Domingo XXIV de Tiempo Ordinario, Ciclo B
Yo quiero ver en las obras la fe que tienes

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:    

Si recientemente la Iglesia nos recordaba la necesidad de coordinar fe y razón, el Evangelio de una manera indirecta nos exhorta y nos llama a coordinar también la fe y la vida.

La segunda de las lecturas, es una llamada de atención para que no teoricemos nuestra fe ni vivamos como aquellos que siguen a un estudioso o a un gran maestro en alguna de las ciencias humanas. Jesús nos enseña a vivir.

La fe no es un conjunto de dogmas y doctrinas. En nuestro caso la fe es la aceptación de Jesús como el Mesías, el Señor y –como relata Lucas 11, 28- escuchar y vivir como discípulo de Jesús con todo lo que ello conlleva para nuestra vida.

La llamada de atención que nos da el Señor, va dirigida a unir de tal manera la fe y la vida que -como hemos dicho en otras ocasiones- nuestra vida pueda asemejarse a la del pez en el agua: vivir en Dios como el pez en el agua, o -si se me permite decirlo así- diría que hasta que no haya distinción entre lo que haría Jesús, como viviría Jesús y como vivimos hoy nosotros.

Si nos planteáramos cada vez si nuestra vida, nuestro pensamiento, nuestra actuación es la que haría Jesús, en numerosos casos tendríamos que concluir tristemente que no. Quizás la intención o el deseo ha sido bueno, pero si escrutamos las razones descubriríamos que, en muchos casos, nos encontramos más a nosotros mismos que al Señor. La buena voluntad y el buen deseo está pero entre la buena voluntad y la vida puede haber un gran trecho.

Por eso la segunda de las lecturas nos habla: cuidado con la fe y las obras. Yo quiero ver en las obras la fe que tienes. Es la manera sucinta de decirnos: la fe es para vivirla en cada instante. Dios es para respirarlo en cada momento. El amor es para hacerlo vital no un aglutinamiento filosófico y una praxis más o menos teórica o teorizante.

La Palabra del Señor nos reduce la vida a la fe en lo más pequeño y a la inversa, la fe a la vida, también en lo más pequeño. Son dos realidades que no podemos separar, como no pueden separarse la carne de la sangre en nuestro cuerpo. Nuestra identidad personal moriría si de alguna manera se separaran la fe y la vida.

Esta es la razón por la que la Escritura recaba hoy nuestra atención, porque en nuestro tiempo sigue habiendo muchas personas que creyendo no viven su fe y que viviendo tienden más hacia un humanismo cristiano que verdaderamente a la fe.

Esta situación ha creado una urgencia: enseñar a nuestro tiempo con la vida, con nuestro testimonio, enseñar a nuestro tiempo la necesidad de ser y vivir. Que el ser cristiano engendra la vida, que la vida engendra el ser cristiano y que la aceptación del seguimiento de Jesús es una aceptación de la persona Jesús, no de unos principios, criterios u opiniones que yo pueda más o menos tener respecto al contenido del Evangelio o respecto a la doctrina de la Iglesia. Esta misma situación ha llevado a los últimos Papas a repetir con firmeza el cuidado que hemos de tener hacia el relativismo social.

La fe es una vida y la vida es una fe. Por ello, la vida misma te conduce a –digamos- respirar la voluntad y el Nombre de Dios y a iluminar cada uno de nuestros pasos por la Palabra de Dios para experimentar la seguridad de la casa edificada sobre roca. Porque la casa que no está edificada sobre roca, cuando es sometida a los vientos, las tormentas... se viene abajo y las aguas arrastran seres y personas de toda clase y condición, sin que nada pueda detenerlas.

Si el Señor nos habla de la casa edificada sobre roca, también nos habla de la necesidad de tener un punto de referencia que no sea movible, para que nuestra vida alcance la estabilidad que necesita, estabilidad que solamente Dios realmente le puede dar.

Nuestro mundo ha inventado muchas terapias de relajación, espacios u oasis de paz, ha inventado muchas cosas para tratar de ocultar a Dios.

