Domingo XXI de Tiempo Ordinario, Ciclo B
«Serviremos al Señor porque es nuestro Dios»

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:    

Jos 24,1-2a.15-17.18b;  Sal 33,2-3.16-17.18-19.20-21.22-23;Ef 5,21-32; Jn 6,60-69  

La Palabra de Dios quiere hoy iluminar los fundamentos de nuestra vida y de nuestro corazón para que tomemos una mayor conciencia de cómo hemos de vivir, qué hemos de hacer y en una palabra, como podemos unir nuestro corazón, nuestra vida con el Señor viviendo verdaderamente como hijos de Dios pues -como dice san Juan- «lo somos».

La primera de las lecturas nos recuerda cuando Josué y las doce tribus se plantearon confirmar su seguimiento del Señor. Ellos tenían claro hasta ese momento que estaban siguiendo al Señor en medio de todos los avatares y siguiendo un itinerario a pesar de su flaqueza y su debilidad. Hoy clamaban a Dios y Dios los escuchaba, pero poco tiempo después su corazón protestaba, se quejaba o se alejaba de Dios. Así habían seguido unos años, bajo la guía de Moisés. En estos momentos bajo la guía de Josué reasumen su deseo de seguir al Señor, de servir al Señor.

El primer momento de este pasaje evoca también nuestra propia vida y la pobreza de nuestro corazón en el seguimiento de Dios. También -como el pueblo de Israel- hoy decimos sí y mañana nos olvidamos. Como el Pueblo de Israel hoy también proclamamos la gloria de Dios, las maravillas que ha hecho por nosotros y con nosotros, y mañana nuestro corazón se aleja -como dice El Cantar de los Cantares- «tras del rebaño de otros compañeros» (Ct. 1, 7).

Hoy, el Señor, en esta Eucaristía, nos propone reafirmar nuestro seguimiento, nuestro servicio al Señor y nuestra pertenencia al Señor. No es solamente una palabra que tengamos que dar. No es solamente una afirmación del corazón. Las palabras en el fondo sabemos, que se las lleva el viento. En ocasiones, la pronunciamos sin escucharla, porque nos sale de los labios e, incluso, de nuestra buena voluntad, pero no terminamos de implicar en ella la totalidad de nuestra vida, a juzgar por la facilidad con que nuestra morada interior se ve acosada desde dentro por pensamientos perniciosos, por juicios temerarios... contradicen desde la raíz el plan de Dios, su deseo y su proyecto de salvación.

Como al Pueblo de Israel y hoy también por la misma razón que al Pueblo de Israel, se nos plantea también a nosotros si serviremos al Señor con el corazón y con la vida, y no solo con la palabra.

Con el corazón y con la vida. Esto no es algo que pueda ser efímero, sino que desde el principio implica todo lo que somos y tenemos y todo nuestro ser entero por dentro y por fuera. Nuestra debilidad nace porque no ponemos una «determinada determinación» -como decía santa Teresa de Jesús. Decimos que sí, que queremos servir al Señor, pero no estamos atentos al Señor al que servimos, no vivimos para el Señor para el que servimos, no alejamos las distracciones que nos apartan del Señor al que servimos. Por eso ante la propuesta de considerar de nuevo servir al Señor nuestro Dios: «Yo y mi casa serviremos al Señor» -como dice Josué-, hemos de tener en consideración ya y para siempre que sea una palabra definitiva, contundente, yo diría radical o tajante, que es capaz de comprometerse verdaderamente y guardar la casa. Poner centinela -como dice el Salmo- centinelas en la puerta (cfr. Sal 141, 3), centinelas en las ventanas, centinelas en los tejados porque «Yo y mi casa serviremos al Señor» y dispondremos por tanto de todo para no servir a nadie más y para que nadie nunca nos engañe ni nos seduzca y para que nadie nunca nos aparte de nuestro servicio al Señor tan siquiera unos segundos.

Ese «Yo y nuestra casa serviremos al Señor» está implicando en nosotros -como en Josué- una seguridad radical, tajante, absoluta, de que es verdad que el Señor es nuestra fuerza, que es verdad que el Señor es nuestra vida, que es verdad y que yo lo creo fervientemente.

En el Evangelio de hoy escuchamos que algunos ese día abandonaron a Jesús. Es evidente que no creían en El, ni habían puesto en El su confianza, sino que lo habían seguido con los labios -como dice la Escritura- «Este pueblo me honra con los labios, no con el corazón», es decir, habían seguido al Señor con los labios y cuando llegó el momento de reafirmar ese seguimiento del Señor con el corazón, guardándolo, protegiendo esa actitud, protegiendo esa definición de vida, protegiendo ese seguimiento con todas las fuerzas de su corazón, algunos se marcharon, se alejaron del Señor.

Es un problema en el que resulta bastante fácil caer en nuestro tiempo donde el hombre nunca tiene nada seguro, nunca tiene nada estable, no tiene donde apoyarse y que le dé seguridad. Pero nosotros sí lo tenemos: el Señor es nuestra fuerza, es nuestra seguridad. Su Palabra es verdad. El Señor no se mueve con efectos especiales tan maravillosos como artificiosos que nos hacen creer lo que no es verdad como si fuera verdad. El Señor es nuestra fuerza. Yo tengo que creerlo a pies juntillas. Y porque lo creo confío en El. Y cuando me siento débil no espero a sentirme en el suelo para clamar al Señor, sino que en verdad cuando siento que mi voluntad, mi mente o mi corazón flaquean, inmediatamente clamo al Señor, me agarro a El y reviso mi vida, porque seguro hay algo que he dejado de hacer, o que no he hecho... Y, como cuando a un motor le falta una pieza, al ponerlo en marcha, el motor comienza temblando y al final salta por los cuatro costados.

