Domingo XXVII de Tiempo Ordinario, Ciclo B
Seamos niños que buscan al Señor

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:    

Gn 2, 18-24;   Sal 127, 1-2.3. 4-5. 6;  Hb 2, 9-11;  Mc 10, 2-16  

Mientras rezábamos los Salmos del Oficio de Lectura de hoy, vigésimo séptimo domingo de Tiempo Ordinario recordaba aquel fragmento del Salmo en el que dice. «Qué bueno es alabarte oh Señor y cantar a tu nombre».

A lo largo de nuestra vida el Señor ha ido haciendo muchas cosas: ha ido amándonos, conduciéndonos, ha ido tejiéndonos una red de amor formada con los nudos del amor, con esos nudos que va tejiendo el amor en actos específicos y que van uniéndose entre sí por la vida misma, por los acontecimiento de la misma vida. Ha tejido una red de amor que desgraciadamente muchas veces no llegamos a alcanzar ni a comprender. Y en momentos concretos, cuando hay una lluvia fuerte en el corazón del hombre, a veces la impetuosidad nos hace olvidar de Dios, como le ocurrió a Pedro cuando la fuerza del viento y la intempestuosidad del mar le hizo olvidarse de la confianza en Jesús.

Los tres Salmos que han precedido a la lectura de la Palabra han sido un recuerdo de lo bueno y de lo hermoso que es alabar al Señor en todo tiempo, y los mismos Salmos han ido desmenuzándonos los momentos de nuestra alabanza a Dios, las razones del por qué de nuestra alabanza a Dios.

Si vamos recorriendo la historia de nuestra vida encontraremos muchos momentos en los que la mano del Señor se ha hecho tangible, palpable y nos ha ido llevando a dar pasos concretos. Y cuando hemos conocido al Señor y miramos para atrás, normalmente -como decíamos en la alegoría de la otra orilla- lamentamos el tiempo que hemos estado distraídos y no hemos visto al Señor por estar más atentos a otras cosas.

Pero debemos siempre alabar al Señor y proclamar su grandeza y su poder, recordar con agradecimiento aquellos momentos en los que el Señor nos habló al corazón. Estos son los momentos más importantes de nuestra vida. Los demás momentos –normalmente- suelen ser circunstancias, accidentes, percances... que han sido siempre purificados, lavados por la Sangre de Jesús en el amor que Dios siente por nosotros.

El Señor nos explica en el Evangelio cómo muchas veces le forzamos a ciertos planteamientos que no son como lo ocurrido con Moisés con el tema del «libelo de repudio» y explica cómo éste tuvo que ceder ante la presión del pueblo. Pero no porque fuera así, sino porque no dejaron más remedio. Y aún va arrastrando el Pueblo de Israel las consecuencias de todos esos momentos en que han forzado a Dios, han forzado a sus dirigentes a hacer lo que no debían de hacer. A pesar de ello, el Señor sigue llevando adelante su proyecto de salvación para el hombre.

Y aunque el Pueblo de Israel tuvo que estar cuarenta años más, dando vueltas en el desierto por su testarudez y por su falta de fe, el Señor siguió siendo fiel y les condujo de nuevo a la Tierra Prometida, porque la tierra es la que Dios les dio. Ellos dudaban, desconfiaban de que fuera así y de quien se la prometió. Y tuvieron que pasar cuarenta años hasta que de nuevo volvieron a confiar en Dios.

Nos lleva a pensar qué duros somos a veces y cuánta necesidad tenemos de buscar al Señor con firmeza para que El haga crecer su amor en nuestro corazón. El Señor nos muestra en la Palabra de hoy cómo recurre a la Creación para que entendamos nuestro presente «leyendo» la historia desde el primer arranque de la Creación: Dios todo lo hizo bien. El hombre lo estropeó porque quiso arrogarse el lugar de Dios y hacer lo que a él le parecía correcto. Y hoy en Señor nos invita a darnos cuenta de nuestras limitaciones, de cómo erramos con mucha facilidad cuando nos obcecamos en nuestras cosas y no volvemos la mirada a Dios. Y nos ofrece, como respuesta y solución, permanecer mirándole para que su proyecto se haga realidad en nuestras vidas.

Por eso el Evangelio termina volviéndonos a insistir que es necesario acoger la Palabra de Dios como un niño. Y que ese es el camino: el de la confianza, del agradecimiento, de la escucha, de la acogida.

Los niños también se ven a veces influenciados por lo malo. Pero los niños de los que habla el evangelio acogen, obedecen, se sienten felices cuando sus padres los reciben. A veces los padres fallan, pero los hijos se sienten felices si sus padres los acogen, cuando sus padres les enseñan, aunque tengan que reconocer sus errores. Y un hijo siempre vuelve la mirada hacia su padre, de una o de otra manera, antes o después.

Hay personas que no han tenido la dicha de tener un padre en la tierra porque murió o por cualquier otra razón. En algunos casos no llegó nunca a estar en la casa -como ocurre hoy en muchísimos casos-. Pero ese niño, esa persona cuando crece y encuentra alguien en quien, de alguna manera, deposita su confianza «como en su padre», esa persona vuelve a vivir porque ha encontrado aquello que su corazón estaba necesitando desde siempre. Y esa relación se convierte en una relación especial, porque en esa persona ha encontrado aquello que necesitaba para vivir y que Dios le tenía reservado para cubrir la deficiencia humana. Pero ese anhelo está en el hombre. Como está en el hombre el anhelo de la madre y el de Dios.

