Vigilia Pascual, Ciclo B

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Gn 1, 1. 26-31a;  Sal 32, 4-5. 6-7. 12-13. 20 y 22; Sal 15, 5 y 8. 9-10. 11;  Ex 15, 1-2. 3-4. 5-6. 17-18; Gn 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18;  Ex 14, 15-15, 1;  Mc 16,1-7; Rm 6, 3-11

Siempre resulta curioso la capacidad que tiene el Señor de sorprender a los que le siguen y de devolver la luz donde la oscuridad ha cegado la mirada.

Las mujeres iban hacia el sepulcro, iban todas preocupadas, muy preocupadas, pensando en quien les correría la losa de piedra que impdía la entrada al Sepulcro. Unas pobres mujeres, indefensas, débiles. ¡Cómo ellas iban a ser capaces de correr la piedra del sepulcro!

Y como hicieron las mujeres en aquel tiempo, también lo hacen hoy muchos hombres y muchas mujeres de nuestro tiempo: están más preocupados por la piedra que está en la puerta del sepulcro que por el Señor que está dentro del sepulcro.

Iban a embalsamarlo. Iban increíblemente dispuestas a hacer lo que se debía, según la tradición. Pero andaban preocupadas por la puerta del sepulcro. Y el Señor ¡vaya si las sorprendió! Cuando llegaron al sepulcro se dieron cuenta que sus cavilaciones no tenían ningún sentido: La puerta estaba corrida, estaba abierta, la piedra estaba a un lado.

Si hubiéramos sido espectadores podríamos habernos preguntado o haberles preguntado a las santas mujeres: ¡Qué lástima de tiempo empleado en pensar quien iba a correr la puerta!

El Señor lo había anunciado. Los discípulos no lo habían entendido. Pero el Señor siempre sorprende al hombre, al hombre que se decide a seguirlo más allá, pensando en Dios y no en las propias capacidades. Las mujeres estaban preocupadas por la piedra –repito- y el Señor salió a su encuentro. ¡Era El!. ¡Había resucitado!.

Y el Señor les dijo a través del ángel. «Os precedo en Galilea. Allí os espero. Decídselo a los demás».

En nuestra vida el Señor también nos sorprende cada día. Es increíble la capacidad que tiene el Señor de pasar por encima de nuestros errores y tropiezos para conducirnos a la noche de la Resurrección, al momento en que podemos dar, compartir la certeza de fe de que Cristo ha resucitado y nuestra vida no es vana y que nuestra fe no es vana.

San Pablo lo dijo: «Si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe sería algo vano». Pero Cristo ha resucitado, esa es nuestra seguridad. Cristo ha roto las puertas de la muerte, ha abierto la piedra del sepulcro y nos ha conducido al reino eterno haciéndonos capaces de lo que por naturaleza no somos capaces. Nos ha permitido abrir el corazón y recibir el Espíritu Santo en unos días -podríamos decir. Nos permite alcanzar lo que nosotros con nuestras solas fuerzas no podríamos. Ha abierto nuestros ojos y nos ha permitido ver la luz. Ha abierto nuestro corazón y nos ha permitido conocer el amor de Dios. Ha abierto nuestra vida entera para concedernos acoger al Dios que se hizo hombre y podernos adentrar en el Hombre que es Dios. Ha cruzado el umbral de la muerte hacia aquí y hacia allá y ha puesto un puente indestructible por el que el hombre cruzará hacia la vida, gozoso y feliz de que sale al encuentro del Dios Creador Todopoderoso. Ha elevado a los hombres a la categoría de hijos de Dios. Nos ha hecho herederos con Cristo del Reino eterno. Todo a partir de una noche como ésta. En que la piedra fue corrida, estaba corrida porque Cristo había resucitado.

Ya no hay distancia entre el cielo y la tierra si nosotros nos lanzamos. Ya no hay distancia entre Dios y los hombres si nosotros le abrimos el corazón. «Todo es posible en Aquél que nos fortalece» (Flp 4, 13). Todo es posible porque Cristo ha resucitado: podemos llamar a Dios Padre y podemos caminar de la mano de Dios; podemos aspirar a los dones más grandes, a los dones más santos, siendo los más pequeños.

