Viernes Santo (2005)

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Is 52,13-53,12; Sal 30, 2 y 6.12-13.15-16.17 y 25; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn18, 1-19, 42;


Han pasado unos cuantos años desde aquel día en que sucedieron los hechos que acabamos de escuchar. Los hombres seguimos siendo los mismos, prácticamente poco hemos cambiado en muchas cosas. Nuestro mundo sigue siendo problemático. 

Dios lo hizo un paraíso, lo hizo un lugar donde ser feliz, un lugar donde vivir con alegría y donde los hombres pudieran regocijarse con su Dios y entre ellos. Sin embargo, desde tiempos muy antiguos, los hombres hemos hecho un mundo problemático. Dios dio la vida al hombre para que el hombre fuera dichoso en el Jardín del Edén, para que viviera en amistad con Dios y entre sí. Le dio el orden y le dio el amor a las cosas; pero, desde tiempos muy antiguos, los hombres se empeñaron en cambiar el orden de las cosas y quisieron imponer un orden diverso, un estilo distinto de dominio de las cosas y nuestro tiempo sigue las mismas características. 

Llegado el momento oportuno -como dice la carta a los Hebreos- Jesús murió para dar la salvación a los hombres, para devolvernos la capacidad de amar y la libertad. Para darnos otra vez la vida y recuperar el orden querido y establecido por Dios en el mundo, en las cosas y en la vida. 

Hoy dos mil y un años después la palabra del relato de la muerte, la crucifixión de Jesús tiene la misma resonancia que antes en sus tiempos. Hoy el relato de la muerte y resurrección de Jesús sigue siendo una muestra de quien es Dios y una muestra de lo que el hombre ha hecho de sí mismo. Pero sobre todo sigue siendo esa muestra significativa de hasta dónde Dios ha amado a los hombres.

A veces nos cuesta de entender y otras veces nos hemos familiarizado mucho con los hechos.
Estamos acostumbrados a verle crucificado y a saber que nos ama, y a veces por esa costumbre se nos escapa el trasfondo del acto de amor más grande que el hombre jamás pudiera imaginar.

Hoy cuesta entender el padecimiento. Hace unos días, una persona me decía: No entiendo por qué un hombre tiene que sufrir para que la humanidad sea más feliz.

A veces nos ocurre lo mismo y, en muchas ocasiones, tampoco nosotros entendemos el sufrimiento no ya el de Jesús, sino el nuestro. No entendemos que cuando uno ama padece y cuando uno no padece debe de cuestionarse si es que ama en verdad, porque el amor conlleva el padecimiento, como la vida también lo conlleva de cierta manera. Cuando una madre da a luz a su hijo no elige los dolores del parto, elige el hijo. Por lo menos hasta no hace mucho, ahora se elige la comodidad de la madre o su estabilidad emocional antes que la vida del hijo. 

Pero en una sociedad sana de mente y de corazón siempre se ha elegido la vida del hijo, porque es fruto de la experiencia viva del amor de los padres. Y esa vida del hijo que es fruto de la experiencia del amor de los padres y del dolor de la madre, lleva consigo los dolores del parto.

No se elige padecer, se elige amar. Y si para amar es necesario padecer pues entra en el mismo lote. Pero normalmente a nosotros sí nos cuesta entender que por amor al otro yo tenga que padecer. Por eso a veces nos cuesta entender la muerte y resurrección de Jesús, y entender que eso sea la expresión de un amor tan grande. Jesús no eligió padecer, eligió amar y amar hasta el extremo, amar hasta el desbordamiento. Y para ello, el camino era dar la vida.
Jesús, en ningún momento dijo, no. En el Huerto de los Olivos dijo: «Si es posible pase de mi este cáliz pero de todas maneras lo que Tú quieras, Padre». Después la flagelación, la burla, el dolor físico y el dolor psíquico interior, abandonado de todos, sin nadie en quien apoyarse... Todos, todos huyeron. Pero El amó hasta el extremo. No echó para atrás ni un instante, ni un segundo.

