Sábado III del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Una nueva oportunidad nos da el Señor 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Hb 11, 1-2. 8-19; Lc 1, 69-70. 71-72. 73-75; Mc 4, 35-41;

El Señor nos ha convocado y reúne en esta Eucaristía para darnos «otra oportunidad».
Eso es lo primero que de alguna manera surge de la contemplación de la Palabra, de la escucha de la Palabra y de la contemplación de la Eucaristía que estamos celebrando.

El Señor nos da otra oportunidad. Ni la última ni la primera. Simplemente otra. Y quizás nuestro mayor error sea -valga la expresión- deprimirnos porque pensemos: ¡Fíjate tantos años y tanto tiempo queriendo y aún me tiene que dar otra oportunidad!. ¡Es que estoy perdiendo mi vida, es que no sirvo para nada, es que no valgo nada!... Y se entra en esa situación de inestabilidad, porque de momento todo en mí parece, que la oportunidad que nos da Dios, lejos de ser un momento de gozo y de alegría por esa oportunidad nueva para amar y para recibir el amor se convierte o nos la convierten en denuncia de nuestros errores.

Cuando el Señor da una nueva oportunidad no denuncia ningún error, simplemente da una oportunidad. Nosotros que vamos madurando en la vida espiritual nos damos cuenta de nuestros errores. Pero el Señor no nos señala nuestros errores ni pretende nada semejante. 
Ayer leía unas palabras del Papa Luciani que decía: «Cuánta misericordia hay que tener. Y también los que se equivocan. De verdad tenemos que estar en paz con nosotros mismos. Me limito a recomendar una virtud muy querida por el Señor. Dijo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». Corro el riesgo de decir una barbaridad, pero la digo. El Señor ama tanto la humildad que a veces permite pecados graves. ¿Para qué? Para que los que han cometido esos pecados se mantengan humildes después de arrepentirse. No se nos ocurre creernos medio santos o medio ángeles cuando sabemos que hemos cometido faltas graves. El Señor nos lo recomendó insistentemente: sed humildes. Aunque hayáis hecho grandes cosas, decid: somos siervos inútiles. En cambio, la tendencia, de todos, es más bien la contraria: sacar pecho. Humildes, humildes: es la virtud cristiana que nos atañe» (Audiencia general 6.09.1978)

Es verdad, esta es una nueva oportunidad que nos da el Señor. La nueva oportunidad de agachar nuestra cabeza ante Dios y ante el hermano, como Jesús en su Bautismo en el Jordán.
La diferencia está en que la fe nos conduce a ver con optimismo y con esperanza hasta nuestros propios errores y a no escandalizarnos de ellos. El enemigo nos lleva a verlos con desesperanza y a hundirnos en ellos.
Hay quien vive aquellas palabras de Sakespeare: «¡Oh mísero de mí, oh infeliz!» Esa es la mejor definición de aquel que vive creyendo en Dios pero vive sincero con poca gente con necesidad de cambio, como aquel que cambia de coche. Tiene que renovar sus actitudes y renovar su fe porque eso entra en la conmiseración y la conmiseración no es un fruto del amor de Dios.
El cristiano es aquél que vive con fe y quien vive con ella, reconoce su pecado, agacha la cabeza y espera en el amor de Dios. El primero vive deprimido, serio, «cabizbajo y sombrío como quien llora a su madre» (como afirma la Escritura). El segundo vive con esperanza porque sabe que el amor de Dios es más grande que su pecado, más grande que sus errores.

Esa también es la diferencia de ser padre o de ser hijo. Cuando un hijo se relaciona con su padre lo ama, ¿qué duda cabe? Pero cuando las cosas que debe o quiere hacer no coincide con lo que su padre le propone o le manda.... el hijo puede (y en muchos casos se da) tender a separarse de su padre, a preguntarse que eso no es amor, que su padre no lo quiere... y dejar enturbiar el amor. 
El amor del padre por el hijo es diferente. Esas situaciones no enturbian su amor, porque el amor del padre se mueve en dimensiones más gratuítas.
Así, pues, ocurre con el amor de Dios: es más grande que nuestro corazón. El amor del Padre por nosotros es más grande que nuestro amor por El, es más grande que nuestro pecado. Por ello, Dios llama a nuestro pecado por su nombre, y eso no le lleva a desdirse de nosotros. Nosotros, por el contrario, sí nos desdecimos del Señor cuando nos sentimos contrariados por El o por las cosas que ocurren en nuestro entorno. Por eso el Señor nos ofrece esa nueva oportunidad para vivir en el amor, y para vivir en la humildad. 

Decía San Basilio el Grande que «si yo no tuviera a mis hermanos no podría vivir el Evangelio» «Si yo no viviera en comunidad -dice San Basilio- yo no podría vivir el evangelio» me sería imposible porque –dice- ¿a quién le pediría perdón? si no tengo hermanos a quienes pedirle perdón no podré vivir el Evangelio. ¿A quién voy a lavarle los pies? porque si no tengo hermanos a quien lavar los pies ¿cómo voy a vivir el Evangelio? ¿a quién voy a obedecer? porque si no tengo hermanos a los que obedecer no voy a poder vivir el Evangelio. 