Lo que hoy Jesús nos dice, a través de las palabra del Apóstol, es que Dios es el único bastión firme en el que el hombre puede agarrarse, afirmarse para permanecer en el tiempo y más allá del tiempo, para alcanzar la estabilidad interior y exterior.

Y ¡cuánta inestabilidad, sin embargo, encontramos en muchas de las personas de nuestro tiempo! Hoy prometen amor eterno y mañana o un mes después ni hay amor ni hay eternidad. Pero en gran parte muchas de estas personas lo sufren porque no es algo voluntariamente decidido a hacer como mal, pero han perdido, no tienen el bastión al que sostenerse, al que agarrarse que les dé la estabilidad que ellos necesitan en la vida.

El Apóstol nos lo dice: la estabilidad de la vida la da la fe. Por tanto no separes una cosa de la otra porque entonces corres el riesgo de perder la una y la otra -como puedes ver a tu alrededor en muchísimos casos-. Únelas fuertemente para que la fe sustente tu vida y la afirme en medio de cualquier vendaval, en medio de cualquier tempestad y nada, nadie, nunca podrá contigo, porque tu vida estará afirmada y fortalecida en la fe y en ella tu vida habrá crecido, tu vida habrá madurado, y alcanzarás la madurez humana que alcanza el cristiano que vive la enseñanza de Jesús, el cristiano que vive según la fe.

De ahí la referencia que nos ofrece el Apóstol: también en nuestras propias obras podremos conocer y reafirmar, si hay una correspondencia real entre mis obras y la fe en la que deben cuajarse las obras.

Y esa mirada interior que nos ofrece el Apóstol es también para que, como hijos obedientes, como discípulos amantes, también nosotros reafirmemos nuestra firme convicción de seguir a Jesucristo, nuestra firme convicción de vivir en Dios como el pez en el agua. Sin sustitutivos en ningún aspecto, en ningún momento, siempre convencidos de que la Luz viene de lo Alto y que nuestra vida está llamada a vivir y a crecer en la luz, en el amor, en Dios.

Frente a todo este planteamiento, Jesús pregunta a los discípulos: «Quién decís que soy yo?». Pero, hoy, a nosotros, nos pregunta: ¿Reafirmáis vuestra fe en Jesús el Hijo de Dios que se hizo hombre para la salvación de los hombres?

Los discípulos recogen los comentarios del pueblo mientras Pedro -sin saber a fondo, todavía en este momento por qué- responde: «Tú eres el Mesías».

Hoy la pregunta nos la hace Jesús a nosotros: ¿También vosotros pensáis que yo soy el Mesías? ¿Yo soy Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre para la salvación del mundo?

Y esto porque necesitamos reafirmar esa pertenencia a Dios. No somos miembros de un club, ni de un patronato, ni de una asociación de carácter social. No somos miembros de una institución solidaria. Somos discípulos de Jesús y por tanto personas, hombres y mujeres que quieren vivir según la fe y que quieren creer según viven la fe.

Por último, Jesús termina el pasaje de este fragmento del Evangelio diciéndonos: «Si quieres ser discípulo mío carga tu cruz y sígueme».

Nosotros fácilmente nos quedamos con el ejemplo, con el signo de la cruz como algo pesado que hay que sobrecargar. Y muy fácilmente, cuando escuchamos este pasaje del Señor, a la mente nos vienen los inconvenientes y las dificultades. Yo pienso que lo que Jesús pretende decirnos hoy realmente, la invitación fuerte de Jesús es: «¿Tú quieres ser discípulo mío? Vale. Asume la plenitud del amor y vívela con intensidad. Asume la plenitud del amor como regla y pauta de vida y vívelo conmigo». Porque habla de su cruz y mi cruz, y también, «carga con tu cruz y sígueme», a Mí. Por consiguiente, «asume la plenitud del amor y entonces vendrás conmigo, estarás conmigo, me acompañarás y yo a ti».

Como dice también el libro del Apocalipsis: «Mira que estoy a tu puerta y llamo. Si me abres, Yo entraré en tu casa y tú comerás conmigo» (3, 20).

Demos gracias a Dios, que día tras día nos recuerda -a través de su Palabra- cómo debemos de vivir, qué debemos de hacer y en ello nos muestra también cada día la delicadeza y la ternura de su amor.