Jueves Santo (2005)

"El maestro esta Ahí y te llama"

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Ex 12, 1-8.11-14; Sal 115, 12-13.15-16bc.17-18; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15;

«Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito para que el mundo tuviera vida en El». 
Y Jesús no contento con esa donación de amor de Dios por nosotros, quiso no separarse jamás de nosotros. Quiso que tuviéramos la oportunidad de no ir desconcertados por la vida, confusos, ciegos, sin saber. Y para ello, El mismo, destruyó, rompió, rasgó el primer velo para que el Invisible se hiciera cercano. Para que nuestros ojos pudieran ver al Señor. Para que nuestro corazón pudiera entender de su amor. Para que pudiéramos acoger la salvación que viene de lo alto. Para que pudiéramos caminar por caminos de paz y pudiéramos seguir la luz que ilumina el sendero y -al igual que Israel- pudiéramos tener siempre de día una nube que nos guiara y de noche un fuego que nos oriente, que nos marque siempre el camino justo, el camino verdadero, el camino de la paz, de la esperanza, del amor y de la fe.

Y eso, eso solamente el Señor nos lo puede dar. Los hombres pueden prometerlo, pero solamente Dios puede darlo, porque los cielos y la tierra son obras de sus manos. Solamente Dios puede devolvernos la capacidad de ver lo que no ven los ojos. Solamente Dios puede concedernos la capacidad de escuchar lo que no oyen nuestros oídos, como solamente Dios ha podido concedernos la capacidad para poder contemplar al que no tiene rostro, a Dios, el Invisible, poderlo contemplar con los ojos del cuerpo y con los ojos del corazón. 

Y como siempre todo pertenece al misterio del amor. No tiene explicación, no hay razones. Dios siente, experimenta, vive. Del corazón de Dios hablando en lo humano brota ese amor loco, que es loco porque no tiene explicación. Y el Señor ha querido dejárnoslo cercano, accesible, palpable, que podamos tomarlo con nuestra mano, que podamos comerlo con nuestra boca, que podamos contemplarlo con nuestros ojos y que podamos descansar en El desde lo más profundo de nuestro corazón. Que podamos encontrar en El el consuelo, el alivio: «Venid a Mí los que estáis cansados y agobiados que Yo os aliviaré».

Y esto en Jesús es real. No es una utopía. No es algo, no es un ejemplo, no es un símbolo. Es una realidad. «Ven a Mí, tú que estás cansado, tú que estás agobiado, Yo te aliviaré». En otro lugar añadirá: «Yo soy el Buen Pastor, vosotros sois las ovejas. Yo os llevo a verdes prados. En verdes praderas me hace recostar». Y podríamos hacer un recorrido pleno por la Escritura y en todos los momentos descubriríamos la razón, el por qué, la causa, el origen, aquello que ha movido al corazón de Dios, para que su Hijo encarnado, Jesús el Señor, quedara presente en nuestra vida de manera material, en el Sacramento de la Eucaristía.
Esta tarde -siguiendo un fragmento de la celebración de la Misa de Jueves Santo en el Vaticano-, recordaba una anécdota de mi madre cuando yo estaba en América y mi madre en Valencia. Mi madre -lo he comentado otras veces- me escribía y decía: todas las mañanas me las paso hablando contigo. Tan solo era una fotografía lo que tenía mi madre de mí y el recuerdo de un hijo que estaba fuera; pero ella hablaba conmigo. 

¡Cuántas más son nuestras posibilidades! Cuando al que tenemos es al mismo Señor que se ha quedado entre nosotros. ¡Cuántas más posibilidades tenemos nosotros porque no tenemos un símbolo, ni un signo que es como si fuera, sino tenemos al mismo Señor presente en medio de nosotros, accesible a nuestra mirada, accesible a nuestras manos, accesible a nuestro corazón! 

A veces no nos damos cuenta de cuánto nos ama el Señor y cuánto ha cuidado hasta el más mínimo detalle en la historia de nuestra salvación. 

Y no es «como si fuera», es el mismo Señor, es el mismo Cuerpo y la Sangre del Señor. No es un ejemplo, no es un símbolo, no es «una especie de»... Son el Cuerpo y la Sangre del Señor, algo que el hombre no puede razonar, pero que «Dios da a comprender a aquellos que le aman». Porque es algo que solamente el amor puede entender. Hablando en lo humano, un amor sin intereses personales, un amor donde tú no cuentas para nada, no pretendes nada, no buscas nada y donde no tienes nada que perder y nada que ganar. Pero donde sabes que Dios ha dado la vida, la ha dado en verdad para que tú tengas vida en abundancia. 

