Domingo XXXII Tiempo Ordinario, Ciclo A

La Honestidad

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:

2 M 7,1-2.9-14; Sal 16, 1. 5-6. 8 y 15; 2 Ts 2,15-3,5; Lc 20,27-38;

La Palabra del Señor hoy nos recuerda algo esencial para nuestra vida: la honestidad. 
La honestidad para con Dios, la honestidad para con nosotros mismos, la honestidad para el mundo. 
Es algo que nuestro tiempo ha globalizado y sin embargo no podemos entrar en esas dimensiones. 
La honestidad es algo muy personal, muy íntimo. Es mostrar el corazón a los demás sin mirar las consecuencias reales. 


En la primera de las lecturas nos muestra esa honestidad ante los demás, ante uno mismo y ante Dios. El evangelio matiza de nuevo también esa honestidad. 
Pero la honestidad ante Dios, porque en verdad si yo confío en El, si El me brinda su confianza, si El me brinda su amistad, si El me brinda su amor y yo quiero de verdad aceptarlo, la honestidad me lleva a ese vivir en ese camino de alcanzarlo. 
No como quien va peleando sino como quién está convencido de que el día, el tiempo oportuno lo alcanzará. 
Honestidad para con Dios comporta y conlleva ese hacer, ese vivir, ese poner en práctica su enseñanza. Honestidad para con Dios conlleva el decir hoy sí y mañana de nuevo decir sí, no andar saltinbanqueando de un lado a otro, hoy sí mañana no, después lo pensaré. Sino que esa honestidad para con Dios nos lleva a ese vivir y a ese buscar cada día la mirada de Dios para saber y para poner en rumbo a la dirección de nuestro día, a la dirección de nuestra vida. 
Honestidad frente a lo que hemos dicho a Dios y frente a lo que con El hemos pactado en esa alianza de amor. 
Honestidad en ese vivir y buscar la verdad, en ese vivir y buscar la vida, y en ese seguir el camino. 
Pero también es honestidad para con nosotros mismos porque nosotros hemos asumido ya con un criterio personal, como una decisión personal, como una opción personal, hemos asumido la fe en el Señor, la confianza en Dios, el amor a Dios, el abandono en sus manos y tantas otras cosas. 
Y no podemos engañarnos a nosotros mismos a fuerza de circunstancias. Lo que hemos estado convencidos, el convencimiento que hemos llegado a alcanzar frente a Dios, no puede ser opacado por las circunstancias de la vida, no puede ser opacado por un momento alterado emocionalmente o un momento eufórico emocionalmente. Hay una opción de vida, hay una alianza de amor. 
Y nuestra madurez, nuestra realización personal, hablando en lo humano, también se alcanzará en la medida que seamos honestos para con nosotros mismos. 
Si hemos dicho sí, hagamos también sí, también por nosotros mismos, porque nosotros hemos experimentado las consecuencias benéficas de ese sí para nuestra vida. 
Por eso dirá el Señor “que vuestro sí sea siempre sí”. 
Y por eso dirá el Señor: “Amarás a Dios y te amarás a ti mismo”. Porque si no eres honesto contigo mismo, difícil será que lo seas con Dios y mucho más difícil será que lo seas con los demás.

