La mansedumbre del discípulo

Autor: Viviana Endelman Zapata

 

A esto han sido llamados, porque también Cristo padeció por ustedes,

y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas.

El no cometió pecado y nadie pudo encontrar una mentira en su boca.

Cuando era insultado, no devolvía el insulto,

y mientras padecía no profería amenazas;

al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente.

El llevó sobre la cruz nuestros pecados,

cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al

pecado, vivamos para la justicia.

1 Pe. 2, 21-24a

 

 

El discípulo está llamado a dejar que su vida sea interpelada por las actitudes y las opciones de Jesús. Por todas. También por las que son más escandalosas para la mentalidad y las normas de vida de este mundo y más desconcertantes para el orgullo personal. También por las actitudes que tuvo Jesús en su Pasión, aunque sean opuestas a los instintos de dominación y violencia tan encumbrados. 

 

Este pasaje de la Primera Carta de Pedro comienza con una afirmación de la absoluta inocencia de Cristo: El no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca. Siguen otras consideraciones sobre su comportamiento ejemplar, inspirado en la mansedumbre y la dulzura: cuando lo insultaban, no devolvía el insulto. Tal cual lo ha anunciado el Papa Juan Pablo II, el silencio paciente del Señor no es sólo un gesto de valentía y de generosidad. Es también un gesto de confianza hacia el Padre, como sugiere la afirmación: se ponía en manos del que juzga justamente. Tenía una confianza total en la justicia divina que guía la historia hacia el triunfo del inocente. Se llega así a la cumbre de la narración de la Pasión, en la que se manifiesta el valor salvador del acto supremo de la entrega de Cristo: cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Esta afirmación  aclara que Cristo llevó “en su cuerpo” sobre “el leño”, es decir, la Cruz, “nuestros pecados”, para poder aniquilarlos. Siguiendo este camino, también nosotros, liberados del hombre viejo, con su mal y su miseria, podemos vivir “para la justicia”, es decir, en santidad. [1]

 

 

La mansedumbre verdadera sólo la puedo aprender de Jesús. Su auténtica humildad apoyada en la caridad lo llevó a ser manso respecto al trato que recibía de los otros y a pasar por la misericordia su forma de tratar a los demás. Y éste es el camino para el discípulo: “Como elegidos de Dios, sus santos y amados, revístanse de sentimientos de profunda compasión. Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo.” (Col. 3, 12-13).

También Pedro hace una exhortación fuerte a la mansedumbre: “En fin, vivan todos unidos, compartan las preocupaciones de los demás, ámense como  hermanos, sean misericordiosos y humildes. No devuelvan mal por mal, ni injuria por injuria: al contrario, retribuyan con bendiciones, porque ustedes mismos están llamados a heredar una bendición.” (1 Pe. 3, 8-9)

Sólo un espíritu dulce y sereno puede abstenerse de devolver mal por mal, puede pacificar todo deseo de revancha, pacificar la irritación ante tal o cual hermano que dijo algo que no le calzó bien a mi orgullo, ante alguien del trabajo que no hizo lo que yo esperaba, o hasta con un hijo cuando lo tengo que corregir.

 

La mansedumbre está inspirada en la vocación al amor y vinculada a la paz. Dice Pablo a los efesios: “Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido. Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, sopórtense mutuamente por amor. Traten de conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz.” (Ef. 4, 1-3)

 

La mansedumbre auténtica no envidia a quienes están del lado de la injusticia. No se exaspera. Tal como está escrito en el Salmo 37: “No te exasperes a causa de los malos, ni envidies a los que cometen injusticias, porque pronto se secarán como el pasto y se marchitarán como la hierba verde. Confía en el Señor y practica el bien; habita en la tierra y vive tranquilo. (...) Descansa en el Señor y espera en él; no te exasperes por el hombre que triunfa, ni por el que se vale de la astucia para derribar al pobre y al humilde. Domina tu enojo, reprime tu ira; no te exasperes, no sea que obres mal; porque los impíos serán aniquilados, y los que esperan al Señor, poseerán la tierra.” (Sal. 37, 1-3, 6-9)

 

La falsa mansedumbre y la ira

Pero mi actitud frente a los otros también puede ser una falsa mansedumbre (falsa amabilidad, falsa humildad, falsa cortesía, falsa consideración), quizás más equiparada con el encubrimiento, el apañar, el quedar bien y ser ponderado por todos. Falsa mansedumbre que fácilmente se esfumará en cualquier situación que me desborde y que, además, no va a dar frutos de vida.