La Palabra del Señor es eficaz por sí misma, no es útil, es eficaz. Bien, la Palabra del Señor, servir al Señor, nos enseña y nos recuerda la necesidad que tenemos de vivir bajo la instrucción de Dios, no bajo nuestros pensamientos o criterios momentáneos, según los estados en que nos encontramos.

En estos días escribíamos que nosotros no somos los mismos siempre. Y nuestra oración –decíamos- lo aludimos a modo de  ejemplo, tampoco es siempre igual. No oramos de igual manera cuando estamos alegres que cuando estamos tristes. No oramos igual cuando estamos enfermos que cuando estamos sanos. No oramos de igual manera cuando las cosas nos van aparentemente bien o cuando nos van aparentemente mal. Oramos de distinta manera porque en cada momento una parte de nosotros cambia y nuestra oración se «reajusta espontáneamente» porque es verdaderamente una oración que nace del corazón del hombre y llega al corazón de Dios.

Así ocurre con nuestra vida: nosotros no somos siempre los mismos, y el Señor nos hace crecer y caminar, nos hace madurar. La enseñanza del Señor nos conduce cada día en los pequeños y en los grandes aconteceres, y aún cuando nuestro pensamiento o nuestra voluntad sean volubles -según las circunstancias ambientales o las circunstancias del momento- el Señor permanece como enseñanza segura, frente a nuestra volubilidad, frente a nuestro cambio, frente a la situación o al viento que sopla de una determinada dirección. Por eso dice la Escritura: «El Señor es nuestra fuerza. El es nuestra roca». Porque el mismo Dios, a través de la Palabra, de la oración, de su relación con el hombre que está abierto al hombre y al Señor, siempre tiene a mano la roca en la que estabilizarse, el castillo, el baluarte, la fortaleza en la que protegerse. En una palabra, el hombre tiene un gran Señor a quien servir. Nuestro problema comienza cuando olvidamos que estamos sirviendo al Señor porque nuestra palabra no ha sido reafirmada, y necesitamos reafirmar esa palabra y vivir y ser consecuentes con ella. Tener una determinada determinación de guardar esa palabra y ponerla en práctica cuidadosamente, y no generalmente. No consiste en ser bueno, ni consiste en hacer obras de caridad, ni de misericordia, no consiste en rezar, ni en dar limosna, no consiste en ayunar ni en hacer penitencia. Consiste en servir al Señor. Evidentemente servir al Señor es hacer lo que El dice. Y eso es lo que asumió el Pueblo de Israel con firmeza: «Porque El es nuestro Dios». No por cualquier motivo, ni porque nos va bien, ni porque es bonito ni porque hay momentos felices ni porque cuando uno está decaído siempre encuentra un aliento. No. Teniendo muy claro: «Serviremos al Señor porque es nuestro Dios»: Porque es nuestro Dios.

Y esta conclusión que da la primera de las lecturas es lo que aterroriza a los que estaban siguiendo a Jesús con los labios pero no con el corazón. Y les aterroriza, precisamente,  por lo que eso presupone pues les parece algo muy exigente. Tienen miedo. Se marchan porque tienen miedo, porque no se fían, porque no creen de verdad que la Palabra de Dios sea eficaz, y no creen de verdad que lo que dice Jesús sea verdad -valga la redundancia-. Y como no se fían de la Palabra del Señor hacen lo que les parece, y aunque hagan cosas buenas -no todos los hombres hacen cosas malas, hay muchos que hacen cosas muy buenas- pero aunque sean cosas muy buenas no siguen la enseñanza que les da Jesús, no quieren seguirla. Y por si acaso en algún momento nosotros hubiéramos llegado a pensarlo tan siquiera un instante, Jesús es claro, es transparente, no tiene ninguna duda y les pregunta a los discípulos: «¿También vosotros queréis marcharos?» Y, Pedro, da la respuesta: «¿Dónde iríamos si solamente Tú tienes palabras de vida eterna?»

El Señor nos ofrece a través de Pedro la que debe de ser nuestra respueta a favor de la Vida en abundancia. Aquella respuesta que también nos conducirá en la esperanza, la que va a dar respuesta a todas nuestras preguntas siempre. Porque siempre el final posible es el mismo: «Servir al Señor porque es nuestro Dios». Seguir a Jesús, servir a Jesús porque es nuestro Dios y seguir a Jesús porque El tiene palabras de Dios, palabras de vida eterna. Pero no seguirlo -volvemos a decir lo mismo- en momentos específicos y en cosas específicas. Seguir a Jesús es seguir sus indicaciones, hacer lo que El dice. El mismo Jesús da razón de su presencia en la tierra: «Yo he venido a hacer la voluntad de mi Padre» que es, también, la razón de ser de la vida del hombre, o el camino para que el hombre viva: seguir las indicaciones de Dios. Pero sabiendo que eso es el gran tesoro y, por tanto, es la vida que se nos ha dado a vivir y también a guardar, a proteger, a no permitir que nadie nunca en ningún momento robe esa vida de nosotros o nos seduzca y nos aparte de esa vida.

La Palabra del Señor hoy llega de nuevo a nuestro corazón y quiere ser para nosotros «la lluvia que viene del cielo y no vuelve al cielo sino después de dejar fecundada la tierra» (Is 55, 10-11).