: “querida”, “cielo”, “amor”… pero no han sido más que un puñado de letras arrojadas al azar, sin sentido.

Pero el problema no es tan sólo de las palabras. Amar no es un sentimiento que nace y muere en nuestro corazón. Amar es una tropa de pequeños actos de cariño servicial, casi insignificantes si los vemos uno a uno. Pero de una fuerza irresistible cuando llenan una vida entera.

Mónica calla, Rodrigo calla… en esa familia faltan verdaderas palabras y verdaderos actos de amor. Y, sin embargo, estoy seguro de que se aman. Este amor es ya casi más una sombra incierta que una luz dentro del cuadro. Bajo esa tenue nube gris aún se mantienen unidos, salvando las incoherencias del “entonces” y del “ahora”.

¿Qué es lo que falta para que cuatro personas que se aman dejen de vivir en un infierno? ¿Qué es lo que forjaba la unidad monolítica de esos matrimonios de hace no mucho que se decían “inmortales” y que eran felices con bien poca cosa? Lo que falta es la columna vertebral, no sólo de la familia, sino de cualquier sociedad que pretenda mantenerse en pie: la sinceridad.

Pero no se trata de la sinceridad de Pepito Grillo: “no hay que decir mentiras”. Parece ser una visión muy pobre de la sinceridad. Ni siquiera se trata de decir toda la verdad, aunque esta es la base: de nada sirve que Rodrigo y Mónica se lo digan todo a sus padres, si no son escuchados con cariño. Tampoco basta con que se arrepientan de sus caídas y se comprometan a no volver a caer, aunque esto también es necesario.

Hay una sinceridad mucho más poderosa y mucho más humana. Sin embargo -y por más paradójico que resulte- es una sinceridad que nunca ha estado de moda. Y consiste en descubrir la “verdadera verdad” de cuantos nos rodean; en asombrarnos con la belleza arrebatadora de esos pequeños mundos que giran en torno a nosotros y que son nuestros maridos, nuestras mujeres, nuestros padres y nuestros hijos.

A veces es muy difícil. Puede resultar extremamente doloroso encontrar bajo la luz de los demás la oscuridad de mis propias deficiencias. Pero hay que pasar por ahí. Lo exige la verdad. Tampoco desechemos por completo los consejos de Pepito Grillo: cuando hay que corregir se corrige y de nuevo a construir.

Así Jaime levanta la cabeza. Ha recordado que debe felicitar a su hijo por sus buenas calificaciones. De paso se ha fijado en la mirada de su mujer. Cómo había podido olvidar esos ojos tan hermosos. Los ojos que le cautivaron y que le cambiaron la vida por completo. ¡Qué barbaridad! ¡Qué tonto era! Los de su hija eran exactamente iguales. Además ya tenía más o menos la misma edad que cuando se conocieron…. Qué parecido tan extraordinario. Pero qué ve: su querida Mónica está triste. Su memoria rescata las risas de su hija en aquel paseo por la playa, cuando la había llevado a hombros. Jaime sonríe, se le ha ocurrido una idea para remediarlo. Su mujer lo ve y sonríe también, casi sin querer.

- Cariño, ¿quieres más?
Su hija Mónica, que no ha tocado la ensalada todavía, coge la broma al vuelo. Sonríe.
- No gracias, papá ya estoy llena.
Los cuatro ríen. Se sienten mejor. Con dos frases ya se han dicho todo. Poco a poco, pequeñas frases como éstas construirán unas bases indestructibles. La familia se unirá en un amor sincero. Bajo esta nueva luz los personajes de este cuadro parecerán más bien habitantes de un cielo en la tierra. Y el pintor habrá fallado en su propósito de dibujar un infierno. No se preocupen. No creo que se sienta disgustado.