 

Mansedumbre no es una simple modalidad exterior de no gritar cuando algo no me gusta. Hay que discernir el interior. Porque quizás no difamo por fuera, soy reservado, pero adentro me lleno de reproches, denigraciones, y me quedo haciendo amenazas: “ya vas a ver” “no te voy a hablar más y listo” “voy a privarte de tal cosa” “ni pienses que voy a acercarme a vos de nuevo”... Amenazas interiores con las que nos adherimos más a las guerras de este mundo que al amor misericordioso de Dios. Amenazas que me sacan de la paz.

 

Dulzura, suavidad y benevolencia en el trato, a imagen de Jesús, no es nunca igual a consentir la violencia o estar de parte de la mentira y la injusticia. Precisamente, Jesús no devolvió insultos para no adherir a la agresión que es contraria al amor, para ser obediente al querer del Padre. Esa obediencia estaba primero, tanto como lo estuvo cuando sacó con indignación a los vendedores del Templo. Mansedumbre no es sinónimo de diplomacia o enmascaramiento.

 

No hay ninguna equivalencia entre la mansedumbre y la debilidad de carácter, la cobardía o la apatía. Falso es asociarla a las personas no definidas por nada, a los que carecen de valor y de fuerza.[2] El odio sí es cobardía y la violencia es debilidad.

La debilidad que sí puede asociarse a la mansedumbre es aquella que no escapa a la cruz y que en la cruz se hace fuerza de redención.

 

 

Totalmente contraria a la mansedumbre es la ira. Me quedo en la pelea, la discordia, siembro rivalidades, enemistad. Me irrito cuando soy contrariado. Me encolerizo.

¡Cuántas veces me he quedado enredado en el sentirme “ofendido” por algo, con alguien!

 

¿Qué pasaría si antes de comenzar con mis juicios al otro, lo contemplara a Jesús, sufriendo dolores extremos, eligiendo estar clavado en la cruz pudiendo bajarse, lleno de llagas pudiendo mostrarse poderoso... y además pidiéndole al Padre el perdón para los culpables y asegurándole la Vida Eterna del amor al ladrón arrepentido?  Si lo pudiera realmente contemplar, no habría lugar para seguir con la misma actitud de arrogancia. Si mirara cómo Jesús sufriente pudo interceder por quienes con burlas le lastimaban el cuerpo, no podría seguir justificando mis enojos aún cuando tuviera razón o cuando el otro hubiera sido violento.

¿Puedo intentar el gesto interior de humildad extrema de Jesús que dice, en la cruz, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”; incluso y sobre todo cuando tengo razón, cuando la equivocación es del otro? Podré sólo si salgo de mí mismo y lo miro a Jesús.

 

 

Martirio y bienaventuranza

¿Cómo someter el instinto de defensa al anhelo de que mi hermano pueda ver la verdad -si está cegado- y empiece a vivirla?

¿Puedo crucificar mi yo, mis razones, mi orgullo, mi visión, y hasta mi luz, importándome más la santidad de mi hermano? A lo mejor todavía estoy más pendiente de aniquilar todo lo que atenta contra mí, que de vencer el pecado que nos esclaviza a ambos. Pablo les decía a los Gálatas: “porque los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos. No busquemos la vanagloria, provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente.” (Gal. 5, 24 y 26)

Pidamos la gracia de contemplar a Jesús con los ojos de María y con los ojos del discípulo Juan desde el pie de la cruz. Pidamos la gracia de una fe que llegue al martirio del yo.

 

No olvidemos que la mansedumbre es una bienaventuranza, y como tal “nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo”[3]. Pero, especialmente, no olvidemos que contamos con la promesa de la acción del Espíritu Santo en nuestro corazón para avanzar por los caminos del Reino. Lo que para nosotros es imposible, para Dios es posible.



[1] Cf. Intervención de Juan Pablo II en la audiencia general del 14-12-03, dedicada a comentar el pasaje 1 Pe. 2, 21-24. Se puede consultar completa en: http://www.fluvium.org/textos/lectura/lectura498.htm 

[2] La palabra griega, de la cual se traduce “mansedumbre”, conlleva la idea de fortaleza, sin embargo, se trata de una fortaleza que está bajo control. Es la fuerza del hombre capaz –incluso- de correr el riesgo de ser considerado débil.

[3]  Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 1723.