A nosotros nos es más difícil, no porque no tengamos capacidad, sino porque nuestro amor es muy escaso. Tanto que –con frecuencia- nos buscamos mil y una excusas que nos permitan darnos «más valor» a nosotros mismos. Nuestro problema comienza, pues, cuando no aguantamos el amor y nos dejamos vencer por nuestro ego y no por el amor.,Nos dejamos vencer por el desamor. Jesús sufre para demostrarnos que podemos llegar a dar una prueba de amor tan grande dándolo El, no echándose para atrás, no buscando ningún tipo de justificación para nada. Amar hasta el extremo. Amar hasta dar la vida. Amar hasta donde más duele; pero amar, amar, amar...

Nos hemos acostumbrado a ver a Jesús coronado de espinas y crucificado. Sabemos que Dios nos ama. Pero cada año el Señor se empeña en conducirnos a descubrir las dimensiones que se nos escapan del amor de Dios. Porque necesitamos experimentar que somos capaces de amar. Necesitamos romper nuestros tabús de amor por los demás y de amor a Dios. Necesitamos romper las cadenas del miedo, de la indefensión, de la inseguridad. Ese miedo, esa indefensión y esa inseguridad que creas cuando no amas hasta dar la vida. Necesitamos experimentarlo. Necesitamos romper esas cadenas, vivir libres, porque mientras no lo vivamos seremos incompletos, estaremos inacabados. 

Por ello, Dios sale a nuestro paso cada año para recordarnos y para hacer memoria de lo ocurrido, para que descubramos -como decía Jesús- que si El lo ha hecho, nosotros somos capaces aún de cosas más grandes. Para recordarnos que no debemos tener miedo al amor. Que no debemos tener miedo a dar la vida. Que no debemos tener miedo a asemejarnos a Dios hasta las últimas consecuencias, porque siempre, siempre son buenas. Porque en Jesús, aún en Jesús -siendo dolorosas-, las consecuencias fueron buenas. Resucitó rescatándonos a todos, dándonos la vida. Dio la suya a cambio de la de todos los hombres de todos los tiempos. Aunque sea una desproporción porque la suya vale más que la de todos los hombres de todos los tiempos, porque –constatamos- El ha demostrado que la suya vale más porque ha amado hasta el extremo.

Y hoy Viernes Santo nos vuelve a salir el Señor al paso para recordarnos quién ha dado la vida por nosotros. El ha llegado hasta el extremo sin dudar, sin temblar, o mejor dicho, a pesar de temblar de dolor, a pesar de cargar con la cruz, a pesar de los pesares El ha llegado hasta el final, porque sabía que nosotros no podemos seguir cargando con nuestras cargas. 

No podemos seguir viviendo en la ignorancia. No podemos seguir viviendo en un engaño. No podemos seguir viviendo engañados tantas veces, seducidos tantas veces por la tentación, respondiendo con ira cuando nuestra respuesta debe ser amorosa. Respondiendo con una mirada airada cuando nuestra vida debe ser comunicación, construcción de paz. No podemos seguir viviendo en la incertidumbre de cuándo haremos las cosas bien. No podemos seguir viviendo en el miedo. Tenemos que reconocer que también nos equivocamos. No podemos seguir viviendo en la incertidumbre de si somos o no somos capaces o si hemos alcanzado o no, porque tenemos mucha prisa en alcanzar pero poca prisa y poca constancia en correr. Queremos llegar a la meta de inmediato, pero no corremos metro tras metro para llegar a la meta. Y muchas veces vivimos «en las nubes». Vivimos en un halo, en un cierto halo de sueño como del que está dormido que vive las cosas como si fueran reales pero de pronto se despierta y unas veces dice: ¡menos mal que era un sueño!. Y otras veces se despierta desilusionado y dice: ¡vaya, era un sueño!. 
El Señor quiere ofrecernos la vida, el amor, la experiencia clara de que podemos amar hasta el final, de que podemos ofrecer ese amor y que en la medida en que ofrezcamos ese amor, ese mismo amor recibiremos porque nos encontraremos siempre a mitad de camino, con Dios y a mitad de camino con los hombres. Porque solamente alguien puede coger lo que yo tengo en mi mano cuando yo lo ofrezco, abriéndola. Y solamente alguien puede recibir mi amor si yo lo ofrezco, abriendo la mano. Y solamente yo puedo recibir el amor del otro cuando al tender mi mano abierta, él toma de lo mío y deposita de lo suyo. 
Por ello Jesús extiende sus manos para que la imagen tan siquiera de su cuerpo crucificado, nos recordara siempre –siempre- el abrazo del Padre cuando regresamos a la casa. 

