Domingo XII de Tiempo Ordinario, Ciclo B
El Señor nos invita a cruzar a la otra orilla

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Job 38, 1. 8-11; Sal 106,23-24.25-26.28-29.30-31; 2Cor 5, 14-17; Mc 4, 35-40

Hoy el Señor, al igual que a los discípulos que estaban con El, nos invita a pasar a la otra orilla. La otra orilla que es ese remanso de paz, ese lugar donde el hombre vive de tal manera que su vida es un verdadero «descanso», en la que el hombre sosiega el corazón y vive con alegría.

Pero a nosotros el Señor nos pone en la tesitura de una elección. En el lago de la vida, como en el de Tiberíades, hay dos orillas: En una está la oscuridad, la incertidumbre, la duda, el temor, el estrés, la lucha por el mañana, el intentar asegurar un futuro mejor. Esa orilla está llena de ocupaciones y de pre-ocupaciones. En la otra orilla (a la que nos invita a cruzar el Señor) el sol luce,  la gente es feliz y vive alegre, el descanso del corazón existe, y es posible la paz.

El salto se nos hace difícil. El cruce del lago y la tempestad del lago no son más que el signo de la vida que vivimos, de las dificultades que nosotros encontramos para salir de esta orilla y pasar a la otra. Se trata de las dificultades que genera poner tu confianza en el Señor, las que genera vivir una vida más de acuerdo a las posibilidades personales, las que genera tener un corazón bien dispuesto y amar a los demás. En una palabra, todo lo que es la vida propiamente humana, cuyo modelo nos diseña el Evangelio.

El salto se nos hace difícil. Queremos hacerlo y las circunstancias parece que no nos lo permiten. Queremos perseverar en él y parece que nos falla la constancia. Queremos permanecer firmes en la fe, constantes en el amor y fuertes en la esperanza... y parece que todo se nos ponga en contra y que este mundo nuestro en lugar de arreglarse se estropea, en lugar de salir el sol surge más fuerte la noche.

Así estaban los discípulos -como nosotros- confundidos muchas veces. Sabemos lo que dice el Evangelio pero no lo hacemos. Sabemos lo que debemos de hacer pero no vivimos así. Nos dejamos engañar por muchas cosas, las apariencias nos dominan. Tanto las apariencias «de lo que nos parece que puede ocurrir» y «mantener las apariencias de lo que nosotros queremos que los demás piensen». Como les ocurría a los discípulos, «las tormentas» nos asustan, nos generan dificultades, generan confusión. Como san Pablo, también nosotros experimentamos que «no hago el bien que quiero y hago el mal que no quiero».

Cruzar la orilla siempre tiene sus dificultades. Pero el Señor nos ofrece pensar, descubrir su presencia silenciosa. Lo importante no es tanto que el Señor estuviera dormido o despierto. Lo esencial es la presencia silenciosa de Dios en medio de las dificultades, en medio de las bendiciones, en medio de nuestra vida, porque esa presencia silenciosa es lo que da seguridad a nuestra vida.

La primera de las lecturas nos recuerda el pasaje de Job. La única vez que Job -llegado un momento- se pregunta por qué Dios permite que le pase todo eso. La respuesta del Señor no se hace esperar. Hablando en términos coloquiales nuestros, diríamos que el Señor le contesta: «Yo soy Dios. ¿Tú quien eres para pedirme cuentas a mí? Yo estaba antes de que el mundo existiera. ¿Quién hizo el mar, los ríos? ¿quién hizo toda la Naturaleza? ¿quién hizo las montañas? ¿quién hizo los animales, los árboles, las plantas? Y, cuando hice todas esas cosas, ¿dónde estabas tú?».

Dios es nuestra seguridad. Ese es el equivalente a esa presencia silenciosa de Jesús. ¿Durmiendo? -dice el texto-, sí, esa es la impresión que le da a ellos y a nosotros.

Muchas veces pensamos, opinamos o creemos que Dios está dormido como Jesús en la barca; que no está en nuestros quehaceres, que no se da cuenta de lo que ocurre, que no está donde ocurre el mal y que no está en el corazón de aquel que genera el mal... Pero no, Dios está, pero está silencioso.

Y esa es nuestra seguridad. Si nosotros ponemos realmente nuestra seguridad en Dios que está en la vida del hombre siempre, nuestra vida pasará a la otra orilla: Venceremos las dificultades, se resolverán nuestros conflictos, se resolverán antes o después los del mundo... Porque con la seguridad que Dios está, se pueden mover montañas, mundos y vida, es posible llegar a la otra orilla -como en el pasaje del Evangelio- donde hay paz, donde no hay tormenta, donde no hay vientos, donde se vive en paz.

Cruzar a la otra orilla esa es la invitación de Dios hoy, que crucemos a la otra orilla, a esa vida del hombre en la tierra que es participar de su Reino. Una vida de paz.

Si nos diéramos cuenta lo importante que es vivir en paz, nosotros mismos haríamos porque desaparecieran nuestros conflictos.

Por eso la reflexión de la Palabra, la invitación de Jesús hoy es a cruzar a la otra orilla donde se vive en paz, con alegría, donde se quiere a la gente y donde se goza y se disfruta de vivir. Y para ello por más que se haga noche en nuestra vida, tenemos la garantía y la seguridad de que es posible porque Dios está, aunque sea silencioso.

Pero -como ocurre en el pasaje del Evangelio- en cualquier momento, se lo digamos nosotros o no, El hace notar su presencia y es capaz de calmar los vientos y las tempestades -cualesquiera que sean- dentro o fuera de nosotros mismos, en nuestro entorno o con aquellos que nos rodean. No importa. Dios es capaz. Parece silencioso, parece dormido. Pero está callado, pero no inactivo -como le dice el Señor a Job- «Yo estaba al principio de todo y Yo hice todas las cosas».

Podríamos añadir nosotros hoy: ¿no puede hacer también todo lo que nosotros realmente necesitamos? ¿todo lo que necesita nuestro mundo? Aunque parezca que está silencioso, Dios está. Confiemos en El, esperemos en El y crucemos, lancémonos a cruzar a la otra orilla, a esa vida de la que nos habla el Evangelio.