Por eso es necesario abandonarse, es necesario confiar, entrar cada día, dejarnos conducir profundamente en esa dimensión del amor porque solamente ahí podremos entender. Solamente ahí, nuestro corazón logrará apenas captar, cuánto amó Dios al mundo que no solo dio a su Hijo Unigénito para que muriera por nosotros sino que además lo dejó con nosotros. Más allá del tiempo y del espacio. Lo dejó con nosotros en el Sacramento de la Eucaristía.

Hace tiempo comentábamos en el Monasterio, la experiencia de una persona que comentaba que los iconos no le decían nada porque no expresan ni alegría, ni sabes lo que…Y alguien le respondía que el icono solamente se comprende cuando se reza ante él. 

En la Eucaristía –como también en el amor de Dios- ocurre lo mismo: cuanto más cerca te pones de El, más entiendes no racionalmente, desde el corazón, porque más recibes. Y cuanto más recibes más familiar te haces a distinguir los sonidos del amor. «La voz del Amado», como dice El Cantar de los Cantares. Evidentemente cuando no convives con alguien de manera habitual, no reconoces la voz porque no convives con él.
Cuando se convive con Jesús se entiende, se distingue la voz del amor a fuerza de oír la suya y a fuerza de estar con Él.

Dicen los médicos y los psicólogos –y la propia experiencia de observación- que cuando un niño está siendo alimentado por su madre, el niño se queda tranquilo normalmente porque oye el corazón de la madre y los latidos son iguales que los que oía cuando estaba en el seno de su madre. Entonces al reconocerlos se queda tranquilo normalmente. Y a veces hasta se duerme y no come lo suficiente.

Cuanto más cerca del Señor estemos, cuando la Eucaristía sea más el centro de nuestra vida, cuando el Señor sea cada vez más el centro de nuestra vida, oír su corazón nos dará paz. La cercanía permite oír y el oír permite la paz. Nos da paz, nos dará paz y bien hacer.

Pero aparte de que con el Señor se puede hablar en todo tiempo «en espíritu y en verdad» -como dijo Jesús a la Samaritana-, su presencia está especialmente significada en la Eucaristía. 
¿Por qué? Porque así le pareció bien. Y porque nos conoce.

Una vez me preguntaba un alumno mío: Padre, yo puedo entender muchas cosas, pero si yo puedo confesarme con el Señor, ¿por qué tengo que confesarme con un sacerdote? Yo prefiero decírselo al Señor porque El me entiende y el sacerdote, no sé si me va a entender.

La pregunta no era capciosa. Yo le decía a él lo mismo que podemos decir ahora, aplicado a la Eucaristía: El Señor nos ama tantísimo y nos conoce de tal manera que no nos ha querido dejar dudas respecto a El. Y entonces, como sabe que somos como somos, por si acaso dudamos unos instantes, como Judas dudó del amor del Señor, y por si acaso un instante nos llevara a perder un atisbo de esperanza, para que eso no ocurra, el Señor nos dio el perdón, el Sacramento de la Reconciliación. 

De la misma manera, para que no nos sintamos solos, para que nunca nos sintamos desconcertados, para que nunca nos sintamos sin saber donde acudir nos ha dejado la Eucaristía. Para que nunca quepa en nosotros, en ningún momento de nuestra vida, la posibilidad de pensar: el Señor me ha abandonado.

«¿Dónde está, el Señor? -me decía alguien hace unos días-. ¿Dónde está Dios? Yo he sido una persona honrada, he sido una persona justa, he procurado hacer el bien, he hecho caridad, he hecho apostolado. ¿Dónde está Dios?». El problema no es dónde estaba Dios, era dónde estaba él.

El Señor para que nunca tengamos que hacer esa pregunta, ni tengamos razón para hacerla, ha querido quedarse palpable, cercano, visible en la Eucaristía. Para que cuando las cosas nos sean adversas, cuando atravesemos situaciones difíciles, cuando podamos sentirnos agobiados... para que nuca nadie se sienta confundido y solo, el Señor -como dijeron las hermanas de Lázaro- «El Señor está ahí y te llama». Hasta esos detalles llega el amor de Dios y el deseo de salvación que Dios tiene para nosotros.

Sumerjámonos en la contemplación de Dios en el corazón y en el Sacramento de la Eucaristía. Y abramos bien los ojos de nuestro corazón y los ojos de la fe, los oídos de la fe y los oídos del corazón para escuchar a Dios que tanto nos ama, para recibir de El la palabra que necesitamos, para poder recibir -también de El- el abrazo que también necesitamos y las indicaciones pertinentes para nuestra vida, para poder seguirle y encontrarle cada día.

«El Maestro está ahí y te llama». Sigue resonando hoy en nuestros oídos, aunque hayan pasado muchos años. Entonces era la hermana de Lázaro. Hoy es el Señor quien nos lo dice a nosotros a través de la Iglesia: «El Maestro está ahí y te llama».