Domingo XXIII Tiempo Ordinario, Ciclo A

Ser discípulos de Jesús 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 


Sabiduría 9, 13-18; Sal 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17; Flm 9b-10. 12-17; Lucas 14, 25-33; 

El evangelio de hoy, al hablarnos de las condiciones para ser discípulos de Jesús, está renovando la llamada que hemos recibido.
Nos dice que -como hizo con los Apóstoles-, así también a nosotros nos ha visto, nos ha amado y nos ha llamado. Que Él nos ha visto en nuestra vida quehaceres cotidianos... Que nos ha visto padecer y sufrí. Que nos ha visto atareados y muchas veces esclavizados por las tareas, por los trabajos. Que nos ha visto sin libertad, caminar muchas veces cabizbajos, sombríos... y que Él se ha acercado a nosotros como hiciera con sus discípulos, y también a nosotros nos ha dicho: «ven conmigo». «Ven y sígueme».

Pero esta llamada tiene la peculiaridad de invitarnos a ser discípulos de Jesús. Y ser discípulo de Jesús no es lo mismo que ser miembro de un club de golf, ni que ser socio de una empresa, ni que ser compañero de trabajo... Ser discípulo de Jesús es aprender a vivir a los pies de Jesús y ser como Jesús. 

Dice en otro lugar: ¡qué más quiere el discípulo que ser igual que su maestro! Ser discípulo es vivir como Jesús, es -como decía Pablo- tener los mismos sentimientos de Cristo. Ser discípulo es ser católico, no es ser miembro de la Iglesia como se puede ser miembro de un club de golf o un club, o miembro de un equipo de futbol. Ser discípulo de Jesús es ser como Jesús. Tener los mismos pensamientos y los mismos sentimientos de Cristo. Tenerlo siempre como la referencia infalible de nuestra vida, sabiendo que mientras vivamos haciendo lo que Él dice, haciendo lo que Él hace, viviendo como Él vive... nuestra vida transcurrirá feliz, más allá de los aconteceres diarios. Aunque –lógicamente- en ese ser discípulo de Cristo no estamos exentos de los padecimientos humanos y de los padecimientos por los demás. Más aún esos padecimientos por los demás son los que nos conducen al Reino y «completan lo que falta a los padecimientos de Cristo» por todos los hombres. 


Pero Jesús añade: «tome su cruz cada día y sígame». La cruz de la que habla Jesús es la experiencia del amor, el hecho mismo de amar. Porque cuando amas a alguien y lo ves padecer, o ves que ha perdido la orientación o el sentido, tu corazón padece. Y tu corazón padece porque quizás ya no puedes hacer más de lo que estás haciendo. Ya has hecho todo lo que está a tu alcance. Y tu corazón padece porque tu hermano sigue padeciendo. 

Frente a esta invitación del Señor, ya Isaías pedía «labios de discípulo». Nosotros deberíamos pedir –además- corazón de discípulo, pues en muchas ocasiones andamos perdidos en nosotros mismos sin encontrar la salida a nuestras propias situaciones que nos han conducido a meternos en un laberinto que hemos creado nosotros mismos y nos abocan a vivir muchas historias de las que no sabemos salir porque oprimen nuestra vida, cierran nuestros ojos, nos impiden ver, nos impiden amar, nos impiden seguir al Señor. 

La vida del discípulo tiene otras características completamente diferentes que Jesús nos recuerda hoy. 

Dirijamos nuestra mirada a la historia de cualquier cultura. En ellas el concepto de discípulo -en su sentido más amplio- está marcadamente delimitado por el modelo al que todo hombre -de alguna u otra manera- trata de imitar. La forma de construir una casa que sea recia, firme, acogedora, no consiste en poner un ladrillo sobre otro, sin más; o unos marcos sin puertas, ni ventanas, y ponerlas de cualquier manera y en cualquier lugar. Siempre se responde, a una idea, a una orientación, a un plano... Y esa idea, ese plano, esa orientación, aunque puede estar directamente sometido a los vaivenes económicos de los costos -en el fondo-, el que la diseña o construye sabe que si la casa no es cómoda alegre y confortable, si no es acogedora no se va a vender. El constructor siempre tiene delante el plano, el escultor su boceto, los mismos hijos miran a sus padres.

