Domingo XXXIII Tiempo Ordinario, Ciclo A

El Señor ha puesto la confianza en nosotros 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:

Ml 3, 19-20a; Sal 97, 5-6. 7-9a. 9bc; 2 Ts 3, 7-12; Lc 21, 5-19

La Palabra del Señor nos sitúa una vez más en el corazón del deseo de Dios, que San Pablo va a manifestar después de una manera muy simple y sencilla en su carta a Timoteo:
«Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». 
Y las palabras últimas del Evangelio «salvaréis vuestras almas». 


Nos recuerda fácilmente la figura de aquél que se lanzó a una aventura más allá de sus posibilidades con recursos escasos para sobrevivir. Se sube a una barca, se va adentrando en el mar de la vida y el mar de la vida comienza a sacudir, a mover el viento, a nacer la tempestad, y la barca comienza a ser agitada por el viento, arrastrada por las corrientes y azotada por el oleaje. 
En esa situación es en la que el hombre se encuentra con harta frecuencia en su vida.
El Señor aparece ahí en nuestra vida también para decirnos que ni la tempestad ni la fuerza del oleaje, ni el viento, ni las corrientes marinas destruirán nuestra vida, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad».
La tempestad puede ser dura, el viento firme, las olas crecidas, pero «Dios quiere que todos los hombres se salven». 

A veces nos falta la perspectiva de ese tan firme deseo de Dios de salvar, de hacer vivir, de arrancar al hombre de cualquier situación de conflicto o cualquier situación dolorosa, de cualquier situación infeliz, de cualquier situación costosa. 
«Dios quiere que todos los hombres se salven». Y la salvación de Dios no solamente habla del Reino futuro sino también del Reino presente. La salvación de Dios se realiza aquí abajo y continúa en el reino eterno. Es una llamada del Señor para nosotros, para que tengamos la plena seguridad, la plena garantía, la plena convicción de que Dios ha optado por el hombre, de que Dios ha optado por nosotros, de que podía haberse quedado de brazos cruzados –si se nos permite hablar coloquialmente- o se hubiera podido quedar impasible frente a nuestros dramas humanos, pero Dios se ha implicado con el hombre y el hombre no es ajeno a Dios. 
Y nuestra vida, por tanto, no es ajena a Dios ni Dios es ajeno a nuestra vida. 
Y frente a las situaciones concretas que en cada momento de nuestra vida podamos vivir, Dios es la garantía del futuro, Dios es la garantía de esa vida. 
Pero no solamente eso. También tiene una dimensión particular este fragmento del Evangelio para nosotros: recordar también a los hombres -a los próximos y a los lejanos- que «Dios quiere que todos los hombres se salven» y que Dios se ha implicado también en sus vidas porque quiere llevar al hombre a la felicidad, porque quiere darle la capacidad que no tiene, que va más allá de sus posibilidades, que el hombre no podría alcanzar por sí solo. 
Dios quiere darle al hombre esa capacidad para que alcance la meta, la aspiración que todo hombre lleva dentro. 
Hemos sido creados para amar, para vivir en la dicha y en el gozo, en la alegría y en la paz. Y San Agustín dirá: «inquieta está mi alma hasta que descanse en Ti». 
Y el Señor nos recuerda hoy que esa posibilidad de San Agustín no es algo que tenga que ver con el futuro, es algo que tiene que ver con el presente nuestro, y para todos los hombres, y que muchos hombres no lo saben, no están seguros, no saben qué hacer o están equivocados. 
Por ello el Señor nos concede el mirar las posibilidades que El mismo nos ha dado para que con nuestra vida, con nuestras palabras, con nuestra respiración, con todo nuestro ser, podamos ser para los demás esa pequeña luz, ese pequeño faro que va a hacer que el barco llegue feliz a puerto en una noche tormentosa y en un mar tortuoso.

Y es que, como hemos dicho en reiteradas ocasiones, quien ama mucho confía una gran responsabilidad a la persona amada. Quien no ama no confía ninguna responsabilidad, porque tiene el convencimiento de que nadie lo puede hacer mejor que él. Sin embargo, cuando amas a alguien pones tu vida en sus manos porque estás seguro de él. 
Así está seguro Dios de nosotros, por eso pone en nuestras manos su vida, por eso pone en nuestras manos el Cuerpo y la Sangre de Jesús, su Eucaristía, su Palabra. Lo pone todo en nuestras manos, porque está seguro de nosotros, está seguro de nuestra respuesta, está seguro de que somos cabales en la fe. 
Podemos ser más o menos maduros o inmaduros o tener reacciones más o menos adultas o infantiles, pero el Señor ha puesto su confianza en nosotros, ha puesto al mundo en nuestras manos porque para El somos capaces de amar y somos capaces de implicarnos en la felicidad y en la salvación de los hombres. 

Por eso el Señor hoy nos habla de salvación, porque el frío, el duro invierno ha comenzado y el frío ha cubierto nuestra tierra, aunque en el corazón de los hombres hace tiempo que hace frío. El Señor nos ha puesto el cálido amor de su corazón en nuestras manos porque sabe que somos capaces de compartirlo, de repartirlo, porque sabe que somos capaces de implicarnos en la vida de los demás hasta las últimas consecuencias. Por eso El también se ha implicado con nuestra vida hasta sus últimas consecuencias. 

Supliquémosle al Señor hoy en esta Eucaristía, démosle gracias por su confianza, por esa confianza plena que tiene en nosotros. Una confianza que solo El puede tener, porque ni nosotros mismos la tenemos toda entera, porque no hemos llegado a conocer el amor tan pleno. Pero El nos ama al estilo de Dios, por eso confía en nosotros más allá de nuestra capacidad. 

Démosle gracias por ese amor que permanece y por esa confianza que no puede ser trasgredida por nuestros errores, nuestros pecados, nuestras traiciones al amor y supliquémosle también el don de su Espíritu, que nos haga firmes, fuertes, yo diría también valerosos, que nos dé el coraje de vivir y la ilusión de la vida porque necesitamos salir de todo inmovilismo y comenzar a Vivir.