Como hemos dicho muchas veces también, para que nunca nos equivoquemos al respecto, El a través de sus padecimientos, dejó sus manos fijas, siempre fijas en la cruz, con los brazos bien abiertos y fijos, para que tan siquiera su representación iconográfica nos recordara que Dios está siempre amándonos y siempre ofreciéndose. 

Pero, en muchas ocasiones, preferimos mirar más la imagen de Jesús multiplicando los panes y los peces. Porque, sin darnos cuenta, los hombres estamos amando de manera incompleta, de una manera no entera, con un concepto errado. Amar es dar la vida, darla. Jesús nos la dio hasta físicamente. Dio su vida para que la vida de Dios estuviera en nosotros.

Dejemos correr también esa fuente que mana, esa fuente de vida de Dios que mana y que quiere manar en nuestro corazón día y noche. Dejémosla correr. No le pongamos presas. No la convirtamos en un agua estancada, ni siquiera con la excusa de que así tiempos vendrán que siempre habrá agua. Como decía el Apa Besarión al discípulo que quería proveerse de agua suficiente para cuando tuviera sed, después de haberse convertido en potable, el agua del mar: «El mismo Dios que te ha dado hoy el agua te la dará mañana, no tienes que guardarla». O como pasó en Israel, los que guardaron el maná se les pudrió. Había que vivir al día. Confiar en Dios en el día. No ir delante de El ni detrás de El, sino ir donde El diga. Amar como El nos dice. Amar como El nos enseña. El amor encierra confianza. Leíamos en la “Hagadá de Pésaj: 
- «Si Dios hubiera... » 
Respondíamos: 
- «Nos hubiera bastado». 

Debería bastarnos; porque es lo más que nadie ha hecho por ti nunca, y por mí... Y lo más que nadie hará nunca: tu esposo, tu esposa, tu hijo, tu nieto... ni ellos harán lo que ha hecho Jesús por ti. 

El lo ha hecho para que tú te des cuenta de que hay alguien que te ama hasta el extremo más increíble para ti. Tu esposo o tu esposa o tu hijo o tus padres que son lo más grande que ves todos los días, no son nada en comparación de lo que tú eres para Dios. Por eso, Dios envió a su Hijo, por eso murió y murió de esa manera. Se podía haber echado atrás, claro que sí. Nosotros nos echamos atrás muchas veces. Cuando el demonio le ofreció «que las piedras se convirtieran en pan», Jesús no se echó atrás. Cuando el diablo le ofreció el poder sobre todo el mundo, no se echó atrás. Cuando le ofreció todo lo que le ofreció a lo largo de su vida, nunca se echó atrás, nunca dijo sí, porque nos amaba hasta el extremo y el amor le impedía decir sí. Sí a lo que pudiera dañar su amor por nosotros.

Nosotros queremos mucho a la gente, queremos mucho a la familia; pero el Señor, por ser Dios, nos ama a cada uno, con su nombre y apellidos, porque El puede hacerlo. Porque es Dios. Porque es Dios puede hacerlo. Si no fuera Dios no podría hacerlo. Y El no se echó atrás en ningún instante, ni eludió ningún padecimiento de tanto que nos amaba y nos ama. Y es importante que nos demos cuenta de ello para fortalecer también nuestro amor. Porque nosotros somos propensos al orgullo o la soberbia, o nos entra miedo con mucha facilidad. «No temáis» ha dicho durante veintiséis largos años, Juan Pablo II. «No temáis» -repitiendo las palabras de Jesús. 

