Someter las idolatrías a la fe en la vida eterna

Autor: Viviana Endelman Zapata

 

 

 “El don supremo de Sí mismo al hombre por parte de Dios, pleno y definitivo, en la vida eterna, es lo que da su justo valor a la vida presente, jerarquiza todos los bienes de la tierra y evita que alguno de estos bienes pase a ocupar el lugar de Dios, como realidad última y bien supremo." 
La fe en la vida eterna -que va íntimamente unida a la verdadera fe en Dios- nos trae motivos fundamentales para la renovación de nuestra vida personal y la regeneración de la convivencia social . Especialmente nos alienta a no caer bajo el yugo de la esclavitud (cf. Gal. 5,1), a no dejarnos dominar por lo que nos empobrece como hombres y como humanidad. 
El caminar hacia la eternidad del amor nos da la medida de las cosas, nos da las prioridades. 

Una fe en la vida eterna ―basada en el misterio pascual de Cristo, en que “si morimos con Él, viviremos con Él” (2 Tim. 2, 11)― orienta las opciones cotidianas, sostiene las renuncias a seguir la corriente de este mundo con sus ídolos de moda y alimenta la búsqueda de agradar a Dios con la vida que recibimos de Él.
Sólo en Jesucristo crucificado y resucitado se puede hallar “un motivo real para no vivir sin esperanza y para seguir luchando contra los poderes que hoy esclavizan al hombre.” 
La Palabra nos anuncia: "Todo me está permitido, pero no todo es conveniente. Todo me está permitido, pero no me dejaré dominar por nada. (1 Cor. 6,12). Si tenemos puesta la mirada en lo eterno seguramente nos decidiremos por la Verdad en cada circunstancia.
Creyendo en la vida eterna, en la dimensión escatológica del hombre, podremos “hacer morir la inmoralidad, impurezas, pasión desordenada, malos deseos, y esa codicia con la que uno se hace esclavo de ídolos” (cf. Col. 3, 5)

La vida humana tiene un hacia dónde, que es la casa del Padre. No podemos pretender una descripción acabada del cielo. “Pero nos basta con saber que es el estado de completa comunión con el Amor mismo, el Dios trino y creador, con todos los miembros del cuerpo de Cristo, nuestros hermanos (singularmente con nuestros seres queridos), y con toda la creación glorificada.” 
Juan Pablo II no deja de señalar que la vida eterna, siendo la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios, no se refiere sólo a una perspectiva supratemporal, pues el ser humano ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina. Y todo esto tiene inevitables consecuencias para la relación entre escatología y ética, entre vida en plenitud y vida en el bien. 
Conviene no olvidar entonces que la vida nueva y eterna “no es, en rigor, simplemente otra vida; es también esta vida en el mundo. Quien se abre por la fe y el amor a la vida del Espíritu de Cristo, está compartiendo ya ahora, aunque de forma todavía imperfecta, la vida del Resucitado.” 
Este hacia adónde y esta posibilidad de vivir ya en comunión con el Resucitado nos prepara el interior para elegir a cada momento qué nos pide el amor, qué es lo permanente, cómo vivir las cosas relativas sin absolutizarlas. Y nos fortalece a la hora de someter toda idolatría bajo los pies de Jesús. Sobre estos dioses aparentes nos dice la Palabra: “Como son simples pedazos de madera recubiertos de oro y plata, más tarde se sabrá que son pura mentira. Se pondrá de manifiesto a todas las naciones y a todos los reyes que no son dioses, sino obras de manos de hombres, y que no hay nada en ellos que sea obra de Dios. (...) Así como un espantapájaros en un melonar no protege nada, así sucede también con sus dioses de madera recubiertos de oro y plata. O bien, son comparables a una zarza en un huerto, sobre la cual se posan todos los pájaros, o a un muerto arrojado en la oscuridad.” (C. Jer. 1,50. 69-70)

Estamos llamados a vivir para Dios, a vivir amando. “Quien no vive esclavo de la muerte, porque su vida goza de una dimensión de eternidad, es capaz de empeñar la existencia confiado en el futuro” , pues sabe que "ni la muerte ni la vida (...) ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom. 8, 38-39). Si no vivimos para las idolatrías, somos capaces de entregar diariamente la vida al servicio de los verdaderos valores del hombre, sin excluir incluso una entrega hasta el martirio. Los frutos serán eternos.