Domingo 1º de Adviento, Ciclo A

Se encarno, vivió, murió y resucito 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Isaías 2, 1-5;  Sal 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9;  Rm 13, 11-14ª;  Mt 24, 37-44  

Damos comienzo a este tiempo de Adviento, con la celebración de la Eucaristía. Y eso no es algo casual ni vanal. Estamos acostumbrados a que el primer domingo de Adviento sea domingo y estamos acostumbrados a ir a la celebración de la Eucaristía el domingo, pero a veces se nos escapan ciertas cosas que tienen mucha importancia.  

En este primer domingo de Adviento comienza nuestro tiempo de espera de la celebración del nacimiento de Cristo, pero dirigiendo nuestra mirada hacia la muerte y resurrección de Jesús. Celebramos el nacimiento, aguardamos la alegre esperanza de nuestro Salvador, pero contemplándolo muerto en la cruz y resucitado para nuestra salvación para afianzar nuestra fe y cimentarla bien.

El Señor que es un gran pedagogo y la Iglesia que ha aprendido un poco de esa pedagogía del Señor, nos une en la celebración de estos dos momentos esenciales de la Historia de la Salvación, nos los une para que nos demos cuenta de que toda Buena Noticia  tiene comienzo pero no fin. Tiene inicio desde el momento en que Dios decide hacerse hombre, venir hasta los hombres para que nosotros podamos entrar en la eternidad de Dios. Para que nosotros podamos gozar de la presencia de Dios en la tierra y en el cielo eternamente. Y nos recuerda hoy que Este mismo que va a nacer, es el mismo que va a morir por nosotros.

En Pentecostés y en el Kerigma apostólico se hace a la inversa. «Este que ha muerto Dios lo ha resucitado» y, después, se recuerda el nacimiento, la visitación y toda la vida, obra, enseñanzas y milagros de Jesús.

Pero la Eucaristía nos sitúa frente a la totalidad del misterio de Dios, del misterio del amor de Dios. Para que nos demos cuenta de la inmensidad y profundidad del amor que estamos anunciando Dios se hace hombre y queda permanente presente en nuestra vida en la Eucaristía. En Jesús, el Verbo y el hombre, Dios nace, muere y resucita para que podamos alcanzar al mismo Dios.

No estamos simplemente en una celebración cualquiera. No estamos simplemente -como si dijéramos- en la preparación de una celebración de cumpleaños, donde los papás, más o menos consentidores preparan una fiesta con todos los caprichos que quiere el hijo y le compran lo que quiere y lo llevan donde quiere ir, y, por ello, planifican unas invitaciones para «los amiguitos, iremos a tal sitio, haremos tal cosa» y el niño comienza cuatro semanas antes a preparar su cumpleaños y la familia gira en torno a esa preparación del cumpleaños. No es lo mismo. No estamos preparando así el cumpleaños de Jesús. El cumpleaños de Jesús es para la vida y la muerte. Para cruzar el umbral de la esperanza y para que tengamos por cierto que Este que se encarnó lo hizo por amor, que a Este que se encarnó no le somos en absoluto indiferentes, que Este que se encarnó, el Dios que se hizo hombre, lo hizo para ofrecer su vida en rescate nuestro, para que pudiéramos volver a vivir como al principio en el Paraíso y para que pudiéramos recuperar de nuevo, en la vida eterna, todo lo que el hombre perdió. No es un negocio, es una alianza.

Y por eso quizás se sale tanto de nuestro contexto humano, porque no es algo negociable. Es algo que Dios nos da porque así lo quiere y porque así quiere que nosotros volvamos a ser lo que en su mente y en su corazón El nos pensó y lo que llevó a cabo en todo el proyecto creador y salvador del género humano.

El misterio de la Encarnación adquiere todo su sentido precisamente por el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. Por eso el misterio de la muerte y resurrección de Jesús hace que la Encarnación sea algo más especial y que la Navidad sea algo más especial por que en la vida del «todo es para el bien de aquellos que aman Dios».

En ese sentido el Señor todo lo envuelve con el amor con el que iluminó la humanidad el día de la Encarnación, y con el amor con el que entregó la vida por la humanidad en su muerte y resurrección.

