Pistas para el diálogo, 2

Lo que hemos visto y oído en el seno de la Iglesia

Autor: Viviana Endelman Zapata 

 

¿Qué es lo que nosotros hemos visto y oído en el seno de nuestra Iglesia? ¿Qué es lo que otros han visto y oído? ¿Qué registraron de la Iglesia?

¡Cuántas personas nos encontramos que no dudan en hablar de sus enojos hacia la Iglesia! Se quedaron con la imposición, con la prohibición, con las incoherencias más chocantes entre lo que se profesa y se vive.  Iglesia les suena a opresión de la libertad y a cúmulo de dogmas que coartan el desarrollo personal.

Pero entonces algo no están viendo u oyendo, pues los que tenemos la experiencia de querer vivir desde el seno de una comunidad eclesial no es precisamente por esas cosas que nos sentimos atraídos. En todo caso, aunque vemos esas desviaciones, y nos duelen, y muchas veces somos parte, hemos encontrado un tesoro.

No elegimos estar en un lugar que nos aplasta con sus imposiciones, que nos esclaviza, que nos arruina la vida. En ese caso, estaríamos siendo poco inteligentes y nada astutos con la propia felicidad.

 ¡Qué mejor testimonio de que hay algo muy valioso en la Iglesia que nuestra propia opción madura, feliz, de vivir desde el seno de una comunidad eclesial! Opción que puede ir interpelando al otro que nos ve pensantes, ávidos de crecer, de desarrollarnos, de comprometernos con la sociedad.

Quizás nosotros mismos, nuestro testimonio, sea el impulso para que se empiece a ver y escuchar otras cosas de la Iglesia. 

¿Y qué tesoro hemos encontrado? Cada uno puede volver a hacerse esta pregunta. Yo me la hice y esta es mi respuesta: encontré a Jesús, Hijo de Dios. Me encontré a mi misma, hija de Dios, viva por amor del Padre, invitada a vivir amando como el Hijo.

Encontré a Jesús vivo en el seno de la comunidad eclesial que ama a su Señor y le ora. Lo encontré en el amor fraterno, en la comunión de vida, en la Palabra orada y practicada. Lo encontré ahí, en la Iglesia, donde soy invitada al servicio que es movido y sostenido por el amor que derrama el Espíritu Santo; donde el discernimiento de las opciones redunda en el bien común. 

Si pensara que Jesús es sólo un Maestro, como otros, no estaría en la Iglesia. Si pensara que la comunidad eclesial me saca de la realidad para meterme en la protección de una creencia desencarnada, tampoco estaría.

Si me encontrara con que no puedo ser yo misma y que estoy manejada por imposiciones exteriores, no estaría en la Iglesia.

Yo también tengo un corazón humano, sediento de plenitud y libertad. No estaría en la Iglesia si se contradijera con esos anhelos, los propios y los ajenos. 

Me encuentro a diario con quienes han visto y oído lo más torcido, con quienes se instalan en el enojo y la distancia y no buscan otra cosa. Muchos de ellos han sido particularmente “ayudados” por la preferencia que varios medios de comunicación parecen tener con lo escandaloso del ámbito eclesial, con todo lo que –en realidad– ha sido evidentemente incoherente con la fe católica que se profesaba (lo cual no es un “problema” del corazón de la Iglesia, sino de actuar en discordancia con ese corazón).  

No voy a salir a confrontar, a imponer razones, a desmerecer los desencantos del otro. Pero ¿tengo que callar lo que he visto y oído? Creo que estoy invitada al diálogo. A escuchar, a comprender, pero también a compartir lo que encontré en el seno de la Iglesia.

 

“Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído" (Hch. 4,20)