Domingo II de Cuaresma, Ciclo A 

La fe en el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Gn 12,1-4a; Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22; 2Tm 1,8b-10; Mt 17, 1-9

Cuando se proclamaba el evangelio de la Transfiguración también recordaba aquellos otros pasajes de Jesús donde El mismo decía que «Llegarán días en que muchos vendrán en mi nombre pero no son de los míos» y existe realmente una correlación entre una Palabra de Dios y la otra, por lo menos una correlación aplicada a nuestro tiempo.


Hoy tenemos muchos «mesías». Muchos mesías que nos anuncian absolutamente de todo. El mundo se ha convertido un poco en un mercado persa o en un mercadillo de zona donde todos tienen algo que decir, algo que ofrecer, algo que vender y donde nunca es a cambio de nada. Unos venden progresismo, otros libertades, otros... cualquier cosa. Y es que no hay límite para la imaginación humana a la hora de vender algo. Siempre lo anuncia y siempre lo ofrece como lo máximo que el hombre podrá alcanzar.


Este pasaje de la Transfiguración viene hasta nosotros hoy con un sentido particular también en el tiempo en que vivimos. Jesús nos muestra su gloria para que aprendamos a distinguirla de las demás, que no son tales glorias. Jesús nos muestra su luz para que la diferenciemos claramente entre los otros que anuncian falsas luces. Jesús nos muestra quién es y su salvación, para diferenciarlo claramente de lo que no es ni Dios, ni salvación, aunque se disfrace de Dios o salvación. San Pablo hablaría después, de las vanas filosofías que lo que buscan es confundir a los hijos de Dios (Col 2, 8). Y bien, ahí estamos un poco en medio de ese mundo. 


Jesús nos muestra su gloria y nos muestra su gloria de varias formas. Primero la voz del Padre se escucha en ese momento y se hace patente en la presencia clara de Dios, tan plenamente identificada por los discípulos que cayeron despavoridos porque todo judío tenía miedo a pronunciar el Nombre de Dios. Tenía tantísimo respeto y tantísimo pudor ante el nombre de Dios, que no lo pronunciaban siquiera, porque si Dios se hacía presente, se preguntaban cómo el hombre podría ser capaz de asumir tanta grandeza. Y entonces se abstenían de pronunciarlo. 


Y aquí caen de espanto, no ya por miedo a lo que pueda ocurrir, a lo que les pudiera pasar, a lo que pudiera suceder después. No por miedo a un compromiso -como diríamos hoy-, no por miedo a unas responsabilidades, -como miramos hoy-, sino por esa sensación de que nunca sabes lo que va a ocurrir en tu vida el día que te encuentres cara a cara con Dios y lo veas con tus propios ojos. 


Muchas personas, aún hoy, tienen miedo a la muerte porque no saben lo que van a encontrar después, o bien porque no son creyentes o bien porque confiesan cualquier tipo de filosofía que no entiende de la resurrección. En ese sentido es evidente que frente a la muerte se crea un misterio, se crea una nube de temor o de terror porque todo termina en ese supuesto.


Los discípulos no es que estén en esa situación pero sí se encuentran frente al interrogante de no saber qué va a pasar después de ese momento. Ellos se dan cuenta que no pasa nada, sino solamente que la gloria de Dios cambia sus vidas, transforma sus corazones... que, aunque no es poco, les crea una sensación de plenitud y esplendor.


«No digáis nada a nadie». Ellos son capaces de guardar en su corazón un momento tan especial y particular para ellos. Un privilegio que ha supuesto contemplar esa gloria de Dios sin confusiones. Estaba muy claro. Dios y en Dios y desde Dios, desde esa Palabra de Dios, que suena desde lo Alto, la unidad única, plena, de toda la revelación de Dios, el Antiguo y el Nuevo Testamento: Moisés, Elías, y por último Jesús. En ellos se encierra toda la Revelación de Dios. 


Las demás cosas ya son otros capítulos diferentes, humanos, que no tienen nada que ver con Dios, o al menos con el Dios de la Escritura, con el Dios del Evangelio. Y en la pureza de la fe está la pureza de la vida cuando uno mantiene la pureza de la fe tal como la recibe. Y esa es también una llamada que Dios nos hace también hoy: Mantener la pureza de la fe que se viene trasmitiendo desde Moisés, por Elías, hasta Jesús, y desde Jesús, por la Iglesia, hasta nosotros. Lo demás, lo demás no tiene nada que ver. Son -diría yo- filosofías que en el fondo confunden nuestra fe y nos alejan del Dios Creador y omnipotente. Del Dios que llamó a Abraham a salir de su tierra, y del Dios por el cual dejó todas las cosas: su tierra, su padre, su familia, y se fue con su esposa y con sus siervos, sin saber hacia donde, a la tierra que Dios le iba a dar y que Dios le dio.


También Abraham tenía claro la pureza de la fe y por ella, a todo lo largo de su camino, no se dejó influenciar por cuestiones extrañas, por cuestiones ajenas a la fe. Podrían ser fe de otros pueblos, pero no eran la fe en el Dios Creador Omnipotente de su pueblo, que él había recibido de Dios y a la que Dios le había llamado personalmente, como ha hecho con nosotros.


El pasaje de la Transfiguración con la presencia de Abraham en otra lectura, nos evoca esa unidad de la fe que hemos recibido y que nos llega hasta hoy a través de la Iglesia, en la que se encierra y contiene la gloria de Dios que fue manifestada a los discípulos en el Monte Tabor. 