Muy rápidamente, nos da miedo, nos entra incertidumbre, dudas. ¿Qué dudas tenemos? ¿Qué dudas podemos tener? La única duda es si estamos correspondiendo en plenitud al amor que Dios nos tiene. Esa es la única pregunta que deberíamos hacernos: ¿estoy correspondiendo? No haciéndolo igual que El desgraciadamente. Aunque hacerlo, porque el Espíritu Santo que habita en nosotros «nos hace capaces de Dios» -decía San Agustín- y por tanto podemos amar como Dios ama, o a través del Espíritu Santo. 
Pero el Señor no se rindió a ninguna propuesta, por nada, a ninguna de ningún tipo. Nosotros sí podemos preguntarnos si lo estamos amando así. Amando según nuestras fuerzas, realmente. Según nuestras fuerzas. ¿Qué cuesta? Claro. Es que aún está por comprobar que los paños de seda natural aunque sean muy parecidos a los de pura seda natural, se puedan adquirir a un euro el ciento. Y en una tienda de «Todo a euro» nunca encontrarás un pañuelo de seda natural auténtica. Encontrarás pañuelos de seda natural. Una imitación, más o menos conseguida, lograda o aparente, al igual que el mundo en el que vivimos que conduce sus pasos por la apariencia. Pero el amor es aquilatado como el oro. Y la vida y el amor del Señor no podemos seguir confundiéndolo la imitación que vemos en nuestro entorno. Si lo hacemos, no podrá hacerse verdad la muerte de Jesús en este tiempo. Porque se hace verdad a través de nosotros, a través de nuestra vida.

Decimos mañana, en la Liturgia de la Vigilia Pascual: «Bendito pecado que mereció tal Redentor». No nos gusta recordar nuestros pecados, aunque San Silvano del Monte Athos decía: «Recuerda tus pecados y vive en el infierno porque entonces cuando te encuentres con Dios descubrirás lo que realmente es la gloria»”. A nosotros nos da miedo reconocer nuestros pecados, nos da miedo asumirlos y aceptarlos. Nos decimos pecadores, sí, pero no profundizamos más. Nos da miedo reconocer el error, reconocer cuando nos equivocamos... Y el miedo nos impide amar. El miedo nos impide adentrarnos en el amor, bloqueándonos absolutamente para amar.

Jesús consciente de esa situación nuestra en Getsemaní dijo: «Padre, si es posible» sudando gruesas gotas de sangre, para que nosotros entendiéramos que por encima de nuestros miedos estaba el amor indiscutible de Dios. Y que debíamos asumir el amor indiscutible de Dios aunque tuviéramos miedo, aunque nos costara, porque ahí está la vida y la madurez del corazón y el crecimiento espiritual. Porque en ello encontraremos de verdad la unión con el Señor. Una unión que es indeleble y que se va fortaleciendo. Santa Teresa tiene un texto que nosotros hemos cantado y en el que va explicando lo que de verdad mueve su corazón: «No me mueve mi Dios para quererte…»

Pero si os pediría que consideráramos todo esto, y que cuando nos acerquemos a besar la reliquia de la Santa Cruz que sea con una mirada clara, una mirada clara sobre Dios y una mirada clara sobre nosotros mismos. Sobre nuestra vida y la vida que el Señor nos ofrece. Sobre nuestra realidad y sobre la promesa que Dios cumple y cumplirá. Sobre nuestra escucha y disponibilidad a esa promesa del Señor y a ese amor de Dios que es para nosotros. Porque lo ha hecho todo para nosotros. 

Santa Teresa sí lo tenía claro. Ella supo descubrir el amor de Dios. «... porque, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera... Me mueve ver tu rostro tan herido, el ver tus afrentas y tu muerte... No me mueve el infierno tan temido... pero, lo mismo que te quiero, te quisiera».