En la vida natural del hombre siempre hay una referencia. Ahora bien, Jesús nos dice que, además de esas referencias ordinarias que fallan muchas veces, hay también otra referencia que el cristiano debe considerar: la invitación de Jesús a ser discípulos suyos. Incluso San Pablo nos insistirá: “sed discípulos míos como yo lo soy de Cristo”. Porque lo que importa no es dirigir la mirada a la primera referencia sino a la referencia original: Jesús, cuya vida es un modelo para vivir la nuestra. Su manera de actuar, de pensar, de sentir es el modelo que yo debo imitar, que yo debo reproducir hoy para alcanzar la felicidad a la que aspiro. Ser otro Cristo, como decían nuestros mayores. 

Y como decía San Pablo: “Ya no soy yo es Cristo quien vive en mi”. El tuvo muy claro lo que era ser discípulo de Jesús. Por eso decía: «yo sé muy bien de quien me he fiado». No me he fiado del primero que ha llegado por muchas cosas que me haya ofrecido. Me fié una vez y, desde entonces, sé muy bien de quien me he fiado y a quién le he entregado mi vida para que Él, como el alfarero me modele, me dé una vida como la suya, unos sentimientos como los suyos, me enseñe a pensar, a vivir, a hablar, a sentir, y me enseñe a decir lo que debo decir cómo y cuándo. 

Ser discípulo de Cristo es ser como el Señor, es ser como el Maestro. Y el gozo del maestro es que el discípulo sea más que él mismo.

Cuando, por el contrario, vivimos nuestra vida cristiana como si fuéramos miembros de un club de tenis, uno termina viviendo una vida llena de exigencias –sobre todo para con los demás, como ocurre en cualquier club- y todas las exigencias no son suficientes. No hay maestro a quien mirar, sólo nos miramos a nosotros mismos.
Pero es verdad que cuando un maestro mira al discípulo que lo ha superado, o que va en vías de superación, el corazón del maestro se alegra, de la misma forma que cuando un padre ve que su hijo ha alcanzado unos objetivos, unas metas y es feliz, también él se alegra. 

Pero en este caso es diferente, porque la experiencia familiar del padre y del hijo a veces no es tan positiva. Yo he tenido una gran bendición de Dios de tener un «padre como Dios manda». Pero muchas familias no lo, tienen, incluso muchos hijos ni han conocido a su padre. 

Para que no caigamos en el error de comparar, el Señor nos dice: como maestro y discípulo, tú mírame a Mí, y en cualquier caso sigue el modelo de mi vida. Tú fíjate en mi proceder, en mi sentir, en mi pensar. Porque “aunque tu padre y tu madre te abandonen, yo nunca te abandonaré”. 
Por eso ser discípulo de Jesús es la oferta más hermosa que Dios ha podido hacernos, y la más importante. Porque tenemos la seguridad de que: “Aunque tu padre y tu madre te abandonen yo nunca te abandonaré”. 

Aunque tu padre y tu madre no sean como Dios manda, no importa, yo estaré siempre contigo, a Mí siempre me tendrás. Y si tu padre y tu madre son como Dios manda... el día que se vayan al Reino eterno, yo seguiré contigo, yo no te voy a abandonar nunca. Y cuando llegue el final de tus días, yo no te abandonaré, yo estaré contigo y tú estarás conmigo. Porque el maestro y el discípulo tienen un solo corazón, una sola alma, mucho más -a veces- que la que tiene el hijo con el padre o la madre. Por posesivos que sean los padres o por dependientes que sean los hijos, la unión del maestro y el discípulo es mucho mayor, pues se enraíza mucho más que sólo en un aspecto natural. Es una elección, es una opción de vida.
Por eso el Señor hoy nos recuerda la llamada que nos hizo a ser discípulos suyos que lleven sobre sí la carga del amor que, aunque suave y ligera, implica todo nuestro ser para siempre.