El otro día veía yo a una pequeña hormiga cargando una florecilla muy chiquita pero que para la hormiga era inmensamente grande . Y pensaba: así es Dios con nosotros. Esto lo ha hecho posible también Dios para nosotros. Unos seres tan pequeños, tan débiles y tan sin nada, tan pobres y Dios nos ha hecho capaces de trasportar el mundo entero en nuestro corazón. Unos seres tan pequeños y el Señor nos ha permitido hacer los mil y un equilibrios para poder alcanzarle a El y el don de Dios mismo que es su Espíritu Santo en nuestro corazón.

«Si Dios no hubiera estado de nuestra parte -dice la Escritura- que lo diga Israel, si Dios no hubiera estado de nuestra parte...».

Y Dios nos ha demostrado que está de parte nuestra en la resurrección de Jesucristo.

Las palabras de Jesús, toda su enseñanza, toda la vida que El comunicó a sus discípulos y que se sigue comunicando en la Iglesia, año tras año, día tras día, país tras país, todo ello desde el día de la resurrección de Jesucristo es verdad, es verdad para todos nosotros.

La vida de Dios se nos ha comunicado, el don de Dios se nos ha hecho hombre y «el hombre ha podido alcanzar a Dios». Es verdad que necesitaríamos celebrar todos los días la resurrección de Cristo para tener siempre la vela encendida y siempre el recuerdo de esa Luz que no termina, ese Sol más grande que el sol y de esa Luz que permanece siempre encendida para que nuestro pie no tropiece en piedra alguna y caminemos en seguridad hacia el Reino eterno.

Cristo ha resucitado y nuestra vida se ha regado de agua fertilizadora. Y donde el pecado había dejado nuestro cuerpo, nuestro ser, nuestra persona, convertido en un sequedal imponente, el Señor hace crecer un vergel increíble. Porque Cristo ha resucitado y el agua de la vida ha regado nuestro corazón.

La resurrección de Cristo es la puerta que nos abre y nos conduce al corazón de Dios. No tenemos ya que esperar a cruzar el umbral de la muerte para poder alanzar el corazón de Dios. Podemos alcanzarlo aquí y ahora. Porque Cristo lo ha hecho posible en su resurrección. Porque su enseñanza nos ha mostrado el camino y su resurrección ha abierto la puerta. Y su Espíritu nos ha dado las fuerzas para hacer el trecho, cruzar la puerta y seguir el camino.

Cristo ha resucitado y nuestra fe se ve afianzada y se siente como fortalecida cada vez que lo proclama y cada vez que lo celebra.

Si cada día estuviera la luz de la Resurrección encendida en nuestra casa, en nuestro corazón, si cada día nos dijéramos a nosotros mismos: «Cristo ha resucitado» y nos respondiéramos: «Verdaderamente ha resucitado», la luz pascual ardería sin consumirse también en nuestro corazón. La resurrección de Cristo nos invita a encender en nuestra vida ese cirio pascual siempre prendido, cuya luz, la luz de Cristo iluminará nuestro camino,

y así no nos confundiremos, no andaremos desconcertados.

El Señor nos concede en esta noche santa, con su resurrección, descubrir una vez más la Luz que iluminará nuestra andadura diaria. La luz que está siempre ahí. Porque no depende de mí, depende de Dios que está siempre. Y Dios ha prendido siempre junto a nuestro corazón para que ilumine nuestro caminar.

Podemos distraernos pero Dios no se distrae. Podemos confundirnos pero Dios no se confunde.

Cristo ha resucitado y su Palabra es veraz. Cristo ha resucitado y no se echa atrás nunca de lo que dice. Cristo ha resucitado y tiene la garantía de que podemos alcanzar el reino de los ángeles y podemos ocupar el lugar de los ángeles en el reino eterno. Porque Cristo lo ha hecho posible para nosotros: ha roto nuestras cadenas, ha destruido el poder de la muerte, ha hecho posible lo imposible. Y nosotros pobres hombres podemos acceder hasta el Invisible y contemplarle tal cual es, y descubrir en el rostro el amor infinito de Dios.