Sin embargo, nosotros, a decir del Papa Luciani, nuestra tendencia «es la más bien la contraria: sacar pecho» y –al contrario que San Basilio- decimos: ¿y por qué tengo que perdonar a mi hermano y ser tan transigente? Son las dos miradas con las que debemos confrontar nuestra vida: La mirada de la humildad, la mirada del amor, y la mirada del hombre que simplemente vive, sin más.
Frente a ello, el Señor nos da una nueva oportunidad; partir de nuestro pecado para vivir en el arrepentimiento. Y esto consiste en reconocer mi flaqueza, y que el amor de Dios es más grande que mi pecado; y que mi pecado no impide, ni altera el amor de Dios. Sino, al contrario, me hace vivir con esperanza hasta respecto a mi pecado porque me permite descubrir ese amor de Dios que me da la nueva oportunidad de agachar la cabeza, de ser humilde y vivir como Jesús, que es poner en práctica el Evangelio y si tengo que pedir perdón pido perdón. 
Porque gracias a Dios tengo alguien de quien recibir el perdón; y puedo que pedir perdón. Y si tengo algo que perdonar puedo dar el perdón, porque gracias a Dios tengo alguien a quien perdonar. Tengo, también, alguien a quien someterme, alguien ante quien inclinar mi cabeza como Jesús.
De la muerte sale el Resucitado. De nuestro pecado, también puede salir la vida. Pero hemos de verlo desde el amor y desde esa oportunidad que Dios nos ofrece por amor, que hace nacer y crecer el arrepentimiento. La humildad, por su parte, crece con el arrepentimiento, porque al descubrir mi error y padecer mi pecado y al sufrir las consecuencias de ese pecado, es cuando necesito amar, porque el amor se me ha empañado, se ha empañado tu corazón, tu amor, porque no estás arrepentido, porque no vives desde el arrepentimiento sino desde la cima de ti mismo, desde la montaña tu ego, dejando a los demás por debajo, como inferior. 

Por eso tu amor se empaña: porque el amor necesita vivirse desde el arrepentimiento porque eso si que descubre el misterio y la grandeza del amor y la necesidad de amar. Y cuanto más distante puedo sentir al otro es porque necesito amarle más. Porque si lo amara más no lo sentiría tan lejos. Por otra parte, y desde esta perspectiva, Dios nos da hoy esta nueva oportunidad para vivir del arrepentimiento porque él es el que construye el amor, y éste construye la vida, a otros niveles construye también la familia, el matrimonio, la Iglesia...
«No se puede servir a dos señores a la vez». Se puede vivir desde el arrepentimiento porque entonces todos los hombres se encuentran en el «amor» que es el lugar de Dios, el lugar de Jesús. Y el lugar de Jesús es la humildad. Y solamente ahí podemos encontrarnos y podrá realizarse esta nueva oportunidad de Dios. Una oportunidad cuajada de esperanza, una oportunidad cuajada de gozo y de alegría y cuajada de vida.
Y ya que el Señor nos ha reunido en esta Eucaristía para darnos esta nueva oportunidad, digámosle al Señor, pidámosle perdón por todas nuestras faltas cotidianas o extraordinarias ¡qué importa! todas, sobre todo de las que somos más conscientes y tenemos en la memoria, porque generalmente ellas serán nuestro mayor obstáculo en este momento y en cualquier momento de nuestra vida. 
Pidamos al Señor perdón por nuestras faltas, por nuestros pecados, por nuestras negligencias, por nuestros errores, por todo aquello que nos lleva como calle abajo en un declive que termina quitándonos la alegría de vivir, nos el gozo y la alegría de la paz.
Pidámosle perdón al Señor por nuestras faltas, pequeñas o grandes, y pidámosle que nos conceda tener un verdadero arrepentimiento para que, lejos de tener -coloquialmente hablando- la cresta alta y los hombros y la cabeza muy erguidos, tengamos más bien la cabeza inclinada -como Jesús en el Bautismo en el Jordán-, como Jesús en el icono de «El Novio». Por cierto que, en algunos países se le llama el icono de «El sufriente», porque el que inclina la cabeza sufre por amor, ofrece amor. De esta manera, nos enseña que podemos tener miedo al sufrimiento. El sufrimiento es parte de ese amor que vive y que vibra, que no me deja pasivo ni inerte. Inerte frente al dolor ajeno, frente al daño ajeno, frente al padecimiento ajeno, sino que me lleva a «sufrir con el que sufre, llorar con el que llora»...

Agachemos nuestra cabeza desde el arrepentimiento y digámosle al Señor que nos enseñe a vivir con humildad, sea quien sea mi hermano, haga lo que haga, piense como piense, sienta como sienta pero que siempre lo ame como hermano y nunca piense nada mal de él.
Y desde el arrepentimiento vivamos la nueva oportunidad de Dios. Pidámoselo al Señor en esta Eucaristía, para que nos enseñe a suplicarle como el mendigo, como el leproso, como el ciego de Jericó, a gritos –si es preciso-, y suplicarle que nos conceda vivir el arrepentimiento para poder alcanzar y vivir viviendo el amor.