Domingo XXVI de Tiempo Ordinario, Ciclo B
Todos somos discípulos del mismo Señor

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:    

Nm 11,25-29; Sal 18, 8.10. 12-13.14; St 5,1-6; Mc 9,38-43.45.47- 48  

En el trasfondo del Evangelio de hoy queda una llamada del Señor para que seamos capaces de descubrir la obra de Dios en la Iglesia.

Muchas veces tenemos una mirada un tanto reducida. Miramos con facilidad nuestra familia. Miramos con facilidad el Movimiento eclesial en el que estamos vinculados, la Parroquia, las partes de la Iglesia o esa pequeña muestra de Iglesia que el Señor nos hace a cada uno de nosotros al llamarnos a vivir, a  seguirle, con una vocación determinada o en un camino determinado.

Pero el Señor nos invita a mirar más allá. A mirar que somos por encima de «nuestra familia», estamos en la gran familia que es la Iglesia que abarca multitud de familias, multitud de formas distintas de servir al Señor, de maneras diferentes de evangelizar, multitud de maneras diversas de amar y de mostrar el amor.

Los discípulos sabiéndose en el grupo privilegiado de los más próximos al Señor, estuvieron disgustados cuando vieron que otros expulsaban los demonios en nombre de Jesús, y ellos se lo prohibieron «porque no son de los nuestros».

A veces identificamos mucho «lo nuestro», sin darnos cuenta que lo nuestro es la totalidad del Cuerpo de Cristo. Que lo mío es todo lo que hace referencia al Señor en el seno de la Iglesia. Que los Movimientos eclesiales y los diversos carismas son una muestra de la gran riqueza del Espíritu que nos ha buscado el vestido adecuado para seguirle.

Recordemos la parábola de los invitados al banquete de bodas. Aquel último que fue echado fuera, lo fue porque no llevaba el «vestido adecuado». Se trata del vestido que el Señor da adecuado para cada uno. Y así el Señor enriquece la Iglesia con multitud de carismas, de vida consagrada, de vida laical, (de vestidos) para que cada uno encuentre la manera perfecta para seguir, servir y amar al Señor.

A veces nos encerramos mucho en lo nuestro. Y, en la Iglesia, larga es la trayectoria, muchas veces padecida, de que personas de distintos Movimientos eclesiales se distancian –como los discípulos-  «porque no son de los nuestros». Y no acabamos, a veces, de entender la comunión «en la tierra como la comunión», como rezamos en el Padre nuestro al pedir que se haga la voluntad de Dios. Podemos llevar vestidos diferentes, pero todos seguimos al mismo Dios, al mismo Señor y servimos al mismo Dios en la misma Iglesia.

Podemos llamarnos Luis, Encarna... pero todos tenemos los mismos apellidos: cristianos católicos. Somos todos hijos de un mismo Padre y Madre. Vivimos en la misma casa familiar que tiene muchas moradas en la tierra y en el cielo. Pero es la misma casa familiar en la que el Padre y la Madre gobiernan la casa. Todos somos discípulos del mismo Señor. La diversidad de carismas es algo tan natural en la Iglesia como natural es en el hombre la diferencia de temperamentos, de formas de ser, incluso las diferencias físicas. Unos son altos y apuestos, otros bajos y más gruesos. Unos son más guapos, otros somos menos. Pero a fin de cuentas hijos de un mismo Padre, de una misma Madre y miembros de una misma Iglesia. Parte viva de la misma Iglesia.

Es una llamada a reconocer firmemente la vocación eclesial a la que nos ha llamado el Señor a través de nuestra vocación personal, a través de la llamada personal a vivir el Evangelio y hacerlo de una manera específica. Pero estamos llamados a formar parte de la familia de Dios. Somos hechos hijos de Dios por el Bautismo. Las diferencias en la Iglesia nunca jamás deben de ser obstáculos, antes al contrario, las diferencias en la Iglesia son fuente de riqueza a todos los niveles en el que el cristiano se desenvuelve. Por eso el Señor dice taxativamente: «El que no está en contra nuestra está a favor nuestro». Porque cuando lees o hablas sobre las diferencias, sobre los diversos Movimientos eclesiales, sobre los diferentes carismas repartidos por el Espíritu en la Iglesia, todos estamos a favor de Jesús. Nadie, nunca, busca conscientemente alejarse, guardar distancia con el Señor. Por eso el Señor termina diciendo: «están a favor nuestro» son vuestros hermanos, son también vuestra familia.

Es algo que debemos tener muy fuertemente adherido en nuestro corazón. Y lo dice Jesús, nos lo recuerda, en este tiempo precisamente en el que, a veces -como en los primeros siglos del cristianismo- tampoco los seguidores, los discípulos de Jesús estamos tan unidos en la acción, en la unidad de corazón, en la comunión, como deberíamos de estarlo.

Hemos pasado tiempos donde el hombre dominó, ha dominado sobre la fe en muchos cristianos. Y en donde, a veces, en ocasiones, diversos carismas de la Iglesia se distanciaban y se diferenciaban y tenían ciertas rivalidades en la obra de Dios -que es lo que les pasaba a los discípulos-. Tenían una cierta rivalidad con los otros porque ellos hacían, buscaban lo mismo: liberar los corazones oprimidos en el nombre de Jesús. Pero «no son de los nuestros». No son de la congregación o movimiento Tal, ni son de la cofradía Tal, ni de la asociación Tal. Entonces no son de los míos. No son de X movimiento eclesial. Parece que seamos hermanos mal avenidos.

El Señor nos enseña que el objetivo es común: El anuncio del Reino, el triunfo de Dios sobre el mundo. La resurrección de todos juntos en Jesús. Y que no podemos andar con menudencias: “que si yo estoy en tal Movimiento, que si yo estoy en tal Comunidad, que si yo estoy en tal otra cosa”.

Las diferencias que nos ha dado el Señor son riquezas para vivirlas hoy cada uno en su vida cotidiana. No lo olvidemos.

Que este recuerdo del Señor permanezca siempre en nuestro corazón.