Para que nos demos cuenta y aprendamos bien claro que el que «nos amó primero» (1 Jn) sigue amándonos cada día y la prueba de su amor nos la ofrece cada día en la Eucaristía, en la que se unen todas las celebraciones del hombre y del misterio de Cristo.

Y en este tiempo de espera de la celebración del nacimiento de Cristo nos une la muerte y la resurrección con el nacimiento, para que nos demos cuenta que toda nuestra vida es un gesto de amor y que toda la vida de Dios -si pudiéramos hablar así- es un gesto de amor que comienza a hacerse especialmente visible en la encarnación, en el nacimiento y que sigue siendo visible en la muerte y resurrección.

Pero lo que nos cuesta es abandonar nuestros criterios para entender, y como todo lo queremos razonar, nos perdemos la belleza y la hermosura y la grandeza que encierra el misterio de Dios y en concreto el misterio de salvación. Queremos hacerlo tan palpable o queremos reducirlo tanto a la razón o al sentimiento que en cualquiera de los dos aspectos, se nos escapa porque no entra ni por lo uno ni por lo otro. Porque el amor humano es comprensible, el amor de un padre hacia sus hijos es comprensible, es razonable, ¿Qué sus hijos son unos trastos? Siguen siendo sus hijos y sigue siendo su padre y eso es razonable y es comprensible ¿Qué los padres son un tanto abandonados?. También es razonable que los hijos los quieran de todas maneras. Aunque vivan enfadados unos con otros, es otro problema distinto. Es razonable que dos amigos se quieran. Razonable es que un matrimonio se quiera. Pero la diferencia con el amor de Dios radica precisamente en esto, que lo reducimos todo a lo que es comprensible y Dios es mucho más de lo que podemos calcular. Nos cuesta soltar nuestros amarres humanos, la razón, los sentimientos, para entrar en un amor eterno.

Por eso este tiempo de trata de ir rompiendo esos amarres humanos para llevarnos a entender que el amor de Dios es mucho más grande que lo humano, mucho más hermoso que lo humano, e incomprensiblemente más que lo humano.

Yo recuerdo unos amigos míos de cuando yo era joven. Ella era bastante alta. Y él era extremadamente bajito. Además,  a ella le gustaba ir con un zapato de tacón alto. Nosotros nos reíamos muchísimo con ellos. Los veías juntos y parecía una madre con su hijo, solo que él tenía una barba muy cerrada y decías: bueno un hijo un poco raro.

Era chocante. Pero aún más chocante es, para el hombre, el amor de Dios por él.

Bueno pues si entramos –hablando desde lo humano- en el amor que supera plenamente hasta lo ridículo, que es capaz de superar todo, de pasar por encima de todo... eso aún no es nada con respecto al amor que el Señor nos tiene y al amor al que el Señor nos llama a vivir para siempre.

Evidentemente yo no me sé explicar y evidentemente resulta muy difícil tratar de explicar algo así. Por eso yo os invito simplemente a que en este tiempo de Adviento nos ocupemos no en reflexionarlo ni explicarlo, sino en llegar simplemente a atisbarlo, a mirarlo. Por que, a fuerza de mirarlo, al final, lo abarcaremos aunque no lo entendamos.

Entenderlo no lo entenderemos, como decíamos anteriormente. No es posible meter diez litros de vino en un vaso de los que utilizamos para las comidas. Llega un momento en que se derrama. No podemos contener toda el agua del mar en un agujerito hecho en la arena, como le ocurrió a San Agustín. No. Pero si podemos abarcarlo. Sino de alguna manera contemplarlo. Aunque nunca veamos el fondo.

Cuando estamos en alta mar no se ve nada. Solamente agua, agua, agua, agua. Y parece que no tiene fin. Pero el ejemplo nos ayuda a entender cómo es el amor de Dios; porque te permite experimentar algo que parece no tener fin, que lo ves sin final.

Dice Santo Tomás que de Dios sólo podemos saber «lo que no es». Pues así es el amor que se nos presentó aquel veinticinco de diciembre y que se nos llama a contemplar para verlo aunque no lo abarquemos y para que entendamos que por más que lo miremos nunca lo abarcaremos, porque es inmenso, excede nuestra capacidad. Y eso, eso es el amor de Dios. Y el amor que el Señor nos llama a vivir con El. En la tierra y después en el cielo. Y para que podamos vivir ese amor con El aquí y después, se encarnó, vivió, murió y resucitó.