Si tienes una virtud que potenciar dedícate a trabajar esa virtud, sé honesto, dedícate a trabajarla para que esa virtud crezca, se desarrolle y madure en ti, ¿que has adquirido o estás adquiriendo o quieres adquirir un hábito bueno? ponte a trabajarlo, sé honesto contigo mismo, ponte a trabajarlo. Solamente entonces verás la meta que puedes alcanzar. 
Pero al mismo tiempo, si tú eres honesto contigo mismo y trabajas y pones de ti lo que está en tu fuerza, en tu capacidad, en tu haber, entonces estarás preparado para ser honesto con Dios, porque “difícil se puede amar a Dios -dice San Juan- a quien no se ve, si no se ama al hermano a quien se ve”. 
Y ese hermano más cercano, más próximo somos nosotros mismos. Nosotros podemos ser nuestro mejor amigo o nuestro peor enemigo, depende de que seamos honestos. Si somos honestos seremos nuestro mejor amigo, porque reconoceremos los defectos que hay también en nosotros, reconoceremos nuestro egoísmo, nuestro desaire, reconoceremos nuestra falsa humildad, que no somos humildes sino todo lo contrario, pero no nos engañaremos a nosotros mismos, no esconderemos nuestros defectos a nosotros mismos ni nos justificaremos con falsas razones y falsos argumentos, porque eso muchas veces lo hacemos.
Por eso el Señor nos llama en este pasaje de los hijos Macabeos, del martirio de los Macabeos, nos llama a ser honestos con nosotros mismos, a reconocer en nosotros mismos lo que nosotros tenemos bueno o malo, lo que viene de nuestra acción, de nuestro trabajo bueno o malo, lo que es un don de Dios, y una capacidad que Dios ha puesto en nuestro corazón. 
Solamente cuando estos dos puntos, estos dos rasgos de honestidad para con Dios y para conmigo mismo estén funcionando en mi vida, solamente entonces podré ser honesto para con los demás. 
No tendré que velar por mi imagen, ni tendré que velar por lo que pensarán, ni por lo que puedan decir. 
Entonces, como hemos dicho muchas veces, y decía el Papa Pablo VI, seremos quien somos, y entonces ante los demás también podremos ser honestos porque nada nos asustará, no tendremos miedo, porque el miedo es el que domina nuestra falta de honestidad y nuestra vida entera. Tenemos miedo al que digan, miedo a la reacción del otro, miedo a lo que pueda pensar, decir, hablar, para que no hable, diga, piense, entonces fingimos o silenciamos o no decimos lo que tendríamos que hablar, decir, expresar. 
Y la honestidad para con los demás que arranca y se apoya en la honestidad con Dios y con uno mismo nos enseñará también a amar al otro. 
Los siete hijos fueron dando uno a uno su vida por esa honestidad con su fe, por esa honestidad con Dios. Estaban seguros, tenían una firme convicción y esa firme convicción la vivieron hasta las últimas consecuencias. 
Quizás en muchas situaciones no seamos del todo honestos para con Dios, para con nosotros mismos o para con los demás, porque quizás nos falta esa firme convicción. 
Creemos lo que dice Jesús, creemos lo que dice la Palabra de Dios, pero hay una parte de nosotros que se resiste y se puede resistir y ahí es donde todo el barco se nos va abajo. Todo el edificio no logra ser construido porque al llegar a esa parte de mi vida yo me estoy resistiendo a entregarla, a ponerla en común con Dios, a ser honesto con El también en esa área de mi vida, y a ser honesto conmigo mismo también en esa área de mi vida, llamando las cosas por su nombre, tal cual son, y si yo hago algo indebido o inapropiado, pues llamar a eso indebido o inapropiado por su nombre y hacerle frente. 
Solamente cuando eso haga, entonces alcanzaré esa honestidad y podré ser honesto con Dios y conmigo mismo. 
Los Macabeos estaba claro, corría el riesgo su vida, previa una tortura increíble, pero llamaron al rey por su nombre, llamaron la actuación por su nombre y también llamaron a Dios por su nombre. Y entonces la honestidad para con Dios que hace crecer el amor, nos da la fuerza para ser de verdad quien somos. 
Por eso es tan importante llamar al rey por su nombre, llamar a Dios por su nombre y llamar al rey príncipe de este mundo también por su nombre. No caer en la tentación de justificarnos porque nada tiene justificación. Llamar a cada cosa por su nombre, porque necesitamos reconocernos como somos para poder caminar y poder hacer esto que hicieron los hijos, los jóvenes Macabeos.
Dar la vida, entregarse, porque amaban a Dios y estaban firmemente convencidos de El. 
Necesitamos crecer de ello, necesitamos crecer y para crecer no hay mejor manera que practicarlo, que ejercitarse. 
El atleta llega a serlo porque se prepara. Llega a ser gran atleta porque se prepara mucho. Y lo alcanza trabajándolo, haciéndolo.

Ejercitemos también nosotros esa honestidad para con Dios, para con nosotros mismos y para con los demás, ejercitándonos en ella, siendo honestos. 
Las cosas irán mejor en nuestro mundo y es verdad que “un grano no hace granero”, pero también es verdad, como dice la sabiduría popular, que “ayuda al compañero”.