Domingo de Pentecostés, Ciclo A (15-mayo-2005)

El Espíritu del Señor ha venido para llenar nuestro corazón

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Hch 2,1-11; Sal 103,1ab y 24ac.29bc-30.31 y 34; 1Co12, 3b-7.12-13; Jn 20, 19-23;


Las gentes que estaban en Jerusalén no sabían lo que había sucedido. Estaban tranquilamente cumpliendo sus preceptos pascuales. Habían ido a celebrar la Pascua los que vivían en la diáspora y por esa causa había gentes de tantas naciones. Pero estaban tranquilamente en la calle o en el templo o en las casas, sin saber nada. Sin saber ni que los discípulos estaban en el aposento alto con María, la Madre de Jesús. Sin conocer siquiera la promesa del Espíritu Santo. Y mucho menos el descendimiento del Espíritu Santo. No sabían nada, vivían una vida, su vida. 

Sin embargo en el panorama de Jerusalén la cosa cambió de momento: Todos se quedaron extrañados, absortos y asombrados. No entendían lo que estaba ocurriendo, pero algo estaba pasando porque no era normal lo que ellos estaban experimentando. 
Ellos ni vieron ni experimentaron la presencia del Espíritu Santo. No vieron lenguas de fuego descender sobre los discípulos. Simplemente constataron los frutos del Espíritu Santo. Lo que el Espíritu Santo había dejado, había sembrado en esos discípulos y había comenzado ya a brotar. Porque si bien los frutos del Espíritu Santo son frutos que van creciendo a lo largo de toda una vida, también es cierto que los frutos del Espíritu Santo retoñan rápidamente, aunque tarden en llegar a la madurez en la fe a lo largo de toda la vida.
Pero las gentes de Jerusalén vieron simplemente que estos hombres tenían algo distinto, algo que ellos no tenían, y tanto y tan sugestivo se les mostraba a través de los hechos de la vida de las personas, a través de las palabras, tan significativa y elocuentemente se les mostraba, que ellos dijeron: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» para vivir y experimentar lo mismo que vosotros.
Después de la celebración de Pentecostés, después de estar suplicando el Espíritu como el mendigo la limosna, hoy el Señor dice lo mismo que acaba de decir en el Evangelio: «Id por todo el mundo». «Y soplando sobre ellos les dio su Espíritu». Hoy Jesús espera de nosotros que su presencia en nuestra vida sea altamente significativa para la gloria de Dios frente a la vista y a la vida de los hombres que están en nuestro entorno. 
Se trata de llamar la atención de los hombres sobre la gloria de Dios. De que de verdad el Espíritu pueda producir en nosotros los mismos frutos de vida y que esos frutos de vida sean tan visibles, tan significativos, que causen asombro e interroguen la vida de los que nos rodean, aunque tampoco dependa solamente de nosotros. Pero el Señor sí nos dice: «Sed santos como santo es Dios». Y lo que el Señor quiere y espera de nosotros después de esta súplica del Espíritu Santo, es que nos dejemos conducir por caminos de santidad sin recovecos, sin límites, sin condiciones en ninguna área de nuestra vida. Esa será la «luz que brillará sobre los armarios para que alumbre a todos los de la casa» -como dice Jesús en Mt 5. Ahí entonces será cuando de verdad la luz -nuestra vida- dará el fruto que Dios quiera que dé, porque nosotros buscaremos la gloria de Dios, viviendo según el Señor, como el Señor. Porque buscaremos «ser santos como santo es Dios». Porque dejaremos que el Espíritu produzca en nosotros frutos abundantes y estaremos dispuestos a dejar nuestra vida de tal manera en las manos del Señor que El nos conducirá donde quiera, como quiera y de la forma que quiera, para que los hombres se encuentren con El. 

