Domingo XIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mirémosle a El

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

1 R 19, 16b. 19-21; Sal 15, 1-2a y 5. 7-8. 9-10. 11; Gal 5, 1. 13-18; Lc 9, 51-62;

Si el campesino, si el labrador dejara que los caballos fueran a su aire, los surcos saldrían torcidos y se montarían unos sobre otros y el campo tendría menos rendimiento. 
Jesús nos dice que lo importante es que miremos y que pongamos la mano en el arado que es la Palabra de Dios, invariablemente sin moverla y los ojos fijos en el surco que deja El y que sigamos a los caballos. Así nuestro campo siempre será fértil, nuestro campo también dará mucho fruto, estará suficientemente aprovechado y tendrá un rendimiento como el que dice Jesús en la parábola del sembrador, treinta, sesenta o ciento.


Nosotros tendemos a arar cosas distintas. Nos pasa como al hijo de un gran terrateniente que de pronto un día va al campo y ve al labrador arando con caballos y dice: ¡ay qué bonito!, yo quiero.
Y entonces el niño toma el arado como un juego y no le preocupa si el arado está bien hundido en la tierra, si el surco que abre es suficientemente profundo, si está recto o no, y sobre todo, cuando se cansa lo deja, sin importarle lo que ha hecho. El quería jugar un rato.
A veces, con la vida, a nosotros nos pasan cosas semejantes: nos las tomamos como si fuéramos ese hijo del terrateniente. Es como un juego. Porque no somos constantes en el trabajo, no lo somos en el seguimiento de Jesús, o no miramos donde debemos de mirar, o no ponemos las manos donde debemos de ponerlas. Con facilidad pesan más las «razones» humanas que la Palabra de Dios, aún cuando la tengamos en cuenta, aún cuando la escuchemos y la consideremos. Pero ya partimos muchas veces del presupuesto de que el Señor no me puede pedir esto porque yo... Por eso no es posible que el Señor nos lo pida a nosotros porque estamos en determinada condición y muchas veces hacemos como los del texto evangélico: «Déjame primero ir a hacer tal cosa y después te seguiré». 
En ocasiones, tanto en la vida familiar, en la del matrimonio, en la del hogar como en la vida de comunidad... no somos tan explícitos con el Señor o tan generosos con el Señor como El lo es con nosotros. 
Actuamos sin cortapisas en cosas, situaciones o momentos determinados, buscando razones para llegar a conclusiones que no nos llevan realmente a ninguna parte. Y partimos de presupuestos de que el Señor nos pide esto o nos pide aquello, cuando en realidad el Señor lo único que quiere es que lo sigas desprovisto absolutamente de todo, de todo. 
Si eres casado o casada, desprovisto absolutamente de todo, de tu esposa o esposo, de tus hijos, porque tal como lo llevas quizás los has convertido en un obstáculo para seguir al Señor, o, los has colocado en el lugar de Dios y, por lo tanto, andas desequilibrado. Si eres hijo, desprovisto de tus padres. Y si sois padres desprovistos de vuestros hijos. En libertad. Porque sino terminarás poniendo tantas razones y te quedarás parado o estarás con el Señor como el hijo del terrateniente: como con un juego. 
El Señor dice: «Niégate a ti mismo» o sea «deja todo y vente conmigo», después ya todas las cosas se resolverán por sí solas. Solamente con el corazón abierto y solamente con el corazón despegado de todo podremos encontrar y entender el amor y la gratuidad de Dios. Solamente con el corazón libre de toda adherencia, de todo peso, de toda esclavitud podremos amar al hermano, incluso a los propios, a los que están más cerca, incluso al esposo, a la esposa o a los hijos. Pero solamente cuando hemos dejado todo y tengamos las manos fijas en la Palabra, y los ojos y el corazón fijos en Dios sin nadie ni nada en medio. 
Entonces lo veremos todo desde Dios y nuestra vida fructificará, porque cambiará completamente la perspectiva. 

Quizás a veces nos justificamos: ¿Cómo yo voy a dejar a mis hijos si el Señor me los ha dado? La respuesta sería tan simple como la pregunta: Porque son suyos, no son tuyos. R. Tagore decía que los padres tenían que dar gracias a la Vida, a Dios, porque les había dejado en depósito esos hijos para educarlos como Dios quiere, pero que no son suyos, son hijos de la Vida. 
Por eso es necesario aprender que todas las cosas son de quien las hace, de quien te las ofrece, de quien las deja a tu cuidado, pero siempre El es más importante que aquello que deja. 
Por eso, el sentido de lo que hagas, lo tendrás según aquél a quién mires. Si miras en primer lugar a algo o a alguien que no sea el Señor, tu mirada será defectuosa. Pero si miras directamente al Señor, miras lo que El te muestra, tu mirada será siempre acertada.
Demos gracias a Dios y mirémosle a El para que nuestra mirada sea siempre acertada y nuestra vida dé frutos abundantes, como decía Jesús «frutos de vida eterna».