Solemnidad de Todos los Santos 

Ser Santos es ser cristianos

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Ap 7, 2-4. 9-14; Sal 23,1-2.3-4ab.5-6; 1 Jn 3,1-3; Mt 5,1-12a;

Estamos muy acostumbrados todavía a que los que llamamos santos han sido hombres y mujeres especiales, dotados por Dios de dones especiales, con una asistencia particular del Señor. 
Y no terminamos de comprender, que tan especiales son ellos como especiales lo somos nosotros. 

Porque una de las cualidades, si podemos hablar así, que adornan el ser de Dios, es que es capaz de configurar especiales a cada uno de los millones que habitan la tierra. Y eso solo puede hacerlo Dios. Por eso para el Señor cada uno es especial. 
Para nosotros no, a nosotros nos caben tres o cuatro personas especiales, tres o cuatro amigos, tres o cuatro personas a las que quieres más. Y a partir de ahí ya universalizamos: queremos a todos los hombres. El nuestro es un amor muy teórico, muy poco existencial y uno se pregunta si es real. Sin embargo, estamos seguros de que a esos siete u ocho, a esos sí los queremos, pero quizás no somos capaces de más. 
Dios, porque es Dios, sí da para más. Y porque es Dios, para El cada uno de nosotros somos especiales. Como especiales lo han sido los que hoy la Iglesia ha elevado a la gloria de los altares, como especiales son aquellos que aunque la Iglesia no ha elevado a la gloria de los altares están en el Reino; porque todos tenemos seguridad de que muchas personas que hemos conocido están en la gloria de Dios. 
Pero lo que no somos capaces de llegar a comprender es que nosotros también somos especiales. 
Y ese es uno de los aspectos importantes en la fiesta que hoy celebramos. 
Celebramos que todos somos especiales para Dios y que todos podemos sentarnos en la mesa del Padre.

Unos ya han partido y ya han llegado a ella, otros iremos detrás, en el tiempo, pero todos tenemos un lugar con nuestro nombre y apellidos en la mesa del Reino eterno. 
Y eso es algo que a veces se nos escapa del pensamiento y pensando -en muchas ocasiones- que tenemos que vivir como podemos, procurando ser fieles al Señor, siempre procurando responder a su Palabra. 
Sin embargo el pasaje que el evangelio nos propone hoy – el de las Bienaventuranzas- nos dice con mucha simplicidad que ser santo es como ser cristiano y que lo que hemos de ser es serlo de verdad, como hemos repetido muchas veces, vivir con simplicidad y sencillez lo que enseña Jesús: construir la paz, tener misericordia con el hermano, ser bondadoso con el que está al lado, ser pobre de corazón, es decir, tener un corazón libre, no tenerlo adherido a cosas específicas ni concretas, ser un hombre libre de corazón para poder vivir la libertad. 
Porque si uno tiene en su corazón demasiadas cosas, o a veces solo algunas cosas, en ocasiones se convierte en un gran esclavo de ellas. Por eso son importantes esos pobres que «suplican el Espíritu como el mendigo la limosna», porque así es cuando de verdad somos libres. 
Jesús, en estas bienaventuranzas, no nos dice nada de extraordinario, solamente nos dibuja muy por encima lo que supone ser cristiano y por tanto lo que supone ser santo. 
Nosotros hemos separado la santidad del ser cristiano y ahí es donde el barco nos hace aguas porque entonces para unas cosas sí hacemos lo que Jesús enseña, pero en otras cosas no. Sin embargo para que el barco navegue hacia su rumbo, es necesario que todos remen en una misma dirección, de lo contrario el barco no navegará hacia delante. Por eso nuestra vida tiene que ir toda en la misma dirección, porque sino no va adelante. 
Puede ser que no vaya para atrás pero para adelante seguro que tampoco. Pues –siguiendo el ejemplo del barco- si un lado rema hacia adelante y el otro rema hacia atrás, o hay un remo en el fondo del barco que hace de timón y nos desvía hacia la derecha o hacia la izquierda, estaríamos dando vueltas como una peonza en el horizonte del mar sin ser capaces de llegar a ningún lugar. 
Y eso es lo que les pasa a muchas personas: que no son capaces de alcanzar ningún objetivo en su vida, porque quieren una cosa por una parte, por otra parte quieren otra, por una piensan una, por otra piensan otra.