Cristo ha resucitado. Más allá del desconcierto y la preocupación inicial que es muchas veces la nuestra: ¡Cómo lograremos quitar la piedra! ¡Cómo haremos esto! ¡Cómo seremos capaces de lo otro!. Pues yo no puedo, pues eso es mucho, pues yo no se... Todos esos diálogos que llevamos con nosotros mismos gran parte de nuestra vida, el Señor se los corta en un instante. Y surge la alegría de hoy de estas santas mujeres: La piedra del sepulcro está corrida.

Tú puedes contemplar a Dios cara a cara. Tú puedes llegar al Señor y verlo cara a cara. Tú puedes acceder donde El estuvo y comprender y contemplar que es verdad, que Cristo ha resucitado. Tú puedes hacerlo. Porque, precisamente Dios sabe que por tu fuerza no podrías, Dios mismo se ha adelantado a correrte la piedra. Dios sabe que tu flaqueza es mucha y Dios se ha adelantado como siempre. Dios se te ha adelantado para hacerte posible lo imposible.

Y puede serte difícil subir una cuesta, puede hacérsete difícil bajar una pendiente. Pero Dios se te ha adelantado como a las santas mujeres. Dios se nos ha adelantado. Ese es el gran gozo y el gran anuncio de esta noche. Dios se ha adelantado a tu flaqueza. Dios se ha adelantado a tu pobreza. Dios se ha adelantado a tu pequeñez. Tú puedes entrar en el sepulcro porque la puerta está corrida, porque la roca no está tapando la puerta. Y esa es la gran gracia que el Señor nos ofrece: saber que El hace posible lo imposible. Pero no porque simplemente El nos dé fuerzas, no simplemente porque El nos haga capaces. ¡No! Dios se nos ha adelantado. Dios se nos adelanta para correr la roca porque sabe que no podemos.

Y Dios se nos adelanta en todas las cosas cuando sabe que no podemos.

Y la enseñanza que nos ofrecen las santas mujeres: no andar devaneando con tantas razones que conducen simplemente a un mismo punto, a tener que reconocer que Dios se me ha adelantado y ha hecho posible lo que yo no hubiera podido hacer.

¡Qué mejor noticia puede darnos hoy el Evangelio! ¡Qué mejor noticia puede anunciarnos hoy la Iglesia! ¡Qué mejor noticia puede darnos el ángel de Dios en esta noche santa!.

Con razón san Pablo decía: «Todo lo puedo en Aquel que me fortalece». Porque también el Señor se adelantó a Pablo e hizo lo que Pablo no hubiera podido hacer nunca: cambió su corazón. Y no hubiera podido hacerlo porque entre otras cosas Pablo nunca se lo había planteado. El nunca se había planteado cambiar el corazón. Nunca había reconocido que estaba en un error. Estaba convencido que estaba en la verdad.

Por eso sale Cristo de la tumba hoy. Por eso el Señor resucita de los muertos hoy. Para también llevarnos a la convicción, a descubrir que muchas veces estamos equivocados, pero que El va delante de nosotros, que no tenemos por qué preocuparnos, que sigamos el camino, que sepamos que El va a correr la piedra y que podremos contemplar al resucitado. Que podremos contemplar que ha resucitado y podremos ir corriendo a Galilea para esperarle allí si El

-como de costumbre- no llega antes que nosotros.

Aquellas palabras de san Juan: «Dios nos amó primero», tienen esta noche una significación muy particular. Porque Dios nos amó primero, se nos ha adelantado a todo, a todo. Como el guía que va con el machete abriendo camino en la selva para que los exploradores sigan el camino que el indígena ha abierto a golpe de machete.

El Señor va abriéndonos el camino a golpe de machete. Va por delante para que nosotros podamos vencer, podamos resolver las dificultades, podamos ver siempre la Luz y tengamos la seguridad de que llegado el momento en el que El va a descorrer la piedra del sepulcro para que podamos contemplar que Cristo es nuestra vida, Cristo es nuestra fe, Cristo es nuestra seguridad, es nuestra garantía, es nuestro Salvador. No es en vano que El haya muerto en la cruz. No es en vano que El haya dado su vida por nosotros. No es en vano que El haya salvado, nos haya liberado de nuestros pecados. No es en vano. Porque Cristo ha resucitado y todo lo que prometió se ha cumplido en este momento.

