Custodiar la esperanza. El desaliento y la pereza al asecho

Autor: Viviana Endelman Zapata

 

 

La esperanza es la firme seguridad de alcanzar las promesas que conocemos por la fe. Por la esperanza deseamos la vida eterna.
La esperanza cristiana es vivir ya, en lo invisible de la fe, aquello que veremos un día cara a cara. Por el Espíritu Santo que nos habita, esta esperanza es la experiencia actual de todos los bienes que esperamos como plenitud permanente. 
Y la esperanza se torna confianza en Dios, en su amor, su misericordia, su poder. Por eso la esperanza es un componente esencial de la experiencia de Dios: no podemos relacionarnos con Él si no confiamos en Él. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en su amor” (1 Jn. 4,16) 

La Palabra de Dios nos recuerda que la esperanza es como un ancla que ya tenemos en el cielo (cf. Hb. 6,19).
El Catecismo de la Iglesia Católica la define con estas palabras:
"La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo." (CIC 1817)
Al igual que la fe y el amor, la esperanza está en nuestro corazón como don de Dios, desde nuestro Bautismo. El Espíritu Santo la coloca en nosotros como "semilla" y está en nuestra decisión el hacerla crecer o no. Por eso el texto del Catecismo dice “aspiramos”, que quiere decir desear y ponerse en camino hacia el cielo como horizonte último, felicidad sin fin junto a Dios. Y luego se refiere al fundamento de nuestra esperanza: El garante es el Espíritu Santo; por lo tanto, nuestra esperanza ha de apoyarse en la ayuda de su gracia, no en nuestras propias fuerzas. Esto significa algo muy concreto: Si esperamos la felicidad no es por tener un optimismo ingenuo apoyado en la especulación de que “las cosas mejorarán”, sino porque estamos poniendo la confianza en lo que Jesús nos prometió, lo cual hacemos no por nuestra sola fuerza de voluntad, sino por la gracia de Dios. Esperamos lo prometido porque Dios es Dios y su promesa amorosa ha de cumplirse. Y esta es la razón y la medida de nuestra esperanza; no nosotros mismos, sino la convicción de que Dios nos ama y porque nos ama podemos esperar lo que nos ha prometido en Cristo crucificado y resucitado: el Reino de los hijos como herencia.

