Domingo XXV de Tiempo Ordinario, Ciclo B
Descansar en Dios

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:    

Sb 2, 12. 17-20; Sal 53, 3-4. 5. 6 y 8; St 3, 16-4, 3; Mc 9, 30-37

El Evangelio una vez más nos muestra que lo más importante para nosotros es estar cerca de Jesús, escuchando a Jesús: Jesús se alejaba de la gente porque quería estar a solas con sus discípulos para instruirlos. La instrucción, la vida, la comunicación de la vida entre Jesús y nosotros se hace en la celda escondida donde mi Padre y yo estamos solos y donde mi Padre y yo podemos entrar en comunicación. Donde no hay ruidos que nos disturben, ni otras indicaciones ni intenciones, ni otros objetivos: solamente Dios y tú.

Y es destacable que Jesús eligiera este momento para mostrarnos la necesidad de estar a solas con El a través de este pasaje del Evangelio, porque con mucha frecuencia nuestros oídos están atentos a muchas cosas, cuando solamente una es necesaria: Descansar en Jesús, estar con El, escucharle, acoger la Palabra. 
Estos son signos y maneras de vivir lo único que nos va a conceder alcanzar la salvación de Dios. Son signos que expresan ese amor insondable de Dios que no tiene límites de ninguna clase para con nosotros pero que necesita que nosotros tengamos las puertas abiertas a Cristo -como decía Juan Pablo II- amando al Señor, escuchando su voz, uniéndonos con El. 
Y no es necesario vivir en lo alto de una montaña -como ermitaño- para vivir a solas con el Señor. Cada uno de nosotros puede alcanzar vivir a solas con Dios en el interior del corazón. Ese es el desierto que Dios elige, como es el que Jesús elige para hablar con su Padre Dios. Y es, a su vez, el desierto que Dios elige para poder encontrarse con nosotros. 
Si vivimos de verdad en esa soledad con Dios en el interior de nuestro corazón. Si tenemos -como los discípulos- oídos de discípulo, labios de discípulo -como decía el profeta Isaías- y vivimos atentos en lo cotidiano a la palabra del Señor, el amor de Dios fluirá sobre nosotros como el agua fe un manantial y el amor de Dios nacerá en ese desierto profundo donde solamente Dios tiene alcance y donde solamente allí puedo encontrarme con El, fluirá desde ahí como un manantial que llega hasta la vida eterna.
Nosotros seríamos como esa hoja de cedro o de roble que cae en el agua allá donde se forma el barranco, en lo alto de una montaña, en una recogida de agua de lluvias y se precipita rápidamente hasta alcanzar el gran río o hasta alcanzar la costa y la hoja es conducida por la fuerza del agua hasta alcanzar su objetivo, hasta alcanzar su fin, su descanso: «Inquieta está mi alma –decía san Agustín- hasta que descanse en Ti». Ese es el fin de nuestra vida: el descanso en Dios. 
Pero no pensemos -como hacemos con frecuencia- sólo en el descanso del último día, sino el descanso en Dios en el tiempo presente, de manera habitual. Yo os invitaría a hacer un seguimiento de la enseñanza «El descanso de Dios» en la Biblia para que entendamos bien lo que significa ese vivir o entrar en el descanso de Dios.
A veces con facilidad los que vivís en medio de ese mundo ajetreado y agresivo, identificáis el descanso de Dios con la vida eremítica o con la vida en el monasterio siempre en un rinconcito, en la Iglesia, sin moverse, delante de Dios. Eso no es el descanso de Dios. Ahí puedes estar tú y todos los demonios del mundo. 
Porque el descanso de Dios no lo da el lugar geográfico. El descanso de Dios lo da el corazón. El corazón es el lugar de Dios en nuestra vida. Es el lugar del descanso de Dios.
Es hermoso hacer un seguimiento también a través de los Santos Padres, cómo ellos explican «el lugar de Dios». Para nosotros, hoy, es el lugar sublime donde Dios se encuentra con el hombre y sobre todo es el mismo encuentro sublime entre Dios y el hombre. Ese lugar de Dios, que nos conduce, que nos permite vivir en el descanso de Dios, está dentro de nosotros. 
No es la celda aislada del mundo y sin más ruido que los pajarillos cantando. El descanso de Dios, si solamente se redujera a esa expresión poética de una vida, sería poco. 
Yo diría que el descanso de Dios al que nos invita la Palabra es mucho más. Es el lugar donde no caben las peleas -como la de los discípulos-. Pero ellos no habían entrado en el descanso de Dios. Estaban discutiendo mientras Jesús hablaba con ellos. Ni estaban con el oído atento, ni con el corazón bien dispuesto -como dice san Pedro-. Ellos estaban en otro lugar, de otra manera, en otro sitio. 
Por eso hoy, aquí y ahora, la Palabra del Señor nos habla de ese descanso de Dios dentro del cual estamos invitados a vivir y a vivir en el mundo sin ser del mundo, viviendo la vocación a la que el Señor nos ha llamado a cada uno.