Y se ha cumplido hoy, en este momento para cada uno de nosotros. Todo, todo de una vez, toda la verdad de Jesús se ha hecho verdad en nosotros hoy, esta noche, en este instante en que -leídas las lecturas y proclamado el Evangelio- hemos proclamado también que Cristo ha resucitado.

Y si Cristo ha resucitado lo tenemos todo muy claro. Tenemos un banquete en la mesa en el Reino eterno aguardando nuestra llegada. Y mientras tanto, mientras llegamos allá, entre las luces y las sombras de nuestro mundo y de nuestra tierra tenemos siempre la Luz que no se consume. El cirio, la llama que nunca se apaga.

Es verdad que en nuestro mundo hay luz y sombra. Es verdad que aún queda mucho que alumbrar en nuestro tiempo. Es verdad que aún queda mucho por cambiar en nuestra historia, en la historia de nuestro mundo. Es verdad que aún hay mucho que convertir o que reconvertir a la justicia, al amor y a la misericordia, a la equidad y a la igualdad entre los hombres. Es verdad que aún Dios tiene que tocar el corazón de muchos hombres para poder llegar al corazón de otros muchos. Es verdad que a Dios aún le queda trabajo por hacer. Pero en medio de las oscuridades y las luces de nuestro mundo tenemos una garantía siempre. Una. La luz que nunca se consume. Y que quien la ha conocido nunca puede olvidarla. Porque siempre permanece encendida a su lado: la Luz de la Pascua. La luz del Cristo resucitado. La luz que emerge del sepulcro y que nos conduce hacia el Padre. Esa luz que no termina sigue a nuestro lado.

Y entre las luces y sombras de nuestro mundo esa luz nos guía por el camino de la vida. Nos guía por la voluntad de Dios, nos guía por el reino eterno. Nos guía, hasta conocer y experimentar plenamente el amor de Dios Padre.

¡Cristo ha resucitado!

Que la luz del Señor encuentre siempre su lugar fijo en nuestro corazón para que no fuera de nosotros sino dentro de nosotros, desde dentro de nosotros conduzca nuestros pasos por los caminos de paz . Hoy también se hace verdad la palabra de Zacarías: «La Luz que viene de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte -como el mundo nuestro en que vivimos- para conducirles por caminos de paz».

Esa luz es Cristo resucitado que quiere conducirnos por caminos de paz. Y los caminos de paz son los suyos. No lo olvidemos. Los caminos de paz son los suyos.

Amemos los caminos de paz que Dios nos pone. Amemos esos caminos de paz que el Señor nos hace recorrer en medio de las luces y sombras de nuestro mundo y agradezcamos a Dios los caminos de paz que El nos permite recorrer y que El nos ilumina con su luz y tengamos la firme convicción de que llegados al momento la puerta del sepulcro estará descorrida. No nos ocupemos de pensar si pesa mucho o será difícil de hacer. No nos entretengamos en pensar en la medida de nuestras fuerzas o en la medida de nuestra voluntad. Nuestras medidas, nuestra voluntad siempre es débil, pero el Señor es fuerte. En El está la vida y la luz y la paz y el amor y la esperanza y la capacidad de soñar que puede ocurrirnos como a las mujeres, que llegue un día y que también nos encontremos nosotros el sudario envuelto o doblado en el lecho y podamos sonreir al campesino que está al lado del sepulcro porque podamos reconocerle. Y sobre todo El nos llame por nuestro nombre como hizo con María Magdalena. Y entonces nosotros podamos reconocerle. Porque habremos seguido el camino, el camino de paz que nos ha conducido al sepulcro y allí habremos experimentado que Cristo ha resucitado y podremos agarrarlo fuertemente estrecharlo, contra nosotros fuertemente, para que no vuelva a alejarse ni un ápice, para no dejar de verlo ni un instante porque El es el Señor y nosotros somos sus siervos, sus hijos, sus discípulos, sus hermanos. No importa.

Cada uno de nosotros tiene un nombre que el Señor conoce.