Entrega confiada y activa de nuestra voluntad
La esperanza es don de Dios, obra únicamente de la gracia, pero necesita de nosotros, se produce con nuestra participación activa, en sintonía con el obrar de Dios. Lo expresa claramente Mons. Léonard: la esperanza “consiste en la entrega confiada y activa de nuestra voluntad a las promesas divinas. Hay entonces en la esperanza un dinamismo ligado a la recepción de una promesa y al esfuerzo para corresponderle” (1).
En este sentido, nos exhorta profundamente la Palabra: Pongan todo el empeño para no permanecer inactivos ni estériles (cf. 2 Pe. 1, 5-8). Esta luz nos conduce en medio de la oscuridad del desaliento y la pereza, que nos van cegando y enfriando justamente en la disposición para alimentar nuestra esperanza. 
¿Percibimos cómo el Enemigo de la Vida está constantemente tentándonos para caer en el desánimo, la postración, el abatimiento, el cansancio, la desmoralización, el agobio, el agotamiento, la pesadumbre, el desasosiego, el descreimiento? ¿Estamos vigilantes de nuestra esperanza? ¿Descubrimos la necesidad de fortalecernos y mantenernos firmes en Cristo para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud.? (cf. Gál. 5, 1)
Sabemos que la pereza, pecado capital, es una falta culpable de esfuerzo físico o espiritual; acedia, ociosidad. (CIC 1866, 2094, 2733). Es como una pesadez de la voluntad para obrar el bien debido. Puedo ser hiperactivo pero estar obviando lo más importante. Puedo ser un ansioso que paso de la conmoción a la apatía. También sabemos que de la pereza para las virtudes teologales, para creer, esperar y amar a Dios, derivan todas las demás perezas. 
Pero este conocimiento nos tiene que llevar a la vigilancia. Pues si nos “dormimos” en lo que da el sentido a nuestra existencia, terminamos girando en círculos. Si nos alejamos de la identidad más profunda de hijos de Dios llamados a la comunión con Él, la experiencia del sinsentido, del tedio, nos hace huir a todos los desvíos, distrayéndonos en lo inmediato y no en lo importante, en lo permanente, en lo eterno... Nuestra cotidianeidad va dejando de estar vivificada.
La indiferencia e inconstancia ante lo verdaderamente necesario para la salvación la podemos ir notando en un ánimo mezquino para el amor, la esperanza, la fe y las posibilidades místicas, en una gran dispersión espiritual, en la falta de la paz que da el amor, el enfriamiento del fervor del Espíritu y la tendencia a la naturalización.
Llegamos así al desgano para las tareas que Dios nos ha encomendado, al descuido y al entierro de los talentos que hemos recibido. Y el “patrón” nos puede decir: “¡Servidor malo y perezoso! Si sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo donde no he invertido, debías haber colocado mi dinero en el banco. A mi regreso yo lo habría recuperado con los intereses... Al que no produce se le quitará hasta lo que tiene.” (Mt. 25, 26-27 y 29b.)
Justamente, esto tiene que ver con una clase de presunción (pecado contra la esperanza): la presunción de la omnipotencia y la misericordia divinas, de que la salvación se obtendrá sin nuestra cooperación. (CIC 2092) 
Ante la tentación de dejar de hacer lo que podemos para encontrarnos con el Amado, ante la comodidad que vamos eligiendo y la parálisis en la entrega de los dones, recibimos una clara exhortación de la Palabra a través de las cartas de San Pablo. A los corintios les aconsejó: “Trabajen para alcanzar la perfección.” (cf. 2 Cor. 13,11). Le hizo esta advertencia a la comunidad de Tesalónica: “El que no quiere trabajar que no coma.” (Cf. 2 Tes 3,10). A los hebreos les dijo: “Ustedes necesitan constancia para cumplir la voluntad de Dios y entrar en posesión de la promesa. Nosotros no somos de los que se vuelven atrás para su perdición, sino que vivimos en la fe para preservar nuestra alma.” (Hb. 10, 36 y 39). También a los gálatas los interpeló: “Ustedes estaban caminando bien; ¿quién les dio la señal de detenerse, para que ahora no sigan la verdad?” (Gal. 5, 7)
La Palabra nos llama a permanecer firmes en la esperanza: “Permanezca en ustedes lo que oyeron desde el principio; si permanece en ustedes lo que oyeron desde el principio, también ustedes permanecerán en el Hijo y en el Padre. Esta es la promesa que él mismo prometió, y que es la vida eterna.” 1 Jn . 2, 24-25

La Palabra de Dios, espada del Espíritu Santo
El Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, en la Iglesia y en toda la tierra, se nos dio como prenda, como anticipo de la esperanza. Y esto cambia el sentido de la vida, el modo de vivir, de morir, de actuar, la valoración de las cosas. Nos lleva a vivir la esperanza como actitud espiritual y nos va conduciendo en dirección a esa promesa, haciendo que aún el mal, sin dejar de ser mal, se transforme en camino.
Y este Espíritu Santo es el defensor de nuestra esperanza. ¿Con qué nos defiende? Se nos anuncia en Ef. 6, 17: “la espada del Espíritu es la Palabra de Dios”. Una vez más, es necesario una actitud de nuestra parte: si el Espíritu Santo nos defiende con la Palabra de Dios, quiere decir que tenemos que acudir a la Palabra para encontrar el camino, las fuerzas, el sentido de nuestra vida, el alimento de la esperanza. En medio de tantas voces, ahí está la Verdad para nuestra vida en cada situación. No cedamos ante la otra clase de presunción, la de las propias capacidades, creyendo que podemos lograr la salvación sin la ayuda de Dios, sin la oración.

“Que el Dios de la esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo.” (Rm. 15,13)

 

 

[1] Mons. Léonard, Nota de la revista Cristo Vive Nº 111, p. 18.