Evidentemente si miramos nuestro mundo ahora lo vemos muy alborotado, muy destrozado y con muchos hombres y niños que tienen el corazón roto, destrozado por «la vida» que la sociedad contemporánea está propiciando. Pero cuando esas mismas personas con tan graves conflictos descubren en alguien esa persona en la que vale la pena confiar... esas personas, esos niños encuentran el camino de su vida, aquello que siempre han buscado y no han tenido.

Y en la relación con ese padre probablemente van a tener también las mismas dificultades que hubieran tenido con el padre natural, porque a veces somos adolescentes y nos seguimos sintiendo un poco «gallitos» pensando que lo sabemos todo, que tenemos todo el conocimiento y toda la razón y toda la verdad. Y ni tenemos todo el conocimiento, ni toda la razón ni toda la verdad. Y además -como a los adolescentes- también esa actitud frente a la vida les pierde y les hace retrasar muchísimo su maduración.

Por eso el Señor nos recuerda que estemos ojo avizor para ser como niños, para vivir como niños que confían en su Padre, como niños que se ponen de verdad del lado de Dios. En lo que entienden y en lo que no entienden, para crecer en la verdad y para deshacer el engaño.

Pero cuando un niño tiene algo que no entiende, va directamente y pregunta: «¿Y esto por qué es así papá? ¿mamá?».

Jesús nos llama a reconocernos en esa actitud de niño, para ser capaces de entrar y descubrir, qué bueno es alabar al Señor y bendecir cada día su nombre, y podamos así descubrir y recordar todo lo que el Señor ha hecho en nuestra vida, a pesar de todos los errores que hemos cometido. En medio de todos los errores del mundo y de todos los conflictos que existen en él, Dios ha hecho todo por nosotros. Y no voy a dudar del Señor porque ahora tenga la artrosis degenerativa, por ejemplo, o porque tenga una dificultad determinada. Pero al niño no se le ocurre pensar en que porque le duele la rodilla vaya a desconfiar del Señor. ¡Al contrario! El niño, cuando le duele, se acerca más al Señor, a su Padre. Porque el amor del Padre se comunica y es el único que puede compensar el dolor de esa rodilla.

El niño en el sentido del que nos habla Jesús, es capaz de contemplar a Dios tal cual es. Por eso dice el Señor: los que son como ellos entrará en el Reino de los Cielos. No porque haga más o menos méritos, sino porque ha sido capaz de descubrir y amar a ese Dios y seguir y estar y vivir con El. Dejarse enseñar por El.

Yo recuerdo que cuando era niño, mi hermano y yo llamábamos a mi padre todas las noches para que viniera a contarnos un cuento y parecía que el cuento que nos contaba mi padre tenía una propiedad peculiar porque dormíamos toda la noche de un tirón, felices y contentos. Pero el cuento de mi padre era algo como necesario para mi hermano y para mí. Sin el cuento de mi padre nos faltaba algo.

Cuando hemos sido mayores hemos visto como la historia se ha repetido y los nietos llamaban al abuelo para que les contara un cuento antes de dormir y no aceptaban irse a dormir si el abuelo no les contaba un cuento. El cuento no era un somnífero, no dormía a los niños, pero los niños dormían en paz después de oír el cuento del abuelo.

Jesús nos dice que seamos como niños, en todo. Que no nos enrabietemos tantas veces como nos enrabietamos, ni con la vida, ni con Dios, ni con los demás, ni con nadie. Que eso son rabietas de un pícaro que quiere salirse con la suya y como no se sale con la suya se enrabieta, porque sabe que si lo hace, al final el papá o la mamá le dará la golosina. Normalmente se equivoca, pues aunque a veces el papá o la mamá –como hiciera Moisés con Israel- ceden a la rabieta por no seguir escuchándole, normalmente después los padres se dan cuenta que no ha sido muy acertada la actuación, que les ha salido mal. La siguiente ocasión en la que el hijo les plantea esta situación, se dan cuenta a tiempo que no es bueno responder a las rabietas, y esperan que el niño cambie y descubra que la vida no es una rabieta y que cuando se enrabiieta sufre porque no hace lo correcto, y padece porque no hace lo correcto.

El buen terreno está en el que proclama: “Qué bueno es alabarte ¡oh Señor! y cantar a tu nombre”. Porque ese es el terreno en el que alcanzamos da la paz, que destruye cualquier sufrimiento que tengamos, y lo hace no por la vía de la razón sino por la vía de la misericordia, no por la vía de la justicia ni la de «quien a hierro mata a hierro muere», ni la de «ojo por ojo y diente por diente»... Lo hace simplemente por la vía de la misericordia.

Y entonces descubres que enrabietarse es una chiquillada, no es cosa propia de un niño sino de un pícaro que está descentrado y que necesita volver su mirada a Dios: Vivir con Dios como vivo en la tierra con el mejor padre del mundo. Porque Dios es, en el corazón de un hijo, el mejor padre del mundo y puede sanar el corazón de ese hijo, puede darle la vida y puede poner en su corazón aquello que el hijo necesita para vivir.

Seamos niños, niños en la fe, niños que buscan al Señor. Y, como niños que lloran también cuando duele la barriguita, y lloran porque no saben cómo decirlo. Lloremos con el Señor cuando «nos duela la barriguita», cuando nos duele algo en la vida. así llamaremos la atención de Dios y le manifestaremos –cuando no sepamos hacerlo de otra manera- que algo no va bien.

Pero nunca pasemos al otro lado de la valla como hizo el Pueblo de Israel cuando entendía que su relación con Dios era casi como un negocio: Yo te doy si tú me das, yo cedo si tú cedes... Hagamos este pacto y, como en los comienzos de la creación, vivamos  con todo el amor, proclamando las alabanzas de Dios, cantando a su Nombre porque El es bueno y tiene misericordia con los suyos.