Pero -como se ha repetido muchísimas veces, ese descanso de Dios pasa irreversiblemente por los demás. No me aísla de mis hermanos. Mis hermanos son esenciales para que yo pueda amar a Dios y mis hermanos son esenciales para que yo pueda vivir el amor de Dios.

Por eso Jesús -en el paso siguiente del Evangelio- hace ese llamamiento al servicio y a ser «el último de la fila». ¡Qué difícil es ser el último de la fila! ¡Qué difícil es querer pasar desapercibido! ¡Cuánto nos cuesta querer pasar desapercibido!.
En un tiempo como el nuestro en el que se propende tanto al individualismo y lo que se propende es el porte exterior -podríamos decir rápidamente- resulta difícil para muchos ocupar el último lugar, tener a los demás como superiores a mí mismo, y servir a los demás en el silencio del amor.
Yo hablaba hace poco del silencio de la Madre de Dios. Y es significativo porque Ella supo vivir en el último lugar. Apenas se la cita a lo largo de los Evangelios. Y cuando se la cita, se percibe claramente que Ella está detrás de todos. Está en todos los lugares donde está Jesús, pero siempre en silencio, siempre sirviendo a los demás. Siempre guardando la Palabra de Jesús en el corazón. De tal manera que cuando Lucas vuelve a preguntarle, Esta puede contarle todo porque Ella lo conservaba.
En María vemos un ejemplo claro de la llamada de Jesús: Ser el último y el servidor de todos.
Pero hemos de revisar por qué nos cuesta, por qué hay tanto amor propio en nuestros corazones, por qué nos cuesta tanto ser los últimos, por qué nos cuesta tanto no tener razón, equivocarnos y aceptar que nos equivocamos. Por qué hemos de tener tan en alto nuestro apellido o nuestra no sé qué dignidad. 
Tan ocupados estamos en todas estas cosas que muchas veces nos servimos a nosotros mismos y muchas veces, muchas veces, no tenemos tiempo de escuchar al Señor y de vivir en su descanso, de vivir en el lugar de Dios.
Por eso la llamada del Señor es a mirar hacia adentro de nuestro corazón. Buscar al Dios escondido en nuestro corazón. No porque se esconda de nosotros sino porque se esconde para nosotros -como dice el Evangelio- (se alejaron de la gente para estar a solas con sus discípulos). El Señor se esconde para nosotros, para poder estar a solas con nosotros. Para poder instruirnos -como dice el Salmo- incluso mientras dormimos.

Y ¡necesitamos tantísimo ser instruidos por Dios! ¡Necesitamos tantísimo aprender la rectitud, la moderación, el equilibrio, el amor sin límites, el servicio incondicional, el silencio abnegado, la humildad! ¡Necesitamos tanto aprender de Jesús! ¡Necesitamos tanto que el Señor nos enseñe! 
Porque a veces también, en el mejor de los casos, vamos a aprender llevándonos a cuestas el protagonismo. Necesitamos entrar en lo profundo de nuestro corazón, ahí en el descanso de Dios, en el lugar de Dios, entrar en el descanso de Dios para ser instruidos por Dios.
Qué bueno sería también -valga la redundancia- que aprendiéramos a ser instruidos, porque entonces nos daríamos cada día más cuenta de que la obra es de Dios, toda obra nuestra es de Dios, pero el trabajo es nuestro. 
Entonces nos daríamos cuenta que somos como el albañil que construye la ciudad siguiendo los planos del arquitecto que es el Señor. No a golpe de buena voluntad -como a veces hacemos-.

Por eso termina el Señor recordándonos una de las actitudes fundamentales para los que están en su libro de vida: el ser como niños, pero niños en la inocencia -como matizará después san Pablo. En la inocencia para las cosas de Dio, para el seguimiento de Jesús, para hacer lo que El nos dice. Para dejarnos coger como Jesús cogió a estos niños en sus brazos. Para dejarnos hablar y que el Señor pueda hablarnos mientras nosotros escuchamos atentamente y guardamos las cosas dichas, como María, en el corazón. 
Niños en la inocencia para dejarnos conducir por Dios, para dejarnos conducir por Jesús hasta el descanso de Dios y para dejarnos convivir, enseñar a vivir en el descanso de Dios.

Por eso Jesús bendice a los niños, para que tengamos clara conciencia de que entonces nosotros viviremos en la bendición de Dios. Viviremos bendecidos por Dios. Y sabemos que ese es el mayor regalo al que un hombre puede aspirar.