Y esa es nuestra confianza. La voz del Padre. La gloria de Dios reluciente como un Sol más grande que el sol. La presencia de un amor desbordante de ese Dios para con esos hombres simples, sencillos y a veces bastante brutos, pero a quienes Dios mostraba el amor que Dios siente por cada hombre. La gloria de Dios manifestada por un Padre a sus hijos para que no yerren sus caminos, para que no confundan sus sendas, para que no trastruequen el objetivo y la finalidad de su vida, para que descubran en su vida y en sus días la felicidad en la tierra de amor y paz, de gozo y alegría que Dios prometió dar, desde antiguo, a quien le sigue. Es el amor tierno de Dios que no emplea ninguna palabra extraña. Simplemente: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadle».
Y Jesús dijo muy claro: «No he venido a abolir la Ley ni los Profetas, sino a que se cumpla». Por eso aparecen también Moisés y Elías. Porque las palabras: «¡Escuchadle!», es el cumplimiento de la ley que engarza con la fe de Abraham, de Isaac y de Jacob. Lo demás -como dice el libro del Eclesiástico- no es más que azotar vientos (Qo 1). El hombre puede estar muy entretenido en diversas ideologías, filosofías, muchas ideologías políticas, sociales, económicas, humanistas, pero todo lo demás no es más que azotar vientos. Cuando te canses de azotar vientos, cuando lleves ya mucho tiempo azotando vientos, al final te darás cuenta de que no has hecho más que eso: azotar vientos. Que quizás necesitas emplear mucho tiempo para llegar al convencimiento de que la fe está en Jesucristo y en el Dios de Abraham. Puede ser. 


Dios se sirve de nuestros errores también para que nos demos cuenta de que estamos dejando el amor, cambiándolo por otros amores que nunca terminan llenando las propias aspiraciones y necesidades. 
Ocurre algo semejante a la diferencia que existe entre el amor y el enamoramiento. No hay nada más lejos que una cosa de la otra. Pero a veces los hombres se guían por el enamoramiento, le dan a ello un valor categórico y no llegan nunca a aprender a amar. Porque el enamoramiento, el efecto de ese enamoramiento se termina. Por eso, quizás muchas veces, necesitamos perder mucho tiempo en nuestras historias, en nuestros errores, en nuestros tropiezos. Pero el Señor es paciente. El también nos está esperando en nuestro Tabor, en ese día -Dios sabe cuando ocurrirá-, en el que El con Jesús, con Elías, con Moisés, como a los discípulos, se nos presentará en nuestra vida y nos descubrirá, el verdadero Amor. 


Utilizando las comparaciones de la Escritura, quizás, «hemos corrido -como dice El Cantar de los Cantares- tras del rebaño de otros compañeros, y hemos perdido al Amado de mi alma». Quizás llegue el día en que nos demos cuenta de que necesitamos buscarlo y comencemos a buscar una mayor cercanía, una mayor intimidad, una mayor proximidad con Dios, con la Persona de Dios, no con tantos aditamentos que nos ofrece la sociedad de nuestro tiempo. Y quizás ahí y desde ahí comencemos a amar también al hermano porque el que ama, el que descubre el amor de Dios, ama realmente al hermano. Y da la vida por él, aunque considere que no se lo merece, porque eso siempre es tentación del enemigo. 


Por eso el Señor nos muestra su gloria en este tiempo antes de la Pascua, para que sepamos reconocer en la Resurrección, la gloria de Dios en medio de nosotros. En la resurrección, como don de Dios al que hemos sido llamados y al que nos conduce la fe en Jesucristo: La asunción de Jesús como nuestro Señor y Salvador. Es El quien nos conduce a esa gloria de la resurrección.


Por eso hoy nos recuerda y nos dice Jesús: Esto pasa ahora, esto os muestro ahora, para que cuando llegue el día de mi resurrección, os deis cuenta, reconozcáis la verdadera gloria que os aguarda y no os dejéis seducir por vanas filosofías, historias o elucubraciones de cualquier tipo que la sociedad os proponga cuando sea.
Como decía san Pablo: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre» (Ef 4, 5). 


Por eso el relato de la Transfiguración es un evangelio particular, porque también nos pone sobre aviso sobre todos nuestros propios mitos, los que cada uno se va forjando desde su propia situación personal, desde las manías que vamos teniendo a lo largo de los años, desde los criterios que vamos asumiendo a veces erróneamente, desde las situaciones y las cosas que nos planteamos, a veces, desde nuestras flaquezas más débil y, a veces desde las salidas o huidas que nos planteamos de nuestra vida y que también muchas veces atribuimos a Dios y no son más que huidas. Huidas de una realidad que me lleva a dar la vida y que es lo que yo sé en el fondo que me va a dar la vida.


La Palabra del Señor nos sitúa en esa dimensión: frente al mundo, frente a Dios y frente a nosotros mismos. 
Pero, los discípulos cayeron por miedo, porque no sabían lo que podía ocurrir al haber contemplado la gloria de Dios. Después lo que ocurrió es que siguieron obedeciendo a Jesús, siguieron obedeciendo al Maestro, aunque tampoco entendieron mucho, de momento. Cuando este evangelio fue escrito ya lo habían entendido todo y escribieron lo que ellos habían vivido, lo que en sus corazones había quedado de este momento de la vida de Jesús. Por eso es importante que también nosotros acojamos la enseñanza y la pongamos en práctica. La acojamos, la guardemos como María en nuestro corazón, y la pongamos en práctica y purifiquemos nuestra fe, mantengamos una fe limpia de todo aditamento, una fe purificada por el Espíritu, purificada por el amor a Dios y purificada de todo otro elemento que pueda -de cualquier forma-, introducirse, como de hecho se ha introducido en muchos, muchos hermanos nuestros de este tiempo. La fe en el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.