Sábado II de Cuaresma, Ciclo A

La paz comienza con la reconciliación 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Mi 7,14-15.18-20; Sal 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12; Lc 15,1-3.11-32;

«Que anuncia la paz».

En estos días, se habla mucho del dolor, de la angustia de muchas familias, de la destrucción de tantos hogares, de tantas vidas, de la violencia, de la agresividad, de la muerte. Se habla mucho de los límites que el hombre es capaz de alcanzar: el límite de la muerte. Sin embargo, el Señor nos recuerda, a nosotros en particular porque estamos aquí en este instante: «Dichosos los pies del mensajero que anuncia la paz». 

Evidentemente el Profeta se refería a Jesús, pero la presencia de Jesús en este siglo XXI es una presencia que pasa a través nuestro, es una presencia que ilumina a través de nuestras vidas, que invita a salir de la oscuridad, del dolor y de la muerte, de la destrucción, a través de nuestras pequeñas y grandes actitudes, a través de nuestro quehacer cotidiano y a través de nuestra vida. Quizás el profeta no tenga que hacer grandes cosas, ni que poner el mundo patas arriba. Sus palabras tratan de anunciar la paz, y esa paz comienza -como nos dice el Evangelio- con dos puntos esenciales, con dos actitudes fundamentales.
Una: Esa paz comienza con la reconciliación, con la vuelta a la casa del Padre: «Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti». 
Hemos de ser conscientes de nuestra propia realidad. De nuestra tarea, de nuestra misión, pero también de nuestra realidad. Nosotros somos los primeros que necesitamos acercarnos a Dios para decirle: «He pecado contra el cielo y contra Ti». Porque en ese mismo instante que nuestro corazón se acerca a Dios para ser recibido por Dios, podremos comenzar a llevar adelante esa misión de ser mensajeros de la paz, portadores de la paz, creadores de la paz.
Mientras quede una pequeña diferencia entre los hombres, mientras haya en nuestras vidas una violencia, un conflicto, cualquier cosa; la paz no puede transmitirse, no puede traslucirse de nuestra vida. Necesitamos pues, entrar en esa búsqueda de Dios y en esa reconciliación con Dios y con los hombres, para poder ser verdaderamente testigos de la paz, creadores y portadores de la paz. 
Si nuestro corazón alberga un mal sentimiento o un sentimiento negativo. Si damos cabida a cualquier realidad humana que tenga signo de desamor, difícilmente podremos ser anuncio o testigo de la paz, porque testigo es aquél que testifica lo que conoce y lo que vive. Y si la paz no está en nuestros corazones sería como llevar una pancarta de cariz político en una manifestación para defender unos intereses que no son los del mensajero de la paz.
El Señor nos llama a que de verdad comencemos a ser mensajeros de la paz porque nuestros corazones están limpios de toda ganga (como el oro, después de pasar por el crisol) y porque nuestros corazones están ansiosos de amar y están abiertos al amor y al don de uno mismo.
Una de las cosas que aparecen más cautivadoras de Jesús es la transparencia de su mirada (basta recordar las negaciones de Pedro que nos narra San Lucas). Estaba yo pensando que al Señor también anhela la transparencia de nuestra mirada. El nos ha dado unos ojos transparentes para poder mirar y que cada uno se encuentre con Dios al mirar el fondo de nuestros ojos.
Bien, pues seamos mensajeros de paz a través de nuestras miradas, a través de nuestros gestos, actitudes, pensamientos, acciones, porque nuestro mundo necesita la paz. Necesita la paz y, a duras penas muchas veces, parece que no conoce más que la tranquilidad. Y no es la tranquilidad lo que trajo Jesús al mundo, sino paz.
Por eso avancemos por el camino de la reconciliación. Como el hijo que, habiendo pecado, habiendo roto su amor, habiendo destrozado también todo el amor de Dios en su vida, el pobre no es capaz de volver porque su padre lo ama. ¡Es tan pobre, que vuelve para estar mejor!. Simplemente. Vuelve simplemente para estar mejor. Porque estaba hambriento, desnudo y mal parado. Pero vuelve. 
El Señor es lo que nos insiste: «Vuelve al Padre». «Vuelve al Padre» y desecha tus vestimentas de fracasado. Fracasado en el amor, en la convivencia, fracasado en los buenos deseos y en tantas cosas como cada día te dejas arrastrar. Pero ¡vuelve!, aunque lo hayas hecho mal, ¡vuelve!. Aunque tengas ya poco que perder: ¡Vuelve!, precisamente por eso, porque lo tienes todo por ganar, pues lo perdiste ya todo.
El camino de la reconciliación es el camino de la purificación interior y el camino de la transformación -como gustan decir los Padres- del ser «transfigurados con Dios» . Porque la obra es de Dios, a nosotros nos corresponde, a duras penas, estar inmóviles ante Dios, como la arcilla asentando sobre el torno para que el Alfarero divino gire el torno a su antojo y pueda ir configurando en nosotros el rostro del Mensajero de la paz.
Y comencemos precisamente tomando conciencia de la alegría de poder ser mensajeros de la paz acercándonos a Dios con un corazón contrito y humillado. Con un corazón que anhela la reconciliación y que anhela la vida. Con un corazón dispuesto a sacrificar, a destruir todo lo negativo que hay en nuestros corazones. A arrasarlo en favor de la paz. A arrasar nuestros pensamientos egoístas, orgullosos, soberbios, violentos, agresivos. Esos que más duelen o esos que más satisfacen nuestro ego. Cualquiera de los dos son dos extremos que conviene poner a los pies del Señor y rechazar de nuestra vida. Los pensamientos o deseos esclavizantes, los deseos inconfesables. Todo eso que nuestra vida pasa o llega y llega del enemigo con un rostro agradable y atractivo pero que son flechas incendiarias que prenden fuego al establo de nuestro corazón, donde Jesús quiso nacer como en Belén.
Acerquémonos al Señor ofreciéndole los frutos, esos frutos quizás no los mejores, pero como el hijo de la parábola volvamos hacia Dios a pedirle perdón por haber florecido en nuestro campo la cizaña junto al trigo. Y ofrezcámosle las gavillas de cizaña para que El las queme y poder así en adelante ser en verdad y con todo el corazón mensajeros de la paz. 
Entonces nuestros pies -dice el Profeta- serán dichosos: «Dichosos los pies del mensajero que anuncia la paz» y después añadirá: «Que trae Buena Nueva y anuncia la Salvación». Y efectivamente mensajero es aquél que construye, aquél que lleva en sí la Paz, la Vida, la Buena Nueva, la Salvación.

En este tiempo y en mucho tiempo, y más allá de mañana y de pasado mañana, es necesario anunciar la paz, porque siempre hay un lugar para la esperanza. Porque hay posibilidad de paz puesto que Dios es el verdadero mensajero que anuncia la paz. Seamos pues mensajeros que anuncien la paz, como testigos, como portadores del pergamino donde se contiene la paz. Como portadores de ese bálsamo aromático que dice la Escritura que es la paz. Como portadores de esa buena noticia de la paz, que se da más allá de los acontecimientos cotidianos y más acá de la vida de Dios en nuestro mundo. 
«Dichosos los pies del mensajero que anuncia la paz».