Jesús nos dibuja, pues, en este pasaje, cómo ser cristianos, cómo vivir la fe, cómo vivir como cristiano. Esas mismas palabras las han recibido y vivido todos los que nos han precedido y están hoy en el Reino eterno. No han hecho nada más especial, han hecho esto que dice el evangelio, que es lo mismo que lo que el Señor nos invita a hacer a nosotros. 

Y no hay mejor manera de celebrar algo que alegrarse con la festividad y con aquel con aquel que celebra algo. 
Si celebramos el cumpleaños, el santo, o las bodas de alguien nos alegraremos no solamente por la celebración sino también por la persona. 
Por eso la Iglesia nos invita a celebrar la fiesta de Todos los Santos, para ver si de esta manera abrimos más los ojos y se nos adhiere algo de lo suyo, a fuerza de mirarlos. A ver si a fuerza de mirar aprendemos a imitar, a reproducir, a encarnar. 
Es una pedagogía simple de la educación. Los niños crecen mirando lo que hacen los mayores que los rodean tendiendo espontáneamente a imitar a aquellos que están seguros que les aman. 
Así la Iglesia hoy nos invita a mirar a aquellos que nos han precedido en la fe y en la vida eterna para ver si así también nosotros imitamos su vida, sus costumbres, descubrimos la forma sencilla en que han vivido el evangelio y nos damos cuenta de todo el corazón que han puesto en ese vivir diariamente el evangelio. 
Así aprenderemos también nosotros. El camino que ellos han seguido será también entonces el que nosotros seguiremos porque viviremos la misma fe que les ha conducido al Reino de Dios y aprenderemos a vivirla de la misma manera que ellos lo han vivido y eso es definitivo. 
Si haces lo mismo, con la misma intención, el mismo deseo, siguiendo el mismo camino evidentemente llegas al mismo lugar y esa es la llamada de Dios: que lleguemos a ese gran banquete del Reino de los Cielos, donde en cada uno de los lugares, como en una gran mesa con multitud de invitados, pone tu nombre y tus apellidos, para que descubras realmente tu sitio, tu lugar y para que te des cuenta de cómo, desde siempre, Dios ha estado pensando en ti y Dios te ha tenido a ti, particularmente a ti, como alguien muy especial.

Alegrémonos pues e imitemos a los que nos han precedido. Hagamos de nuestra vida esto que dice el evangelio: no nos entretengamos en pequeñas cosas, no nos dejemos engañar por las cosas que son aparentemente significativas. 
En ocasiones pensamos que no es posible renunciar a un viaje por ir a la Eucaristía, pues a la Eucaristía podemos ir «otro día». Sin embargo, eso es un error, porque ir a la Eucaristía es indefectiblemente mejor que ir a un viaje de avión ¿porqué, pues, anteponemos el viaje a la Eucaristía?
Lo que pasa es que aún andamos con la ley de compensaciones, aún andamos pensando que renunciamos a una cosa o renunciamos a otra, o –decimos- ¡no es necesario renunciar a tanto! No, si nadie renuncia a nada, ese es nuestro error. 
Aún valoramos demasiado las cosas de esta tierra cuando pensamos que dejarlas es una renuncia y no una liberación. 
Si yo renuncio a algo, no renuncio a nada más importante que aquello que estoy acogiendo. Lo que estoy recibiendo vale muchísimo más que un viaje en avión dando la vuelta al mundo. Pero nos lo tenemos que creer y lo tenemos que vivir, sencillamente, como dice el evangelio. 
Lo que el Señor nos ofrece es la mejor parte, pero también es la mejor parte aquí, ya. No es la mejor parte después cuando estemos muertos. Es la mejor parte aquí, ya. Yo no renuncio a nada, yo cojo lo que más me interesa. 
Y si renuncio a algo, cuidado, es que aún no me interesa lo suficiente lo otro, por eso me pesa tanto renunciar, por eso me cuesta tanto y pienso que renuncio.
Hay quien renuncia a una golosina para un día comerse el banquete, pero entonces ni se la come hoy ni se la comerá mañana porque todavía tiene puesto el corazón en la golosina.

El Señor nos llama a mirar a los santos para que aprendamos el camino de la libertad, de la fe, del amor, de la esperanza y no dejemos de tener los pies tan hundidos en la tierra, para que –de esa forma- tengamos más elevados nuestros ojos, porque de lo que miremos, de eso se nos llenará el corazón.