A veces los hombres tienen miedo a las responsabilidades o a las demandas que Dios pueda hacer. 
Lo importante es que caminemos hacia la santidad según la voluntad de Dios, porque ese es el deseo de Dios y hacia ahí nos conducirá el Espíritu Santo. Y en la medida en que la luz del Espíritu vaya germinando en nuestros campos, en esa medida el mundo se asombrará de la obra de Dios. Probablemente el primer comentario que se suscita sea algo semejante al de las gentes de Jerusalén: «Estos están borrachos». Porque lo que no se entiende, se juzga, se critica y se condena. Las gentes de Jerusalén criticaron, juzgaron y condenaron a los Apóstoles. Pero sin embargo Dios siguió arrebatándoles el corazón, siguió llegando a sus corazones. Y a medida que fueron creciendo los frutos del Espíritu en la vida de los discípulos, Dios se iba extendiendo en el corazón de los hombres.
La entrada es la misma, para acceder a la Resurrección el camino es la subida al Calvario. La entrada del Espíritu fue la crítica del mundo, el juicio y la condena de los discípulos, que –como Santiago- dieron la vida. No es que se la quitaran -como decía Jesús- «No es que me quiten la vida, es que yo la doy». 
Esta es la obra principal del Espíritu: que demos la vida, que no nos la quiten, que no la tenga que tomar, sino que nosotros se la demos. Esa es la tierra fértil de la que Dios es capaz de «sacar de las piedras hijos de Abraham» -como decía Jesús-. Esa es la tierra fértil en la que va a germinar el Espíritu: el deseo y la búsqueda sincera, real, efectiva, de la santidad, sin complejos y sin límites.
El Espíritu viene a llevarnos a la verdad completa para llenar nuestro corazón, nuestra vida entera, y ser llenos del Espíritu Santo. Eso es lo que quiere el Espíritu del Señor, que seamos llenos del Espíritu Santo. Pues bien, manos a la obra.
Pentecostés se distingue por sus frutos. 
La fiesta era una fiesta judía: la fiesta de la siega y de las ofrendas de la primera gavilla –o primicias- que se ofrecía al Señor.
Pues bien, ofrezcamos también nosotros nuestra primera gavilla. Quizás los frutos que todavía nos quedan por dar: nuestra disponibilidad, nuestra disposición, nuestro amor y nuestro deseo de amar, de dar nuestra vida. Pero hagámoslo dándole nuestra vida no porque me la pidan sino porque yo se la doy a ejemplo de Jesús. Por ahí que nos conduce el Espíritu. Y si nosotros seguimos por el camino que el Espíritu nos vaya conduciendo, en el marco de nuestra vida, de nuestra vocación personal, en esa medida nuestro mundo verá crecer pequeñas lucecitas que quizás no llamen la atención, que quizás no sean importantes ni significativas, pero que irán aportando a este mundo nuestro una pequeña llamita de luz que ilumine un poco el entorno nuestro, el de cada uno, el de donde esté cada uno. 
Y el mundo tendrá un poco más de luz. Esa es la obra del Espíritu. Pero necesitamos ir siendo llenados del Espíritu, necesitamos que el Espíritu germine en nuestro corazón y vaya dando sus frutos. Necesitamos darle nuestra vida para que El la trabaje, la modele y nos conduzca por caminos de vida y de verdad. 
Necesitamos también salir corriendo del cenáculo para que el mundo vea a Dios actuando, a Dios vivo en el corazón de los hombres. Necesitamos salir al mundo, al que vivimos cada para que «viendo nuestras buenas obras glorifiquen al Padre que está en los cielos». 
Pero debemos tener prisa, prisa de que el hombre conozca a Dios, prisa en hablar al hombre de Dios, prisa en rogar por el hombre para que se encuentre con Dios. Prisa en que nuestra vida sea transformada en esa «llama de amor vivo» -como decía Juan de la Cruz-. Necesitamos, debemos tener prisa.
El Espíritu comunicó a los discípulos la prisa por el anuncio, por dar a conocer al mundo la experiencia de Dios. No se quedaron en el Cenáculo. Salieron corriendo a la calle, al encuentro con la gente. Y a todos les hablaban de Dios.
Pocos días después, Pedro y Juan estaban gozosos por haber sufrido por el nombre de Cristo. Hasta ahí llegó la prisa que tenían. Tengamos, pues, prisa. Prisa por alcanzar la santidad. Prisa para que el mundo conozca al Señor. Prisa para que el hombre conozca lo más pronto posible al Señor. Prisa para que el Espíritu dé muestras de vida en nosotros, se encuentre a sus anchas en nuestro corazón. Prisa por ser dóciles, para que sea pronto, cuanto antes, la gloria de Dios en el hombre. 
Es la prisa del amor, la urgencia del amor y del amado, de aquél que está desconocedor de la vida y no es justo que esté tanto tiempo desconocedor de la vida, cuando yo puedo comunicársela porque Dios me da la capacidad para que él vea su gloria. 
El Espíritu tiene prisa, Dios tiene prisa. Dice la Escritura: «El celo por la casa de Dios me consume». Que nos consuma también el celo por el reino de Dios, el celo por la casa de Dios. 
Ayer leía el epitafio puesto en la tumba de la hoy beata ya, Marianne Cope. Ella trabajó en Molokai con los leprosos después del Padre Damián y en su epitafio se lee: «Sonríe, la sonrisa no va a estropear tu cara». 
Lo que estropea nuestro rostro, nuestra imagen... es el mal: el mal genio, la mala cara, el mal ambiente, el mal humor, el mal sentimiento, el mal pensamiento. Todo lo que es malo sí estropea tu cara. La sonrisa no.
El Espíritu del Señor nos lleva a saber que la sonrisa que nace de un corazón que ama nunca estropea nuestra cara. Sin embargo el mundo necesita mucho de sonrisa que detrás tiene la clara conciencia de que no estropea su cara.
Yo quisiera terminar con esas mismas palabras de la Beata Marianne Cope: «Sonríe, la sonrisa no estropea tu cara».